Vargas Llosa y el fiestón de la cultura

El fuego de la imaginación es el primer tomo de una nueva edición de la obra periodística del autor peruano, que estará regida por las obsesiones y preocupaciones recurrentes del Nobel.
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Desde que un Mario Vargas Llosa quinceañero entrara en el verano de 1952 de la mano de su padre, representante de la corporación Hearst en Perú, a la redacción del vespertino limeño La Crónica para unas prácticas de tres meses en que le tocó cubrir sucesos y se familiarizó con la bohemia de la profesión, su relación con el periodismo no se ha interrumpido. A partir de 1962 comenzó a colaborar con carácter regular para distintas publicaciones, la primera otro diario de Lima, Expreso, que le pagaba con billetes de avión para regresar a su país natal desde París, donde residía.

La caudalosa producción acumulada desde entonces ha dado pie a recopilaciones como los tres volúmenes de Contra viento y marea (Seix Barral, 1986), o los también tres, pero mucho más extensos, de Piedra de toque en las Obras completas para Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores en 2012. En el prólogo a esta última edición, Vargas Llosa recordaba que “pese a los muchos dolores de cabeza que le daban”, siempre le gustó escribir esos artículos que representaban “una vacación, un respiro semanal en la tarea de años que me significaban las novelas, y, también, una zambullida en la actualidad cotidiana, un paréntesis de realidad concreta que me distraía de tantas horas sumido en la ficción el resto de la semana”.

La editorial Alfaguara inicia ahora una nueva publicación de la obra periodística del autor, que, según me cuenta su editor Carlos Granés, se repartirá a lo largo de cinco tomos. A El fuego de la imaginación, que aquí comentamos, seguirá uno sobre Perú, su cultura, su política y su historia, y un tercero con el título tentativo El reverso de la utopía. América Latina y Oriente Medio. Aún por acabar de perfilar quedarían un cuarto sobre “los desafíos de la sociedad abierta”, y otro de trayectoria intelectual. “Se diferencia de la recopilación de Galaxia Gutenberg porque no se rige por la estricta cronología, sino por las obsesiones y preocupaciones recurrentes de Mario; aquellos temas sobre los que ha reflexionado sistemáticamente a lo largo del último medio siglo”, me señala Granés.

Tan solo por el hecho de ofrecernos en su primera entrega una muy amplia selección del periodismo cultural del autor, que es extraordinario, ya valía la pena la iniciativa. Las dos primeras partes, “El arte de la ficción” y “Literatura latinoamericana”, son las mejores y nos permiten calibrar hasta qué punto ese periodismo de Vargas Llosa contribuyó a cimentar la mitología del llamado boom. Contienen algún texto no periodístico, como el célebre discurso “La literatura es fuego”, pronunciado en Caracas el 11 de agosto de 1967 al recoger el Premio Rómulo Gallegos, y donde advertía que en una sociedad lectora el papel social del escritor no puede ser decorativo sino que siempre resultará incómodo. Y también el artículo, tan prescriptor y citado, “‘Cien años de soledad’: el ‘Amadís’ en América”, simultáneo a la publicación de la novela de García Márquez.

Encontramos, desde los inicios de los años sesenta, distintas piezas reivindicativas de la literatura latinoamericana en un momento emergente, y que acotan y personalizan el fenómeno. Junto a los textos panorámicos de carácter ensayístico, brillantes, documentados y admirablemente adjetivados, hay reportajes, entrevistas y retratos de los grandes de la generación anterior y de la suya propia: Lezama Lima; Roa Bastos, con quien comparte un avión de regreso a Paraguay; Miguel Ángel Asturias y Carlos Fuentes, con los que se encuentra en Londres; hallamos la reivindicación de Borges, de Neruda y de Octavio Paz, y un recuerdo de la importancia que tuvieron los críticos, como los uruguayos Emir Rodríguez Monegal y Ángel Rama, estos en un perpetuo desacuerdo que daba color a los congresos.

