Trescientos años en la isla

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Cada hombre puede ser una isla, de acuerdo, pero ¿qué puede hacer un hombre encerrado en una isla? ¿Qué pasa cuando la idea de estar aislado del contacto con los semejantes, rodeado de agua por todas partes, deja de ser una metáfora para convertirse en la perspectiva vital de un individuo durante veintiocho años, dos meses y diecinueve días? La precisión aquí es importante porque, si bien la popularidad de Robinson Crusoe se debe a la fuerza de su idea seminal (el hombre aislado contra su voluntad en un entorno salvaje), el motivo de que trescientos años después nos siga apeteciendo leer La vida y las extrañas y sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe, marinero, de York (1719) quizás sea que Daniel Defoe no tuvo ninguna prisa por extraer conclusiones morales o simbólicas del fascinante punto de partida, sino que se tomó en serio y se propuso jugar hasta el final la partida que le proponía su imaginación.

Tras unas aventuras preliminares donde Robinson Crusoe coquetea con desarrollarse como un drama sobre la providencia (el joven Robinson no cree en el destino, pero teme que al desentenderse del consejo paterno de quedarse en tierra se haya ganado una suerte de castigo, provocado no tanto por la justicia divina como por un temperamento, el suyo, incapaz de medir el alcance de sus fuerzas), Defoe plantea con precisión los estrechos márgenes donde se desarrollará el juego: a su héroe se le permite sobrevivir en la isla a cambio de la condena de la soledad, se salva de la muerte sacrificando la compañía. Defoe suministra a Robinson artilugios suficientes para no regresar al estado de la humanidad salvaje (pólvora, tinta, velas, hierro), pero insuficientes para sobrevivir sin pensar y trabajar a diario.

En este estado suspendido entre la civilización y el salvajismo (Robinson dispone del conocimiento concentrado de siglos de evolución técnica, pero está obligado a fabricarlo todo él) la vida se reduce a un variado despliegue de habilidades manuales: desollar leones, armar balsas, alzar un vallado, construir una tienda, domesticar pichones, coser velas de navegación, secar pieles, fabricar velas con grasa de cabra, afilar herramientas, cocinar carne de tortuga (con su caldo), cosechar y asustar a los pájaros que quieren comerse la cosecha, improvisar una hoz, cocer barro, procurarse una canoa, confeccionar una sombrilla, preparar trampas para animales pequeños, organizar una lechería, excavar cuevas, transformar una barra de hierro en azadón, adiestrar un perro, librarse del exceso de gatos de una camada, producir carbón, secar uvas en pasas, amasar pan (un sueño perseguido durante años), curar fracturas de animales y la joya de la corona: proveerse de una pipa con un buen tiro.

La primera lección que se extrae de este festival de actividad es la materialidad del mundo. Sabemos que la madera nos procura mesas, sillas y barcas, pero los ciudadanos pueden olvidar que su fabricación lleva un tiempo, y desde luego desconocer cómo se fabrican. Robinson se ve obligado a vencer con muchas horas de trabajo la resistencia pasiva de la materia. El ecosistema aislado de la isla no permite el reemplazo casi automático de objetos que define el periodo industrial contemporáneo: cuando la pólvora se termina no podrá volver a disparar, si el viento echa a perder un cercado se verá obligado a construir otro, Robinson no renuncia a su diario cuando le abandona la inspiración, sino cuando se le termina la tinta.

