Parece que hay menos sexo cada día. Que se hace menos el amor, o como se llame. Archives of sexual behavior de agosto pasado. Hay estudios y encuestas en Google sobre este declinar. Vid. el artículo de Martín Caparrós en EPS del 7 de diciembre sobre la expresión “Hacer el amor” como marca de los setenta.
Encuestas exhaustivas apuntan a un descenso de sexo, de hacer el amor, en USA y Gran Bretaña. Parece lógico: el tiempo se ha comprimido, acelerado. La expresión “un polvo rápido”, tan bien traída o acuñada por Henry Miller en Primavera negra, se ha quedado sin tiempo. Cada segundo se ha monetarizado. O, con más precisión: cada segundo se ha financiarizado. Ver en la web Visual capitalist lo que abulta el dinero, el capital financiero, los derivados, ¡la deuda mundial!: te cansas de hacer scroll.
Cada segundo es dinero… o deuda. Aunque esa unidad, el segundo, queda ya antigua. El dinero/tiempo se mide por milésimas de segundo. Los deportes han consagrado ese tiempo invisible, siempre susceptible de ser dividido y fragmentado (tortuga de Aquiles). La milésima es popular. ¿Cuánto gana Warren Buffet en una milésima? ¿Amancio Ortega, Serguéi Brin & Larry Page, Carlos Slim, Jeff Bezos, Mark Zuckerberg…?
Pero la milésima también se queda larga para la velocidad de las máquinas, que en eso, en el aprovechamiento del tiempo, ya han desbordado al humano, reducido (o aumentado) a mera asociación de bacterias y algoritmos. Los mercados compiten por rentabilizar los nanosegundos, inversiones de alta frecuencia (HFT). Y la publicidad, también. Y eso que todo funciona, todavía, con ceros y unos. La computación cuántica está al caer. Ya se puede comprar el ordenador cuántico, aunque es un poco caro. Abolirá el tiempo.
En esta vorágine es inconcebible hacer el amor, o pensar en ello. Es un despilfarro incalculable. La aurea precaritas que nos aflige es una de las causas que aportan los analistas. Otra, la proliferación de pantallas. Otra, la competición íntima por sobrevivir y ganar tiempo, incluso, o especialmente, en la pareja. La hiperconexión se caracteriza por ser siempre ocio/negocio, en la misma milésima. Todo vale, todo es vendible, empeñable, copiapegable y reenviable. Un estado alterado que se come al sexo, aunque todo es sexo, o precisamente por eso: el touch es la vida, la excitación, la expectativa (Expectativas se titula lo último de Bunbury: “Si te abrazo no tengas miedo”). La pantalla es dinero. Nada es no-dinero. El amor es dinero. Tiempo de dinero. Ver series es rentable. De alguna manera nos hemos convencido de eso, quizá es verdad. Cada milésima debe producir su propio beneficio, la partícula más pequeña ha de ser rentable ahora, y ahora, y ahora. El ocio es inversión. Esta frase tiene que vivir sola, hacer dinero, engendrar derivados, traer bitcoins a casa.
La encuesta “Declines in sexual frequency among American adults, 1989–2014”, publicada en noviembre, cuesta 42,29 dólares. Y se ha descargado 3.200 veces. La info sexual es un acto sexual (como todo lo demás). La info sexual es rentable. Se acaba la época de las encuestas: mentimos, y sobre todo nos mentimos, cómo vivir sin la ficción diaria (“El mundo se encarga de asesinar tus sueños”, Bunbury, Expectativas). Pronto no habrá que preguntar nada, los datos, en la muñeca, en el chip subcutáneo o adhesivo de control, estarán disponibles… Cada orgasmo será registrado. Aquello de García Márquez: “uno viene al mundo con sus polvos contados”. El big data nos dirá en tiempo real el estado del amor en el mundo. Datos. De pago. Ya se va a obligar a registrar el adn de los perros. Ya puedes monitorizar una flota de camiones (espacioseuropeos.com: “en internet un investigador puede encontrarse cerca de cuarenta millones de vehículos industriales, los cuales se pueden localizar y controlar en tiempo real sin necesidad de conocimientos avanzados debido a su mala configuración. Estamos hablando de dispositivos que no requieren un usuario y contraseña para conectarnos a ellos y controlarlos de forma remota”).
“Cuesta medio segundo que las señales lleguen al cerebro desde los ojos, los oídos, la boca, la nariz, las puntas de los dedos. El cerebro recibe todas esas señales en momentos distintos, y luego tiene el difícil trabajo de unirlo todo para producir una idea coherente de la realidad. El resultado es que nunca experimentas el momento que está ocurriendo ahora. En vez de eso, experimentas una versión del mundo que ocurrió hace medio segundo, aproximadamente.” (David Eagleman entrevistado por Daniel Gascón en Letras Libres, agosto 2017).
Ese medio segundo hay que añadirlo a la infinita velocidad de las máquinas, que procesan en nanosegundos, las máquinas de los mercados. La Ley de Moore rige para los chips, no para el amor.
En el mundo pos Harvey Weinstein hay un detalle de El guateque, Blake Edwards, 1968, en que Peter Sellers desbarata una escena explícita de acoso sexual de un productor a la aspirante a actriz. La película, no solo por eso, mejora con el tiempo.
Hoy Boris Izaguirre no podría iniciarse en el sexo a los diez años con un desconocido que merodea en coche por un descampado de Caracas, tal como cuenta en su magnífico libro Fetiche (Espasa, p. 21): no podría porque a sus diez años estaría con el móvil, urgido por la milésima y el futuro, tan derivado.
Quizá esa demora de medio segundo podría salvarnos. Visto desde la velocidad y la monetarización que nos hostigan –¡islas de plástico, tapones de toallitas húmedas!–, ese retraso del cerebro parece un recurso de la evolución para ganar tiempo e inventar cualquier cosa. Quizá dé tiempo a hacer el amor. ~
(Barbastro, 1958) es escritor y columnista. Lleva la página gistain.net. En 2024 ha publicado 'Familias raras' (Instituto de Estudios Altoaragoneses).