Carlos Granés
Salvajes de una nueva época. Cultura, capitalismo y política
Madrid, Taurus, 2019, 204 pp.
La primera virtud de Salvajes de una nueva época reside en la sencillez y la claridad de la doble hipótesis que defiende. Según Carlos Granés, en los últimos años, habríamos entrado en la fase final del proceso mediante el cual el arte de vanguardia, compañero de ruta de los principales movimientos políticos del siglo XX, habría acabado sellando sus nupcias con los agentes del mercado y habría renunciado así a su fuerza subversiva. Simultáneamente, y en estrecha relación con este naufragio, estaríamos asistiendo en la Europa actual (en especial, en España) a un regreso de discursos y gestos políticos extremosos que, como en una suerte de remake de los años treinta, parecieran inspirarse justamente en el viejo repertorio vanguardista, aunque no se presenten ya bajo las banderas del comunismo o del fascismo sino más bien de un difuso “populismo”.
Se habrá entendido: diálogo de tiempos y de temas, la propuesta articulada y bifronte de Granés constituye, básicamente, una indagación por el sentido del momento contemporáneo que trata de encontrar sus referencias históricas en el siglo pasado, como es frecuente en tantos ensayos, artículos y polémicas sobre nuestro presente. De ahí que, si lee entre líneas, el lector advertido no pueda menos que reconocer un cierto aire de familia entre las dos problemáticas de Salvajes de una nueva época y otros debates sobre la actualidad que, de cuando en cuando, ocupan a nuestras opiniones públicas. El primero es la famosa querella del arte moderno y/o contemporáneo, una disputa que opone recurrentemente a creadores, galeristas, críticos, instituciones y públicos en torno al valor de ciertas obras o en torno a la función misma del quehacer artístico; luego, hay que mencionar la discusión sobre el radicalismo y la radicalización del lenguaje político hoy, una creciente preocupación por la deriva de muchas estrategias de comunicación que ya no apelan a la razón sino a los afectos en pos de una adhesión a la figura del líder y de un lugar visible (o audible) en un espacio mediático constantemente saturado. Con una prosa amena, Granés trata de tejer una fluida trama entre todos estos fenómenos a lo largo de los dos capítulos en que divide su libro: “El salvaje se hace capitalista (tensiones entre la cultura y el mercado)” y “El civilizado se hace salvaje (estrategias artísticas en la política)”. Aún más, al filo de la lectura, y como en un juego de espejos, iremos descubriendo que la una refleja los argumentos de la otra y que ambas convergen hacia una síntesis que quiere ofrecernos una visión más nítida de la incierta época que nos ha tocado vivir.
Es imposible escribir en esta revista sobre el primer capítulo sin citar a Octavio Paz. Allá por los años setenta, en las conferencias de la cátedra Charles Eliot Norton de Harvard que habrían de editarse bajo el título de Los hijos del limo. Del romanticismo a la vanguardia (1974), el nobel mexicano no solo nos enseñó a muchos a apreciar la importancia de los movimientos vanguardistas en el desarrollo de la cultura y las sociedades del siglo XX, sino que fue también uno de los primeros en dar cuenta de su crisis y la del proyecto artístico de la modernidad: “Hoy somos testigos de otra mutación: el arte moderno comienza a perder sus poderes de negación. Desde hace años sus negaciones son repeticiones rituales: la rebeldía convertida en procedimiento, la crítica en retórica, la transgresión en ceremonia. La negación ha dejado de ser creadora. No digo que vivimos el fin del arte: vivimos el fin de la idea de arte moderno.” Paz le ponía cursivas a esta última frase, abriendo la discusión hacia otro territorio donde el problema tocaba a la definición misma del arte, o mejor, a nuestra definición del arte como práctica social y cultural. Granés no se plantea esa posibilidad. Su crítica se centra esencialmente en una denuncia de la inautenticidad e ineficacia de los gestos libertarios de muchos artistas contemporáneos –de Ai Weiwei a Banksy y de Milena Bonilla a Renzo Martens– y, a través de ella, trata de dar cuenta del proceso que ha llevado al arte desde una lógica subversiva contra el mundo burgués hasta la configuración actual en que la misma extremosidad se integra dentro del orden económico y es aceptada, sostenida y aun suscitada por las instituciones y los nuevos patrones de producción dentro de un inmenso mercado global. Para ser sintéticos, y citando aquel viejo y sabroso título de Rainer Rochlitz, digamos que el ensayo nos narra los avatares del arte contemporáneo entre subversión y subvención. Granés escribe: “convertidas en simples mercancías culturales, las obras llegan al público con el cablecito rojo suelto, desactivadas. Pueden divertir o aburrir; jamás estallar. En ellas ya no se buscarán fuentes emancipadoras, visiones utópicas, expresiones de inconformismo o rebeldía. Ni siquiera indagaciones en la complejidad humana o análisis de las pasiones. La cultura queda reducida a un espectáculo que llena las horas muertas o que marca el cronograma de las visitas turísticas…”.