Notario y exégeta del boom y sus antecedentes, el Vargas Llosa periodista realiza un exhaustivo seguimiento del movimiento que también protagoniza como novelista y que está convulsionando la literatura internacional. Y ya no va a dejar de atenderlo hasta el fin de la trayectoria de sus integrantes, como prueban los bellos textos in memoriam de Julio Cortázar, “La trompeta de Deyá”, o de José Donoso, “La vida hecha literatura”. Pero incluso desde el entusiasmo y la complicidad Vargas Llosa se reserva un margen de distancia. La reseña de La Habana para un infante difunto, por ejemplo, recoge sus reticencias sobre el antiintelectualismo (y el machismo) que plasma a su entender Cabrera Infante.

Son numerosas las piezas que escapan a la clasificación convencional: ¿artículo de opinión, crónica, reportaje, crítica? A menudo una fórmula mixta que ofrece la combinación de todos, con información recabada de primera mano y valoración implícita o explícita; raros son los que no recogen algún posicionamiento. Para ganar expresividad el autor echa mano de sus mejores recursos estilísticos. La cuantificación: cuando relata cómo se gestó Cien años de soledad señala que García Márquez “tenía un manuscrito de mil trescientas cuartillas y una deuda casera de diez mil dólares. En el canasto de papeles quedaban unas cinco mil cuartillas desechadas. Había trabajado durante un año y medio, a un ritmo de ocho a diez horas diarias”. La metáfora: cuando Carlos Fuentes habla de literatura, “parece que estuviera diciendo me saqué la lotería”. El humor sutil: Guimarães Rosa era “un caballero de elegancia algo vistosa (corbatitas michi que se renovaban cada día, zapatos encerados como espejos, ternos muy entallados)”. La enumeración llamativa: las novelas de la generación de Ricardo Güiraldes y Ciro Alegría se poblaron “de indios, cholos, negros y mulatos; de comuneros, gauchos, campesinos y pongos; de alpacas, llamas, vicuñas y caballos; de ponchos, ojotas, chiripas y boleadoras; de corridos, huaynos y vidalitas…”.

Los comentarios literarios de Vargas Llosa tienen presente la biografía del autor analizado y el contexto sociohistórico, desde una posición siempre más próxima a su admirado Edmund Wilson que a la de los críticos de nueva hornada “que parecen detestar la literatura” en la línea de los Barthes, Derrida, Kristeva o Todorov, quienes reciben a lo largo del volumen varios dardos envenenados. El apartado de literatura francesa trae la visión negativa del “Nouveau roman”, la positiva de Maurois o Malraux y la muy fiel de partida a Flaubert y Victor Hugo; la anglosajona al “revoltoso” Norman Mailer, Faulkner por partida doble, Lowry, Paul Theroux o Coetzee; la española, a los autores más próximos al boom (Carlos Barral en su faceta memorialística, Juan Goytisolo, Jorge Semprún), también la irrupción de Javier Cercas. Y la “escribidora” Corín Tellado, con quien comparte jornada en Asturias; el Quijote y Tirant lo Blanch y el descubrimiento tardío de Carmen Laforet. En el capítulo ruso, la producción de Solzhenitsyn o Svetlana Aleksiévich le arrastran a la reflexión sobre el totalitarismo.

Y después, las visitas a las casas de Balzac, Dickens o Boccaccio, y al pueblo-librería galés de Hay-on-Wye; el teatro de Ionesco, Tom Stoppard, Tony Kushner o La Fura dels Baus; el cine de Bergman, Godard, Huston y Cavani; las series televisivas 24 –compara a Jack Bauer y sus compañeros con los mosqueteros de Dumas– y The wire; la pintura de Tàpies o Frida Kahlo y los tiburones de Damien Hirst, “que no tienen nada que ver con el arte, la belleza, la inteligencia, ni siquiera con la destreza artesanal”. La curiosidad de Vargas Llosa es inagotable, como su vigor descriptivo y su sentido crítico, y al acabar el libro, en las mismas palabras que él utiliza tras leerse entera la Obra completa de Alfonso Reyes, “sentimos que la literatura, la cultura, son lo mejor de la vida, que gracias a ellas esta se convierte en un interminable fiestón”. ~

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es escritor y
periodista. Su libro más reciente es Vargas
Llosa sube al escenario (y otros perfiles de
escritores y artistas de los que he aprendido)
(Libros de Vanguardia, 2022)


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