Que vivimos tiempos warholianos se ha dicho desde hace tiempo. Idólatras de la mercancía, devotos de la fama, buscamos ser el publicista perfecto para la marca que somos. Todos seremos famosos durante quince minutos, profetizó Warhol para jugar después con su pronóstico. ¿Será que dentro de quince minutos todos seremos famosos? ¿O que quince serán las personas famosas en el futuro? Nadie se atrevería a cuestionar el influjo de Warhol en la escena del arte de nuestro tiempo. Sus imágenes y sus imitadores están por todas partes. Pero no solamente se percibe su presencia en las galerías y en los museos. Warhol está en el punk y en las revistas que glorifican a los famosos, en los likes de Facebook y en los reality shows, en la autopromoción como forma de vida, en las epidemias de imágenes, personajes, escándalos. Y en la política, el warholismo reina sin adversarios.
Con la convicción de convocar a un profeta de nuestro tiempo, el Museo Jumex se ha entregado al artista de Pittsburgh. En el magnífico espacio de Chipperfield pueden contemplarse las imágenes que han formado el tapiz de nuestro paisaje. Ahí están los colores elementales, los mosaicos de repeticiones, los retablos de famosos, sus chillantes piezas decorativas, sus fallidas estampas de la tortura. Las serigrafías que juegan con los matices de rostros y de flores y que se han convertido en lugar común de nuestra cultura visual. Ahí están sus Jackies y sus Maos; sus autorretratos, sus choques y sus sillas eléctricas. Vale advertir que el visitante no se podrá sacar una selfi delante del azulejo de Marilyns o frente a la pareja de Elvis. Los Warhol son, naturalmente, marca registrada. Tal vez sea frustrante para algunos no encontrarse con las cajas de detergente en las que Arthur Danto identificó el cadáver del arte.
Pero hacerle la visita hoy a Warhol tiene un sabor amargo. De la bobería de sus imágenes queda ya poco caramelo. No hay asombro posible al encontrar lo ubicuo. A Andy no puede contemplársele ya con inocencia. Más que haber hecho realidad su profecía, sufrimos su maldición. Si vivimos tiempos warholianos es porque vivimos tiempos trumpianos. Acercarse a esos retablos es advertir la fundación de la idolatría que nos oprime. La dictadura de la fama, la ablación de la crítica, la trivialización del horror. ¿Por qué sentía atracción Warhol por Mao? ¿Por qué hizo decenas de versiones de su retrato? ¿Por qué pasó su estampa por morados, azules, amarillos, rojos y verdes? ¿Por qué le pintó los labios y las cejas? Porque un día leyó que el dictador chino era el hombre más famoso del mundo. Era el verdadero emperador y merecía culto. Lo que había hecho le daba igual. Su tiranía le tenía sin cuidado. Era famoso. Era el hombre más conocido del planeta y ello lo elevaba a los altares. La fama llamaba a Warhol al acatamiento, a la rendición.
Es que la fama para Warhol no era solo el ideal de la vida, era, sobre todo, el último permiso. Ningún mal puede hacer el famoso. Si eres visto por millones, mereces la absolución y el trofeo. “Eramos famosos, y no existía nada que pudiera derrocarnos”, escribió Janne Teller en su novela Nada. “No existía nada que pudiera derrocarnos porque éramos famosos.” La línea la rescata Ixel Rion en un texto que acompaña la exposición de Warhol. La fama como una supremacía que no admite sublevación alguna. La fama como coartada absoluta. No puede dejar de escucharse aquí un adelanto de lo que diría Donald Trump: si eres famoso puedes hacer cualquier cosa. Te dejan hacerlo. Puedes abusar sexualmente de quien te dé la gana y no te dicen nada.
Warhol prefigura el tiempo de Trump: famosos que son famosos porque son famosos; famosos convencidos de que su fama les otorga permiso para satisfacer cualquier capricho. El devocionario de Warhol es la explícita renuncia a la crítica. Abdicación vestida para la fiesta. Una lata de sopa y un tirano son lo mismo. Una flor es idéntica a una silla eléctrica. Warhol es un demócrata del sinsentido. Somos iguales porque todos bebemos cocacola, dijo. El rico y el pobre, el presidente y el lavaplatos beben el mismo refresco. Todo es igual o, más bien, todo da igual. Es el fascismo de la banalidad.
Ha querido Douglas Fogle, el curador de esta exposición, imprimirle alguna densidad dramática a la obra de Warhol. El título de la muestra da cuenta de esta intención: Estrella oscura. Se sugiere que las estrellas no solamente son las actrices populares sino también los astros que dominan nuestras sombras. El argumento de la curaduría es que detrás de la celebración de las guapas se esconde un meditador que se acerca a los misterios de la muerte. El recorrido en el Museo Jumex solicita del visitante una nueva lectura de este devoto de las superficies. Tras el atentado que estuvo a punto de costarle la vida, se sugiere, la obra de Warhol adquiere hondura. La portada del libro que acompaña la exposición es uno de sus retratos de Jackie Kennedy, aludiendo claramente a su tragedia. Fama y muerte, en efecto, rondan toda la obra de Warhol. Estrellas de cine y accidentes; actrices y criminales. No me resulta persuasivo este libreto. Todo lo que toca Warhol queda sin alma. No hay dolor, no hay soledad, no hay alegría, no hay culpa, no hay tragedia. Hay repetición que anestesia. Artificio que cancela cualquier vínculo emocional –ya no digamos espiritual– con la imagen. Warhol es una máquina que ve el mundo como una colección de etiquetas. A pesar de los intentos por darle espesura al diseñador, tiene razón Warhol al hablar de la delgadez de su propio barniz: veo la superficie de las cosas. Si rascas un poco, te darás cuenta de que no hay nada. ~
(Ciudad de México, 1965) es analista político y profesor en la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Es autor, entre otras obras, de 'La idiotez de lo perfecto. Miradas a la política' (FCE, 2006).