Al final de este primer capítulo, que casi no deja títere con cabeza, el lector se queda con una serie de preguntas no poco estimulantes y para las cuales tendrá que armar por sí solo una respuesta: ¿desde qué exterioridad del capitalismo podría pensarse actualmente el lugar de las prácticas artísticas cuando se asiste a tal integración de arte y mercado? ¿Cómo y desde dónde situar la crítica de la autenticidad y el valor de las obras contemporáneas, cuáles serían los patrones positivos que orientan dicha crítica, o los modelos que habría que seguir o perpetuar para plasmar no ya el pasado sino el momento estrictamente contemporáneo? ¿Y qué pasa con la definición del arte, como señalaba Paz? ¿Podemos seguir trabajando hoy con la misma caracterización que en el siglo XX, o aceptamos que los productos estéticos son objetos históricos sometidos a variaciones contextuales a menudo bastante radicales, como el gusto de los públicos y sus horizontes de recepción? Quizás la segunda gran virtud de Salvajes de una nueva época es la de llevarnos a reflexionar sobre estas cuestiones e invitarnos implícitamente a contrastar las opiniones de Granés con otros trabajos sobre la situación del arte contemporáneo, como los de Graciela Speranza en América Latina o Nathalie Heinich en Europa, o incluso con las tesis del último Lipovetsky, el de La estetización del mundo. Vivir en la época del capitalismo artístico.
En la segunda parte del libro, la argumentación se apoya en una detallada narrativa de la emergencia del partido Podemos y de las aventuras y desventuras del proceso independentista catalán. Granés interpreta ambos fenómenos a través del cada vez más frecuente paralelismo entre nuestro presente y los años treinta, un cotejo que se apoya con sutileza en la pintura de un estado de permanente guerra civil comunicativa. Efectivamente, tanto nosotros como nuestros antepasados nos hallamos inmersos en una especie de guerra de palabras e imágenes cuya finalidad es erosionar los marcos institucionales de la política, polarizando opiniones, alimentando resentimientos y haciéndoles creer a unos y otros que basta con las voluntades conjugadas de los líderes y el pueblo para crear instantáneamente un horizonte de futuro. Mirándonos en aquel espejo, Granés insiste en la importancia del papel de las vanguardias en esa agitada antesala de la Segunda Guerra Mundial y en el rol del mundonovismo en la formación del mito de una América Latina primitivista, cuya sangre joven y bárbara debía redimir a Europa. Luego se pregunta y nos pregunta si es muy distinto el camino que, a principios del siglo XXI, lleva de Chávez a Iglesias, o sea, del buen salvaje al buen revolucionario, para decirlo con el título de Rangel.
Acaso falte en este cuadro comparativo el clima de un “fin de fiesta” que produjo la crisis del 1929 en los años treinta y que la crisis del 2008 sigue proyectando sobre nuestro presente. Bien nos recordaba recientemente Yuval Noah Harari que el ascenso de movimientos iliberales por todo el planeta es, en gran parte, una consecuencia directa de la pérdida de credibilidad del relato liberal. Granés no entra en esta discusión, pero sí desarrolla otra no menos urgente y cuyas conclusiones constituyen probablemente el mayor aporte del ensayo. Me refiero al análisis de la estrecha correlación entre la estetización y la radicalización del discurso político en el momento contemporáneo. En efecto, escandalosas, provocadoras y siempre transgresivas, las estrategias de comunicación de un Chávez, de un Trump o de un Salvini parecieran copiar los ruidosos métodos de muchos artistas de antaño y de hogaño. Pero, como bien nos advierte el colombiano, a la manera de una experiencia estética, hacen también algo bastante más peligroso: llevan sistemáticamente la disputa política al terreno de las emociones y replantean la discusión pública fuera de los marcos institucionales, en términos casi privados y personales, como un asunto de individuos y subjetividades, de adhesiones o rechazos, de me gusta o no me gusta, de conmigo o contra mí.
Salvajes de una nueva época nos ofrece una original perspectiva crítica para interpretar esta y otras inquietantes derivas del momento actual y, sobre todo, nos invita inteligentemente a alimentar y mantener vivo el debate en esta hora recia. ~