Uno de nuestros más destacados historiadores se ha animado a escribir un libro original sobre un tema fascinante: la influencia que ejerció en España la cultura norteamericana de masas en las décadas de los veinte y treinta del siglo pasado. Esa recepción tiene lugar en el marco de la contradictoria modernización de un país que pasa de la monarquía a la república, mediando sucesivamente una dictadura y una dictablanda, antes de enzarzarse en una sangrienta guerra civil que anticipa la segunda contienda mundial y sin embargo llegaba –si se considera que la Revolución rusa había tenido lugar en 1917 y Mussolini tomó el poder en 1922– a destiempo. Pero la asimilación española de aquella incipiente cultura de masas, que se expresa en fenómenos tales como los rascacielos, el cine o el jazz, solo puede entenderse cabalmente si se conoce el país a donde llegan: su historia reciente, sus corrientes ideológicas, sus transformaciones sociales. De ahí que Juan Francisco Fuentes ofrezca aquí mucho más que un documentado y ameno estudio sobre la influencia estadounidense en la España del primer tercio de siglo; su libro es asimismo una completa síntesis de la trayectoria de nuestro país entre finales del siglo XIX y el estallido de la Guerra Civil.
Explica Fuentes que tuvo la idea de hacer el libro mientras escribía La generación perdida (Taurus, 2022), que gira en torno a una encuesta realizada por el periódico El Sol en 1929 donde se preguntó a un conjunto de jóvenes españoles por sus gustos y opiniones. Las respuestas daban cuenta de la relevancia de la cultura americana en la conformación de sus expectativas vitales, en claro contraste con la visión negativa de los Estados Unidos reinante entre quienes vivieron la derrota en la Guerra de Cuba como un desastre nacional. Aquella juventud optimista estaba fascinada con el estilo de vida norteamericano; al menos, por lo que del mismo se traslucía en los productos culturales que llegaban a España. Y ello al margen de ideologías: también los simpatizantes de izquierda consideraban a Estados Unidos un país más dinámico e interesante que la plúmbea Unión Soviética de Lenin y Stalin. Todo eso cambiaría con el franquismo primero y la Guerra Fría después; el capitalismo yanqui se convertiría en una amenaza contra las esencias patrias y en enemigo jurado del comunismo oficial. Durante el periodo de entreguerras, sin embargo, produjo un “efecto fulminante” sobre la cultura española en el momento de su rejuvenecimiento. En estas brillantes páginas encontrará el lector interesado todo lo que necesita saber al respecto e incluso un poco más.
Y lo primero que debe saber es que el federalismo norteamericano despertó el interés de los federalistas españoles a mitad del siglo XIX, cautivados por aquella utopía democrática que los liberales peninsulares preferían rechazar por su aparente tendencia al desorden. En todo caso, fue la Guerra de Cuba la que modificó la percepción del gigante americano: España pasó a verse de golpe como ejemplo paradigmático de las dying nations teorizadas por lord Salisbury, derrotada con facilidad por una potencia emergente llamada a dominar el nuevo siglo. Fuentes ha hecho un completo trabajo de archivo y se complace en ofrecer una visión detallada de las reacciones de los distintos sectores sociales a la derrota bélica; aunque habrá quien encuentre su método demasiado prolijo, es la acumulación de materiales la que proporciona densidad al conjunto y permite al lector sumergirse en la época que se le describe. Aprendemos así que la expresión despectiva “Yanquilandia”, que tendría éxito y larga vida, aparece por vez primera en un artículo de Mariano de Cavia publicado en abril de 1898: el término era sin embargo invención de un indignado lector anónimo que resultó ser nada menos que don Miguel de Unamuno.
Señala el autor que el desastre cubano generó un nacionalismo español ajeno a la nación de ciudadanos de cuño liberal al tiempo que el People’s Party liderado por William Bryan inventaba el populismo al otro lado del charco. También surge entonces un fenómeno españolísimo: el nacionalismo periférico de carácter identitario –en el País Vasco y Cataluña– que detesta a una España identificada con el pasado e incapaz de replicar el éxito de potencias como los rutilantes Estados Unidos. Tal era la potencia simbólica del sueño americano, que el resto del mundo temía su “americanización”; el debate consiguiente sobre sus bondades se reprodujo en una sociedad española que se modernizaba a buen ritmo pese a sus disfunciones políticas. Son del máximo interés los testimonios de los españoles que emigraban a Estados Unidos y escribían a sus familiares, asombrados por las diferencias que encontraban con nuestro país, al igual que la peripecia de artistas e intelectuales que hicieron las Américas con éxito desigual: el famosísimo Blasco Ibáñez, el reputado Sorolla, los más discretos Juan Ramón Jiménez o José Castillejo.
