Puerto Vallarta es Yokohama

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Christian Peña

Expediente X.V.

Madrid, Vaso Roto, 2019, 104 pp.

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Me llamo Hokusai

México, FCE/INBA/Conaculta/ICA, 2014, 76 pp.

 

Un escritor sumamente prolífico corre el riesgo de quedar preso en los atavismos que se ha creado. Aunque esté plenamente consciente de ello, y busque evitarlo, no es raro que repita temas, recursos, ideas, incluso frases; esa posibilidad, cuando uno se hace a la idea de que la escritura poética consiste en ensayar lo mismo una y otra vez, puede darle mayor riqueza y curiosidad a la obra en general. Digo esto porque una sensación de “ya había leído esto antes” habita mis encuentros con la obra de Christian Peña. La mayoría de sus libros emplean los mismos recursos: monólogos dramáticos seccionados en partes, donde una voz que refiere a alguna personalidad del arte o la literatura se materializa y habita la del poeta, conjugando lo lírico y lo narrativo. Este procedimiento acaso tiene su origen en el Booz de Victor Hugo, que Gilberto Owen recuperaría magistralmente en Perseo vencido, en la tradición anglosajona de Browning y de Pound, y, de forma más contemporánea, en prácticamente todos los libros de Francisco Hernández, su indudable antecesor. Este recurso formal, presente con diversas intensidades en Janto (2010), El síndrome de Tourette (2010, 2016), Heracles, 12 trabajos (2012), Me llamo Hokusai (2014) y el reciente Expediente X.V. (2019), es quizá su principal rasgo definitorio, así como la posibilidad de que sea el autor mexicano más premiado en lo que va del siglo: entre 2008 y 2019, ha ganado concursos en doce ocasiones.

El hecho de que el defeño de 35 años tenga un procedimiento tan definido en su escritura se comunica con su ser multipremiado de una forma bastante directa, pues su carrera literaria está enmarcada en la concepción de “libro-proyecto”: una obra definida en términos de “unidad estructural” que haga a todos los poemas tener sentido en un aparato de constricción narrativa, donde los poemas hacen las veces de “capítulos” que al mismo tiempo se resuelven a sí mismos y avanzan el libro. Este tipo de proyectos sirve para acotar algo tan abstracto como la poesía, para hacerla “tasable” en términos de un concurso literario, o en cuanto a la posibilidad de su cumplimiento para una beca, y han devenido en una inundación de obras ejecutadas de manera similar, que dan a la poesía mexicana reciente una apariencia de consistir, en su mayoría, de versiones del mismo libro. La fórmula “personaje + voz personal + secciones con poemas breves numerados = libro de poesía” es ahora tan ubicua que uno podría programar un algoritmo de hacer proyectos literarios con esa estructura, y sacar varias ideas factibles. Todo esto no es para decir que la escritura de Christian Peña se ha agotado con su procedimiento, o que el recurso al “libro-proyecto” es del todo censurable por repetitivo; más bien, a partir del reconocimiento de esa estructura, que caracteriza inmediatamente a su obra, podemos encontrar una grieta por donde analizarla de manera profunda.

En sus primeros trabajos líricos, Peña presentaba una limpieza que lo relaciona con cierta escuela mexicana: trazos de la metáfora lopezvelardiana, de la claridad de oído de Antonio Deltoro y Fabio Morábito, y de la profundidad filosófica atravesada por el recurso formal de Tomás Segovia son las herramientas con las que Lengua paterna (2009) y De todos lados las voces (2010) están formados. En estos libros ya se ven intercambios entre el “yo” y un “tú” abstracto, al que el poema interpela como ejercicio retórico, metáforas en las que el agua, las puertas, las casas, la tierra y el suicidio son protagonistas absolutos, y fragmentaciones sintácticas que son lo suficientemente profundas para llamar la atención, sin generar demasiado sobresalto: “Tal vez el viento se hizo piedra. / Tal vez un vendedor arrepentido.” El mismo año que De todos lados las voces, aparecieron El síndrome de Tourette y Janto, libros donde ya se acusan los recursos formales que definirán el resto de su obra. El primero es eco de una voz entrecortada, violenta, que regresa frecuentemente a las imágenes de César Vallejo para imprecar y responder a una realidad tortuosa; el segundo, definido en una reseña por Pablo Molinet como “un poema de amor atravesado por la tensión de un deseo incestuoso cuya consumación no se puede precisar” (Casa del Tiempo, febrero de 2012), marca el inicio de la búsqueda del monólogo dramático declarado: por medio de voces como Goya, López Velarde, y la presencia de un caballo homérico, el autor desgrana el deseo erótico, la tensión del desear y el decir, y la búsqueda de relacionarse con la historia por medio de la poesía: “Las alas son promesas imposibles. / Las alas enloquecen a los hombres.”

