A nosotros, los pequeños del arte, nos gusta todo, pero es lo más común que los grandes artistas se rechacen unos a otros.
Cuentan, el escultor Zadkine entre otros, que Modigliani odiaba los trabajos de Rodin. Juzgaba con desprecio que Rodin era un “vaciador de yeso”. Curioso denuesto, dirás. El arte de Rodin, como la pintura impresionista, escandaloso e incompresible alguna vez, goza hoy de calurosa y universal aceptación. Su encantadora sensualidad deleita por igual al conocedor y al lego. A todos menos a Modigliani.
¿Por qué? Porque para Modigliani la esencia de la escultura estaba en la piedra, en su dureza de piedra preciosa, de “emoción cristalizada”, como decía hermosamente el joven maestro.
Estas ideas las había oído Modigliani del santón de la escultura Constantin Brâncuși, que lo desvió de la pintura, con mucho acierto, hacia la talla directa en piedra. Pero Modigliani, como siempre, tomó y desechó lo que quiso de las ideas de Brâncuși, de quien pensaba que era notable artesano, pero carecía de “poder creativo”.
Las esculturas de Modigliani son una completa felicidad. Por desgracia hizo muy pocas. En 1909 el maestro regresó por hambre de París a Leghorn, su pueblo natal, al sur de Roma. Estaba haciendo esculturas en París y siguió tallando en Leghorn. Hizo ahí algunas, pero un día se disgustó con ellas, algo no salía bien –Modigliani, como todo gran artista, era muy exigente consigo mismo–, y las subió a una carretilla, fue derecho con ellas a un canal cercano y arrojó ahí todas las piezas. Y ahí están todavía, esperando a los buzos que quieran ganarse unos millones de dólares.
Hacía tiempo que Rodin no tallaba piedra, de joven sí trabajó la talla directa de mármol, y dada su casi infinita habilidad para el modelado, ha de haber sido muy apto picapedrero. Pero ya viejo, rico y célebre tenía siempre artesanos tallando el mármol para él, a sueldo, en su taller, y cuando le avisaban que alguien venía a visitarlo, Rodin rápidamente se trasladaba a donde se tallaba, recogía polvo de mármol y lo esparcía sobre su mandil para hacer creer que era él, y no sus ayudantes, quien estaba tallando el mármol y, ya tomada esta providencia, avanzaba a recibir a sus visitas.
En 1910 la famosa y sufridísima poeta rusa Anna Ajmátova llegó a París e hizo amistad con Modigliani, que ahí vivía desde 1906. Éramos muy jóvenes los dos, recordó después Ajmátova, y estábamos aún intocados por nuestros respectivos destinos, nos sentamos en una banca (Modigliani era muy pobre y no le alcanzaba para alquilar dos sillas), y ahí estuvimos, bajo la lluvia, protegidos por un viejo y enorme paraguas, en el Jardín de Luxemburgo, recitándonos poemas de Verlaine. También paseamos bajo la luna por el Viejo París. Modigliani trazó un retrato de su amiga “en el viejo estilo egipcio”, le explicó. El dibujo es magnífico.
Años después, pasada la tremebunda Segunda Guerra, Isaiah Berlin fue a San Petersburgo a visitar a la poeta y pasó la noche con ella hablando y recitando poemas. Cuando el inglés iba a retirarse, Ana le preguntó si sabía algo del pintor Modigliani, que hacía más de veinte años que no veía. Berlin le respondió que sabía que Modigliani había muerto, pero sabía también que era ya un artista famosísimo cuyos cuadros se disputaban los museos. Y Anna sonrió.
Modigliani era apuesto como actor de cine italiano y muy seductor, cuando no estaba borracho. Murió de miseria, alcohol, drogas y bronquitis, el 24 de enero de 1920, tenía 35 años. Un día después, el 25 de enero, su mujer, Jeanne Hébuterne, con quien tenía una hija, se quitó la vida arrojándose al vacío desde un quinto piso. ~
(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.