¿Qué hacemos con el pop?

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A principios de 1890, Emile Berliner comenzó a vender un maravilloso aparato llamado gramófono que reproducía música utilizando discos. Con este producto le había ganado la carrera a Edison y a su fonógrafo que usaba cilindros de cera. El famoso inventor decidió seguir vendiendo fonógrafos y no se retiró a lamerse las heridas hasta 1929, cuando Berliner ya había perdido su compañía por culpa de la piratería (que, como se ve, nació casi al mismo tiempo que los discos).

A Berliner no solo le debemos el logo más famoso de la historia de la grabación –el perro escuchando un gramófono– sino también el nacimiento de la industria musical discográfica. El punto más alto de esta industria apenas duró treinta años, pero transformó la manera en que el ser humano escuchó música durante la segunda mitad del siglo XX.

El éxito de los discos es inseparable del desarrollo del pop. En Yeah! Yeah! Yeah! (publicado en español por Turner y cuyo título en inglés es tan extenso como la historia misma del pop: The story of pop music from Bill Haley to Beyoncé), Bob Stanley desarrolla un relato que incluye casi toda la música anglosajona grabada desde 1955 hasta la irrupción de Napster y el intercambio entre usuarios a principio del nuevo siglo. El autor explica que la palabra pop abarca todo aquello que fue comercializado masivamente y aparece dentro de las listas de éxitos inglesas y estadounidenses. De esa manera, no incluye al jazz ni tampoco la world music o la música instrumental de cámara o la ópera ligera, a pesar de que hay varios discos de estos géneros que ingresaron en algún momento a los llamados charts.

El centro fundamental del pop, según Stanley, puede establecerse en este estira y afloja entre la calidad de la música y su masificación. La originalidad no se encuentra necesariamente en la ecuación porque si algo caracteriza a este género es la repetición, lo cual, por supuesto, no le resta calidad. De hecho, para Stanley, el reciclaje constante en el pop es necesario para su supervivencia. Desde las canciones de rock and roll de los cincuenta hasta la fusión del hip hop con el rhythm and blues de los dos mil, repetir estructuras armónicas y bases rítmicas no puede separarse del éxito de la música pop. Una vez entendido esto, uno puede dimensionar las demandas por plagio que abundan en la industria de la música. Detener el reciclaje es darle el tiro de gracia al pop moderno, que ya se encuentra agonizando desde que internet cambió las reglas del juego.

Uno de los temas que recorre este libro, y, por ende, la historia del pop, es el formato en que se comercializó la música por más de treinta años: el sencillo de siete pulgadas y 45 revoluciones, que finalmente obligó a los músicos a utilizar tres o cuatro minutos para decirlo todo. Concebido como una lucha al interior de la lista de éxitos, el pop comenzó a tambalearse cuando los elepés de 33 revoluciones desplazaron la venta de sencillos. Y más todavía cuando los discos conceptuales hicieron su aparición, en la medida en que obligaron al consumidor a escuchar elepés enteros para comprender por completo qué es lo que querían decir los músicos.

Con la desaparición masiva del elepé y el último coletazo que significó el cedé, escuchar discos ahora significa vivir en la decadencia. Nadie oye discos completos de pop y raramente se habla de esos discos como obras en sí. Algunos podrían argumentar que el primer disco de Lorde, Pure heroine, vale la pena, pero es casi la excepción que confirma la regla. ¿Qué son Britney Spears, Beyoncé, Rihanna o incluso grupos como The Killers y similares sino una sucesión interminable de videos musicalizados con sencillos?

La lectura de este libro –y del legendario Awopbopaloobop Alopbamboom, de Nik Cohn– me ha hecho pensar en la función de la crítica y hasta dónde podemos llevar el esnobismo musical.

En esta misma revista se han reseñado películas que son evidentemente producto de la industria hollywoodense pero, en cambio, el pop casi no ha aparecido en sus páginas. ¿Se trata de mero esnobismo? ¿Por qué El renacido recibió una reseña completa, pero Lorde apenas una mención de pasada en un artículo sobre Nirvana? ¿Hasta dónde Lorde es tan superficial que es mejor no atender su música? Kanye West representa, como dice Bob Stanley, “las tensiones y paradojas que conlleva ser una superestrella del hip hop con conciencia social y empresarial en el siglo XXI”. ¿Eso no es suficiente para traer su nombre a colación cuando se habla de cultura?

Si damos por cierta aquella perspectiva que nos dice que ya existen demasiadas publicaciones ocupándose del pop, quizás estaremos aceptando que quienes hacemos crítica musical estamos o ya viejos o empecinados en que toda la música deba llevar consigo cierta complejidad intelectual. ¿Qué hacer entonces? El libro de Bob Stanley reivindica el peso cultural del pop y explica la influencia social de sus productos, por ejemplo, de las canciones punk o lo lejos que ha llegado la música electrónica sin que le hayamos prestado mucha atención en las revistas culturales. Explica con claridad que toda la historia del hip hop es mucho más importante que el último disco del jazzista Brad Mehldau. Y me duele admitir que es verdad.

Respecto a qué hacer con el pop, las opciones son limitadas. Podríamos quedarnos en el reducido mundo de la música “para conocedores”, redoblar esfuerzos para despreciar todo el pop que no parece aportar nada al arte. O tal vez sea una mejor opción dejarse llevar por el ritmo y solo bailar, como lo hacen millones en este mundo, al son de la última canción de la última cantante del último momento. Al final, el pop es eso, divertida volatilidad inasible. ~

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(Torreón 1978) es escritor, profesor y periodista. Es autor de Con las piernas ligeramente separadas (Instituto Coahuilense de Cultura, 2005) y Polvo Rojo (Ficticia 2009)


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