Fuentes identifica con acierto el papel determinante que juega en este proceso la moral hedonista inherente al American way of life, que invitaba sin ambages al consumidor a pasarlo bien con objeto de olvidar la dureza inevitable de la vida cotidiana. Otra cosa es que esa invitación pudiera aceptarse, como señala el autor: “Conviene distinguir entre la incidencia, muy limitada, de la americanización en la vida real de los españoles y la poderosa influencia que tuvo en sus fantasías colectivas.” Si uno vivía en Plasencia, quizá no podía pasar la noche en un “bar americano” escuchando a una banda de jazz y bebiendo Coca-Cola, pero eso no le privaba de desearlo. No en vano, se hablaba de la Gran Vía madrileña como de una réplica de la Quinta Avenida de Nueva York pese a que los rascacielos de nuestra capital eran pocos y de menor envergadura que los de Manhattan. Dicho esto, Fuentes destaca la pujanza de nuestras ciudades medianas y pequeñas en el primer tercio del siglo XX: así que cuidado con Plasencia.
Una parte importante de la agenda del ocio estadounidense tenía que ver con el cine, o sea con aquel Hollywood de los pioneros que el escritor ruso Iliá Ehrenburg –recurrente en estas páginas– había bautizado como “la fábrica de sueños”. La joven industria norteamericana supo competir con el también pujante sistema francés; las películas de Chaplin fueron mucho más populares que los seriales de Louis Feuillade y Hollywood supo explotar las pasiones que despertaba la vida privada de sus estrellas. El exotismo del western o el cine de aventuras, los clásicos tempranos de D. W. Griffith y, por supuesto, el popularísimo Charlot: Fuentes no solo da cuenta de la entusiasta reacción que provoca este nuevo imaginario en el público español, sino que dedica páginas absorbentes a rastrear su formidable impacto sobre los autores de la Generación del 27. Aquella “generación del cine y los deportes”, como la llamó Luis Gómez Mesa, abrazó el cine mudo con fervor y lo asoció con el cultivo de la vanguardia poética. Además de dividir sus afectos entre el Charlot de Chaplin y el Pamplinas de Keaton, saludaron la llegada del jazz y se abandonaron a un optimismo que la Gran Depresión –así como la profanación que para muchos supuso el cine sonoro– vino a cortar en seco.
La radicalización ideológica que definiría la década de los treinta en España convivía con la penetración del imaginario estadounidense; la segunda mitad del libro constituye un verdadero tour de force en el que se alternan e imbrican el cine sonoro y la proclamación de la II República, las noticias sobre el New Deal y la Revolución de Octubre, el protagonismo de un nuevo tipo de mujer en las comedias screwball y la violencia contra los adversarios ideológicos. Son reveladores los pasajes en los que el autor rastrea el influjo del cine de gángsters de comienzos de los años treinta en el lenguaje político español: del “gangsterismo” al “paseo” durante el que se ejecuta al condenado. Y, al igual que sucede con el contraste entre el viaje de Alfonso XIII a Las Hurdes y el famoso documental de Luis Buñuel, el libro del citado Ehrenburg sobre España sirve a Fuentes para poner de manifiesto la distancia que mediaba entre la España posible y la España real. Cuando llega la guerra que casi nadie quiso o supo evitar, Hollywood se puso del lado de la República, lo que tal vez ayude a explicar la popularidad de la cultura de masas norteamericana en la retaguardia republicana. ¿Acaso el mono azul de los milicianos se inspiraba en el peto que Buster Keaton lucía en alguna de sus películas?
Es comprensible que los intentos del primer franquismo por desamericanizar el ocio y la cultura apenas lograsen su objetivo. Y aunque luego vendrían la entente anticomunista y el señor Marshall, el antiamericanismo conservador no ha desaparecido del todo. Claro que también la izquierda ha mantenido hasta hoy una relación ambivalente con “Yanquilandia”, hacia la que suele dirigir más reproches que alabanzas: todavía hoy exigimos a las ciudades estadounidenses que sean como las europeas. Quien desee conocer las raíces históricas y culturales de ese fenómeno, conociendo mil y un divinos detalles por el camino, tiene ya libro de cabecera. ~
(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).