Lo queer, el glam y el melódico Hunky Dory

Hace medio siglo, cuando lanzó Hunky Dory, David Bowie estaba empeñado en el estrellato, la relevancia y la trascendencia. El tiempo y los cambios estaban de su lado.
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Lo peor que podría sucederle a David Bowie, a casi seis años de su muerte, sería quedar congelado como un ícono tan solo por sus cortes de pelo, su maquillaje y un guardarropa estrambótico y disruptivo, y nada más por una veintena de sencillos redondos, tarareables y que aún incitan al contoneo.

Este 17 de diciembre cumple medio siglo la primera de sus obras maestras, Hunky Dory (1971), que el gran camaleón grabó a sus prolíficos 24 años de edad. La efeméride ofrece la oportunidad de revalorar las singularidades y estimular la atenta escucha de todo el álbum entre viejos y nuevos seguidores.

El cantante ya había mutado de David Robert Jones (o Davy Jones) a David Bowie, bregado por hacerse de un nombre en la hípercompetitiva escena inglesa y realizado su primera gira por Estados Unidos a principios de 1971. En los años previos había coqueteado con el pop, el r&b, el folk y había logrado un hit relevante con “Space Oddity”, la viñeta del Mayor Tom, primer personaje reconocible en el universo Bowie, el astronauta que suspira a la distancia por un planeta azul y triste.

En Hunky Dory cuaja al fin la ambición, la búsqueda de varios años, la omnívora atención a todo lo relacionado con el swinging London de la segunda mitad de los 60, pero también de la escucha y el estudio de la chanson francesa, el music hall, el folk anglosajón y el rock duro de urbes gringas como Nueva York y Detroit.

En su predecesor, The man who sold the world (1971), Bowie, su guitarrista estrella Mick Ronson, el bajista y productor Tony Visconti y el baterista Woody Woodmansey, ya habían propuesto un proto-punk filoso y metálico. En Hunky Dory Bowie vuelca todos sus gustos, intereses e influencias; no reniega de ninguna. Le baja un poco el perfil y el volumen a la furia rockera que brotaba de su antecesor y da luz a su álbum más melódico, con himnos indiscutibles del cantoral bowiesco, como “Changes” y “Life on Mars?”.

No tengo que esforzarme mucho para regresar al momento de mi adolescencia en el que puse la aguja en el acetato y escuché los primeros acordes con piano de “Changes”, rolita que volví a escuchar dos o tres veces al hilo. Un dulcesito pop perfecto, tarareable, pegajoso. Ahora digo que es una suerte de manifiesto de lo que sería la carrera del artista por casi cinco décadas: la continua reinvención, no solo en lo epidérmico –la imagen, la apariencia, las personas (personae)–, sino en los sonidos, los ritmos, las temáticas y los estados de ánimo que ansiaba transmitir con su música (“El tiempo puede cambiarme / Pero yo no puedo rastrear al tiempo”).

El lugar común del fandom y la idolatría se empeña en ver a Bowie como un innovador radical, un genio que creaba de la nada, alguien que siempre iba tres pasos adelante de todo y todos. Mi admiración y conocimiento obsesivo de todas sus etapas me permiten aseverar que fue un voraz fagocito, una insaciable esponja y un agudo lector del zeitgeist. Tomó de Bob Dylan, Marc Bolan, Iggy Pop, Lou Reed, Kraftwerk, Trent Reznor y Scott Walker, entre otros.

En Hunky Dory está la admiración por Frank Sinatra de “Life on Mars?” (“inspirada por Frankie” anota de puño y letra en la funda del disco), el homenaje a Lou Reed y su Velvet Underground de “Queen Bitch” (“algo de VU, luz blanca devuelta con agradecimiento”) y los apuntes sobre dos astros de la época que no han dejado de brillar de “Song for Bob Dylan” y “Andy Warhol”. Los recuentos disponibles arrojan encuentros poco afortunados con ambos. Se dice que la reacción del artista pop al mostrarle Bowie la canción fue un entusiasta “me gustan tus zapatos”.

Habrá quien lo lea como simple trivia o los que le den categoría de arqueología pop, pero la producción del álbum corrió a cargo de Ken Scott (“mi George Martin”, lo llamaría Bowie), quien se había curtido como ingeniero de las grabaciones de The Beatles en los estudios Abbey Road. Toda la ejecución pianística corre a cargo de un rubio de largo pelo lacio de nombre Rick Wakeman, quien muy poco después se volvería superestrella del progresivo en las filas de Yes. Una más: el piano que se escucha en “Changes”, “Life on Mars?” y otras piezas del disco es el mismo Bechstein que Paul McCartney tocó al grabar “Hey Jude”.