La segunda lección bien podría ser que cuando uno está solo la actividad manual solo progresa asociada al ingenio. No basta con disponer del material para fabricar objetos, también es necesario encontrar en el desván de la civilización (que es en lo que Crusoe va transformando su memoria) las ideas que permitan transformar el material en herramientas de provecho. El caso de la tinta vuelve a ser ejemplar: Crusoe no fabrica más porque ignora cómo hacerlo, de la misma manera que tarda mucho en comprender cómo se construye una sombrilla plegable que le permita protegerse de la mordedura del sol y transportarla cómodamente bajo la axila cuando refresca. El tiempo le ofrece al ingenio una resistencia equiparable a las manos. Crusoe tarda meses en conseguir herramientas que los londinenses de su tiempo tardan minutos en adquirir, y que a la especie le costó siglos inventar: ¿cuánto tiempo invirtió el ingenio para diseñar una hoz con la que sacarle el mejor rendimiento a una siega? En su aislamiento Robinson descubre que el tiempo además de ofrecernos resistencias nos reta a ocuparlo, ¿cómo sería la vida en la isla si se terminasen las actividades manuales? Uno de los perdurables terrores de esta novela se desprende de los acelerones temporales, de la manera vertiginosa con la que Defoe pasa de contarnos unas horas de actividad manual en cuatro o cinco páginas a saltos aterradores que cubren tres, cinco u ocho años: lapsos temporales ocupados por la misma actividad rutinaria, narrativamente intrascendente, espacios de tiempo vacío, estériles para la memoria.

Defoe también explora con una morosidad acorde con el ritmo del relato las consecuencias emocionales y psicológicas del paso de Robinson por la isla. Un sueño y un ejemplar de la Biblia bastan para que cuaje en unos días lo que veintisiete años de vida urbana no lograron: la fe religiosa. La oración anima el espíritu de Robinson al ordenarlo; Defoe insinúa que el vacío social es el medio donde mejor prospera la fe, y aprovecha la vibración irónica para que en medio de la desgracia prenda en Crusoe la conciencia de ser un afortunado: “Toda la aflicción por lo que no tenemos nace de la falta de gratitud hacia lo que nos ha sido dado.” Lo normal sería estar muerto, haber naufragado en una isla infestada de felinos, agonizar sin el apoyo de las provisiones que encontró en el barco. Crusoe convierte su desdicha en una providencia (ahora sí), y así disfruta de los beneficios psíquicos de sentirse bien asistido, de respirar casi como los elegidos, una especie de favorito de Dios.

Desde esa altura Crusoe empieza a sentirse orgulloso de su obra, llega a ver su casa como un castillo, y a imaginarse como el rey del territorio, pero no abandona la esperanza de volver a comunicarse: adiestra a un papagayo, y cuando descubre la huella humana en la arena (nota bene: no es la huella de Viernes) entremezclado con el miedo a la agresión y a perderlo todo brilla el sueño de la compañía renovada con los semejantes.

La aparición del otro (desdoblado en dos tribus de caníbales enfrentadas) altera el tono moral de la novela. Robinson Crusoe no ha cambiado, pero nosotros sí, y es casi imposible no leerlo desde una perspectiva colonial; incluso una mente tan indomable como la de J. M. Coetzee se entrega a lo previsible: “Robinson Crusoe es propaganda indisimulada de la difusión del poder mercantil británico en el Nuevo Mundo y del establecimiento de las nuevas colonias británicas. En cuanto a los pueblos nativos de las Américas y al obstáculo que representan, lo único que hay que decir es que Defoe elige representarlos como caníbales, de acuerdo con lo cual Crusoe les dispensa un tratamiento salvaje.” La última afirmación es como mínimo taimada: Crusoe no trata a Viernes como un salvaje, le salva la vida, le enseña a hablar y permite que prospere una confianza humana antes de permitirle que decida acompañarle o regresar con su pueblo. En sus precarias meditaciones religiosas Robinson roza algunas de las ideas de Montaigne sobre los caníbales: modulaciones distintas de una misma naturaleza humana cuyas costumbres Dios tendrá sus motivos para tolerar. Hasta en dos ocasiones Robinson se niega la adrenalina de tomarse la justicia por su mano. Y, en cualquier caso, si confiamos en el cuento más que en el narrador: ¿qué iba a hacer Crusoe? ¿Pedir perdón por los estragos del imperio? ¿Regalarles la isla deshabitada? ¿Dejarse comer por respeto a las costumbres de la tierra? ¿Abrazar el canibalismo? ~

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