Imagen: El País

La literatura no funciona así

La representación del presente parece necesitar de filtros que le otorguen a la ficción cierta atemporalidad, cierto carácter extemporáneo, que sitúen la creación artística en un tiempo y un lugar que no son el nuestro.
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Cuando un grupo de productores de Hollywood va a Springfield a filmar la película de El hombre radioactivo, los niños de la ciudad visitan la locación y, sorprendidos, se detienen a mirar algo que les parece atípico: un hombre está pintando, con brocha gorda, dos caballos de manera que parezcan vacas. El diálogo es el siguiente:

– ¿Señor, por qué no usan vacas verdaderas?

– Ah, porque las vacas no se ven como vacas, por eso tenemos que usar caballos.

– ¿Y si quieren algo que se vea como un caballo?

– Pues amarramos un montón de gatos y ya.

Esta lógica de representación fílmica es la misma que hay detrás de la mayoría de películas donde actrices y actores tienen más edad que la de sus personajes. Dos películas nada pretenciosas que he visto este fin de semana sirven de ejemplo. La primera, Easy A (2010), una adaptación juvenil de La letra escarlata de Nathaniel Hawthorne cuya protagonista, Emma Stone (23 años), actúa el papel de una estudiante de High School que no podría tener más de 18 años. La segunda, Timer (2009), una comedia romántica donde la actriz principal, Emma Caulfield (39 años), interpreta el papel de una mujer de 29. Que esto resulte banal es comprensible; como espectadores estamos acostumbrados a la representación de una adolescente aunque el papel corra a cargo de una mujer mayor, de la misma manera en que llamamos “refresco de naranja” a una bebida cuyo color y sabor no es el de la fruta pero que todas las marcas comercializan como si lo fuera.

Estos pactos de la ficción, estas convenciones con que representamos la realidad están ancladas en el concepto de verosimilitud, según el cual –aquí sigo a Aristóteles– el artista habla de las cosas como pudieron haber sido y no como fueron; gracias a esta variante es posible distinguir la representación literaria de la histórica, y aunque trabajos como el de Hayden White (El texto histórico como artefacto literario y otros escritos, Paidós) han demostrado relaciones más profundas entre el discurso histórico y el literario, la dicotomía entre literatura e historia está todavía presente en el imaginario creativo.

Prueba de esto es la reciente entrevista que el diario El País le hizo a Philip Roth con motivo de la aparición de su novela Némesis, en la que el escritor habla de una epidemia de polio que azotó Estados Unidos en la década de los cuarenta. Ante preguntas sobre la relación entre realidad y ficción y sobre la posibilidad de que los atentados del 11 de septiembre afecten la literatura norteamericana, Roth respondió:

“Algunos escritores lo han usado en sus libros. Pero, en general, la literatura no funciona así. Yo tardé 65 años en hablar de la polio y ese es más o menos el margen. El paso del tiempo deja espacio para la cavilación y llega una generación de escritores que pueden capturar el hecho, que no suele ser la misma que estaba en su madurez cuando ocurrió. ¿Cree algo de lo que digo?”

En la misma entrevista, Roth se confiesa poco atento a la literatura de estos días –“No leo novela actual desde hace unos veinte años, solo cosas de amigos. No estoy al día de lo que ocurre”–, y quizá esta falta de actualidad justifica el arbitrario margen de 65 años que se necesita, según él, para que la literatura funcione. Este ejemplo liga la idea de verosimilitud con la idea de empatía, necesaria para justificar las relaciones entre lector y texto, y fundamental para el sustento del pacto de representación artística. Cuando Roth afirma que es necesario un margen de tiempo para representar la realidad, lo que dice es que los acontecimientos se asimilan de maneras diferentes entre una y otra generación de escritores; lo que omite es el punto de vista del lector, y lo que no dice es que el mismo margen parece necesario para que el lector interprete la narración de ciertos acontecimientos.

La representación del presente parece necesitar de filtros que le otorguen a la ficción cierta atemporalidad, cierto carácter extemporáneo, que sitúen la creación artística en un tiempo y un lugar que no son el nuestro. Un ejemplo de esto es la reciente novela de Rodrigo Fresán, El fondo del cielo, en cuya segunda parte se cuenta la historia de un soldado en la guerra de Irak. Curiosamente, el libro fue calificado por su propio autor como una “novela con ciencia ficción”, como si esa representación de algo que sucede ahora necesitara del filtro genérico para aceptarse.

Una excesiva voluntad empática entre texto y lector corre el riesgo de convertir la obra en best-seller, una obra cuyos mundos representados tratan de ser lo más cercanos y fácilmente descodificables para el lector;la negación de este pacto produjo la vanguardia, y de la misma manera en que una vaca no parece una vaca en el cine, al presente hay que restarle cierta actualidad para que lo recibamos como algo contemporáneo.

El lugar común es que la realidad siempre supera la ficción, y me pregunto si es cierto que tenemos que esperar cuarenta años más para escribir el terremoto de 1985, para hablar de acontecimientos; o si, para hablar de objetos, las nuevas tecnologías poco a poco reclamarán un espacio dentro la representación artística para que un personaje con reproductor mp3 o con teléfono celular no rompa con la idea que los lectores tenemos del presente como ese espacio ajeno que no podemos reconocer en nuestras propias ficciones.

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Es profesor de literatura en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia.


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