Una poesía rara

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No cabe duda de que Francisco Cervantes es un poeta raro. Es más, siempre he pensado que es un poeta raro extraviado en un mundo raro. Escribe a veces sin querer de un mundo que bien conoce, aunque sea un mundo aparentemente extraño para muchos: “Escribo muchas veces sin querer,/ cosas que ya en mi ser/ abundan desde hace tiempo”. Es un poeta de todas partes y de ninguna, un auténtico exiliado (en el sentido ontológico) que pertenece a varios territorios (Lisboa, el Tajo, Río, Bogotá, Galicia), pero que es sobre todo un caballero lusitano, un personaje imposible de su querido Camões. Su poesía es, por esta misma razón, un hecho insólito dentro del contexto de la poesía mexicana contemporánea. Pertenece a la estirpe de creadores que ha trasegado en el cruce de las lenguas y los tiempos, que amasa el idioma en busca de vestigios que la conduzcan a extraer alusiones y sueños primigenios. Es la estirpe de los Brodski, de los Conrad, de los Héctor Bianciotti y la Kristeva. La alternancia permanente, a lo largo de toda su obra, de poemas y de versos en castellano y galaico-portugués, no es producto del capricho, la erudición o el ocio, sino consecuencia de un hálito auténtico y una necesidad imprescindible relacionados a un carácter y un espíritu que siempre han cabalgado en los límites de lo heterónomo y la extraterritorialidad lingüística. El poeta siempre es un traductor en busca de su propia voz y en la traducción descubre resonancias y motivos que lo enriquecen definitivamente en el asunto de nombrar y recrear las cosas de la vida y el mundo. Por eso Francisco Cervantes, desde su primer libro Los varones señalados, deja transcurrir naturalmente el aliento de Luiz de Camões, Jorge de Lima y Fernando Pessoa y logra penetrar el sueño del juglar que lo conduce con plena seguridad a una geografía de caballeros del Medioevo que viven a sus anchas sus vidas singulares.
     Cantado para nadie contiene la…

Cantado para nadie contiene la poesía completa de Francisco Cervantes. Ahí se recogen los delirios, las heridas, las sustancias, los tributos, las ciudades, los despojos, las saudades, las celebraciones, las dudas, los escarmientos y los cantos que hollan y abaten por igual el sentir propio, la voz, los gerundios y el intenso transitar que nos agita: “Narro esta historia para escarmiento propio/ yo, conocedor de mi paso escurridizo,/ de mi memoria pantanosa,/ del álgido transcurrir que nos agota./ Amo la niebla a la que me arrojo/ y en la que me sumerjo”. Hay una urgencia secreta del poeta de navegar entre lo indefinido y el no ser, una pasión por no reconocerse en nada y en nadie, sino simplemente dar voz suelta y expresión debida a los seres que lo habitan. Cuando empieza a tomar forma, huye y en esa condición parece encontrar su propia justificación, su propia definición en el contorno fugaz de la ola pasajera: “No soy, no lo parezco, siempre que empiezo/ a tomar forma huyo, borro la faz labrada/ por años y una ola tenaz./ Y al cabo de largo trecho de ser fugitivo/ decido no serlo más. Pronto seré algo/ definido, que es la mejor forma de no/ tener definición”. Cervantes escribe desde un idioma que sabe a delicioso y transparente anacronismo, en un castellano de Medioevo en el que flotan felizmente la sintaxis y la gramática portuguesas o en un portugués en el que se rezuma el más puro castellano. El uso de formas consideradas hoy abolidas otorga a su poesía un cariz muy especial, que la convierte, más que en una postura, en una actitud integral, que no se veía desde los tiempos de Macedonio Fernández. Es el lenguaje el que hace de la poesía cervantina una incursión a los límites, en un claro transitar por los bordes mismos de la identidad.
     ¿Quién es ese viajero estático, ese nómada de reiterados paisajes lusitanos, ese empecinado lector de Pessoa y amigo de poetas de otros lares que le hacen más llevadero el viaje incierto? ¿Quién es ese lisboeta que desde tierras lejanas responde a sus enemigos que lo hostigan amparados en razones de verdugos, que lo señalan por su “altanería con los necios” (como lo indica Álvaro Mutis) y a quienes lanza sus dardos de caballero medieval: “¿Os molesta/ que encuentre en otras tierras/ lo que de mis tierras me debéis?/ Todas las tierras son las tierras/ ninguna son las otras”? Leyendo sus testimonios y saudades se descubre que la vida es un estrecho territorio, donde los sueños pueden extenderse y ser mejor. Ya que existe saudade, puede haber todavía felicidad: las ciudades queridas donde se ha vivido, donde se ha muerto mil veces y renacido, en donde se ha amado sin reparos y en donde se ha asumido la perfecta soledad, en medio de largas calles y avenidas sin final: “Las calles de Lisboa, la Avenida de la Libertad,/ La Plaza de los Restauradores, todo vuelve a mí con la dulzura/ un poco triste de aquello que nos es indispensable/ y no se tiene./ […]/ Doy letra y voz que no aguardé/ a las ciudades y seres que me habitan/ porque son en mí lo que me dieron y no pierdo”.
     Francisco Cervantes siempre ha escrito su magnífica e insular obra al margen de toda corriente y, como lo dijera acertadamente hace muchos años Álvaro Mutis, su “poesía está destinada a convocar a su rededor muy pocos lectores”. Pariente lejano por espíritu y por canto de Velemir Jlébnikov, Cervantes ha construido una obra en donde no se sabe a ciencia cierta dónde termina la traducción y dónde comienza la propia creación, pero eso es algo que no importa, pues lo proteico es algo que no soporta la mentira: “Cuando se está vivo se sueña./ Es posible todo en el sueño, menos el engaño./ Por eso escribí este poema”. Leer a Francisco Cervantes es acercarse a la estruendosa realidad de una poesía rara, es asomarse al espejo, es mirarnos y sorprendernos todavía de nosotros mismos. –

 

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