La era de las descargas y plataformas digitales ha desterrado al arte gráfico de las portadas y fundas al confín de la irrelevancia. La de Hunky Dory es una abierta declaración de principios. Como ya había pasado con la de The man who sold the world –en la que un Bowie de pelo largo y con vestido de satín de colores perla y turquesa luce recostado en un sofá–, en esta el cantante desafía las convenciones de la identidad sexual. Se sabe que llegó a la sesión para realizarla con un libro de fotografías de Marlene Dietrich; tenía la intención de replicar la imagen que más le agradaba. La foto en blanco y negro de la diva alemana puede hallarse fácilmente en internet. Las fotos de Brian Ward se imprimieron en color sepia y George Underwood las coloreó. El 22 de enero de 1972, la estrategia mediática quedó completa cuando Bowie declaró al periodista Michael Watts de Melody Maker: “Soy gay y siempre lo he sido, incluso cuando era David Jones.” Para muchos fue un ardid publicitario, pero su impacto fue irreversible.

Quizá nunca nos fatigaremos de reconocer en Bowie a un adalid de la diversidad, dicho en términos actuales y correctos. Un agente cultural que en un momento dado propuso una imagen desafiantemente queer y se aprovechó al máximo de ella. Cuidadoso diseñador de su imagen pública, controló al máximo su exposición, aprobando o rechazando fotógrafos y entrevistadores.

En el periodo 1971-1973, Bowie trastornó la semiótica sexual de la música pop (que lustros después seguirían sacudiendo personajes como Prince, Madonna o Lady Gaga). Es el esplendor del glam rock, que el cineasta Todd Haynes ficcionalizó con inspiración y maestría en su filme Velvet Goldmine (1998). “La sugerencia que el glam rock nos presenta es una de liberación de la noción de sexualidad como un estado fijo y biológicamente determinado. Como la identidad misma, el glam sugiere que la sexualidad es casi una propiedad creativa que tenemos a nuestra disposición, un medio de autoexpresión que podemos pintar y repintar”, anota Haynes en una entrevista que se incluye en el guion de la cinta (Faber and Faber, 1998).

Hunky Dory es la segunda de las cinco grabaciones de un extraordinario periodo de tres años que Bowie jamás hubiera transitado con el mismo impacto sin la complicidad musical de Mick Ronson, guitarrista y arreglista que merece mayor fama y reconocimiento. Ronson no solo contribuyó de manera incontrovertible a los cimientos del hard, el metal y el punk; sus monumentales arreglos orquestales son los de un letrado con formación clásica y mucho oído.

De insaciable curiosidad intelectual, como lo enfatizó hace unos años la publicación de El club de lectura de David Bowie (Blackie Books, 2020) de John O’Connell, el camaleón reparte juego a manera de referencias culturales y pinceladas con pretensión literaria. En “Quicksand” nombra al ocultista Aleister Crowley, al nazi Heinrich Himmler, a Greta Garbo y a Winston Churchill; en tan diversa compañía no extraña que cante: “Me estoy hundiendo en la arena movediza de mi pensamiento / Ya no tengo el poder.” En “Oh! You Pretty Things” se cuela el influjo nietzscheano: “Tienes que abrirle paso al Homo Superior”.

A nivel temático y letrístico, llama la atención que dos canciones toquen lo íntimo y familiar. “Kooks”, muy a la Neil Young en lo musical, se dirige a Zowie, el hijo del cantante entonces recién nacido, y “The Bewlay Brothers” a Terry, su medio hermano esquizofrénico, que años más tarde se suicidaría. En la primera dice: “Y si alguna vez tienes que ir a la escuela / Recuerda como molestaban a este viejo tonto / No te metas en broncas con los bullies y los canallas / Porque no soy tan bueno para golpear a los papás de otra gente”. En la segunda, arriesga esta comparación: “Yo era piedra y él era cera”.

Vitoreado por la crítica, Hunky Dory no fue el éxito de ventas inmediato que deseaban Bowie y su nueva disquera, RCA, que andaba en busca del nuevo Elvis Presley. Apenas seis meses después apareció la segunda obra maestra de Bowie, el clásico The rise and fall of Ziggy Stardust and The Spiders from Mars, con material que se había empezado a grabar pocos días después de dar por concluida la producción de Hunky Dory. El gran éxito de este alter ego de inolvidable mullet rojizo, del álbum y de la gira para promocionarlo, le dieron nuevo aire a Hunky Dory.

A la invención de Ziggy siguió la de Aladdin Sane y su imborrable relámpago facial (el azul y el rojo sobre un rostro rosado). Después vendrían el Duque Blanco, las visiones distópicas, el abuso de sustancias, el soul plástico, más transformación y frenesí. Y sin dejar de visitar abismos creativos, también llegarían al menos otras seis producciones con un incuestionable grado de excelencia y una resonancia musical que aún perdura (yo propongo Ziggy, “Heroes”, Scary Monsters, Let’s Dance, 1.Outside y Blackstar, su salida por la puerta grande). Pero en 1971, hace medio siglo, Bowie estaba empeñado en el estrellato, la relevancia y la trascendencia. El tiempo y los cambios estaban de su lado.

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Ernesto Flores Vega (Huichapan, Hgo., 1964) es un melómano ecléctico. Ha ejercido el periodismo y la comunicación corporativa.


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