La búsqueda de asir una voz lírica y trabajar desde ella, prefigurada desde el primer libro y materializada con los “Apuntes en la Quinta del Sordo” en Janto, llega a su mejor realización en los siguientes libros. Heracles, 12 trabajos, El amor loco & the advertising (2012) y Veladora (2013, 2018) dan sustancia, por medio del consabido procedimiento estructural, a las mismas preocupaciones, a la tensión erótica y a la violencia, por medio de recursos ya bien manejados por su autor, los cuales fueron premiados satisfactoriamente. También capturan la maduración de sus poemas en prosa, los cuales serán de gran importancia para la que acaso sea su obra capital: Me llamo Hokusai, ganadora del premio Aguascalientes, y el libro en el que todas las olas generadas por una carrera joven, prolífica y diestra llegan a su quiebre. El libro combina, en un espíritu cercano al de De cómo Robert Schumann fue vencido por los demonios de Hernández, la biografía del maestro del ukiyo-e, la historia reciente de un México herido por la violencia, y el cuerpo herido de una persona con cáncer. Este juego de voces, de perspectivas, y las complejas piruetas entre verso y prosa que dan una textura acuática al libro hacen que Me llamo Hokusai muestre todas las cosas que brillan en la obra de su autor, explotan sus recursos para crear algo que bien podría ser el “libro-proyecto” para acabar con todos los libros-proyecto, aun sin soltar todas las herramientas que ha aprendido desde Janto, cuando se metió al pozo con López Velarde. “Los ahogados son azules y bellos.” “Un cangrejo es siempre una cuenta regresiva.” “Sueño que me miras dormir y pronuncias mi nombre.” Hilar Puerto Vallarta con Yokohama, la vida anciana de Hokusai con la presente de la voz poética y, al mismo tiempo, referir a un presente doloroso e intenso, es el gran logro de ese libro. Y por ello, levanta la ineludible pregunta: ¿cómo seguir escribiendo después de llegar a esa resolución de recursos, a esa soltura, sin que el próximo libro se vea como simple regurgitación?

La respuesta de Christian Peña a tamaño reto es Expediente X.V., libro que a finales del año pasado ganó el Premio Iberoamericano Bellas Artes de Poesía Carlos Pellicer, consolidando (más) a su autor en nuestras letras. Este libro se presenta como una especulación alrededor de la muerte de Xavier Villaurrutia, la voz poética convertida en una especie de investigador-detective que aborda la poesía, las calles de la Ciudad de México y, de nuevo, el amor erótico y la pulsión de muerte, para solucionar un misterio. Dados su profundidad conceptual y el interés en darles un twist a las estructuras propias, el libro se esfuerza por mantenerse como “poesía”, lindando con los géneros híbridos de usanza anglófona por autores como Wayne Koestenbaum, Maggie Nelson o Claudia Rankine. Las partes más poderosas, ahora, escapan del estilo “libro-proyecto”: son los fragmentos en prosa, donde se conjetura el interior de Villaurrutia al momento de su muerte y se presenta a la voz poética en desnudez e intensidad; las “Notas del investigador” y los poemas al margen que, en cambio, presentan el estilo clásico de Peña, incluso repitiendo las metáforas de mares, ahogados y enfermedades de Hokusai, se perciben como descansos, adendas que poco contribuyen al juego de la investigación, y acaso solo estén ahí para hacernos recordar que estamos frente a un libro de poesía. ¿Será que esta insistencia en concebir el libro de poemas como “proyecto unitario” que “tiene un hilo narrativo” lo está limitando? ¿Será que Peña, artista prolífico por donde se lo vea, está empezando a estre- charse en sus propios atavismos?

Expediente X.V. es, a fin de cuentas, un experimento necesario para que la obra de su autor pase a una nueva etapa. Lo más prometedor de su trabajo, ahora, está en la hibridación y en la experimentación con nuevos recursos; los anteriores, las estructuras ceñidas y su concepción de poemario, quedan soterrados bajo la curiosidad que provoca su aproximación a los documentos, sus juegos con la historia y sus maneras de relacionar el pasado con nuestro presente. Este libro, por sus recursos históricos y literarios, me recuerda más a novelas como Lincoln en el Bardo, de George Saunders, o La luz negra, de María Gainza, que a una búsqueda poética estructurada en los términos a los que Peña nos tiene acostumbrados. Con su juventud y los doce premios que lleva bajo el brazo, este es el momento preciso para que nuestro poeta se libere de las constricciones que ha creado en su propia escritura, tanto por voluntad como por las tendencias del reducido mercado de la poesía, e indague aspectos nuevos de su práctica. Esto importa también a quienes intentamos escribir poemas en México: ¿qué hacemos con nuestros límites establecidos por moda o costumbre, cómo abordamos las estructuras que se han normalizado durante décadas, y qué otras formas de hacer se nos ofrecen desde la poesía? ~

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(Naucalpan, 1994) escribe poemas y ensayos. Su primer libro, Fracción continua, fue publicado por el FOEM en 2022.


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