Las últimas lecturas: Una biblioteca para mi muerte

Estoy seguro que me desesperaría y que si la muerte se detiene tanto en mis libreros iría a su alcance.
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Sin que ya nada nos sorprenda, el colmo de la producción de contenidos a cualquier costo se presenta como una lista: “Los 10 mejores libros para llevarse a una isla desierta”. La isla desierta es solo uno de muchos ejemplos del óxido que hay en la manera en que se habla de libros comúnmente. Lo usual, cuando hablamos de la lectura, es pensar en nuestros primeros libros, en el origen y el principio de una historia. Esta serie intenta hacer lo opuesto; que escritores hablen sobre sus últimas lecturas: no las más recientes, sino las últimas.

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En Historias del buen Dios, Rainer María Rilke ofrece un poco de esperanza, al menos para mí, en uno de los relatos del libro. Un viejo paralítico le narra a otro cómo visualiza que llegará la muerte con él.

Cuando la muerte venga por mí, dice y repito un poco arbitrariamente, se hará paso entre los muebles viejos de la casa, cruzará frente a mi escritorio, mirará por entre mis libreros, se abrirá camino plácidamente, bordeando los objetos y me encontrará aquí, en esta silla de ruedas, aguardándola.

La sensación de que la muerte puede ser esperada y que reconoce los objetos cotidianos con los que te rodeas me produjo mucha tranquilidad. Sí, también era posible esa muerte. Cuando leí ese fragmento me encontraba alterado ante las noticias que llegaban de casa.

La guerra del narco había segado la vida de muchos jóvenes, niños con los que había jugado al futbol, niños entonces cuando yo estaba saliendo de la adolescencia, niños con los que había reído y compartido refrescos y papas fritas y que habían encontrado la muerte afuera de sus casas o en las avenidas cercanas a mi colonia. Muchas cosas no se dicen de la guerra del narco, y una de ellas es que fue una guerra contra los jóvenes: porque los jóvenes la hacían, halconeaban, trasegaban, vendían y fueron los primeros en caer.

Así que Rilke me recordó que también podía existir ese otro tipo de muerte: como a un invitado que se le espera en casa, para el que se ha preparado la estancia, para el que se limpian los muebles y enseres y se acomodan los sitios familiares.

Pero sucede con la muerte que llega a su hora, pero siempre a nuestro destiempo. Los muebles y libros acomodados cambian de lugar, se modifican por nuestros gustos, por la sensación que tenemos de nuestros espacios. La muerte alcanzó a mi abuelo en una cama pequeña, en una habitación más pequeña, rodeado por pilas de automóvil, una televisión y un traje que colgaba de un perchero puesto con un clavo.

En mi caso, estoy seguro que se abrirá paso entre mis libros y mi escritorio, vaciará la bandeja de entrada de mi correo electrónico, hurgará en el escritorio de mi computadora o en mi muro de Facebook. Acaso lea, de pasada, la gran cantidad de libros electrónicos que estarán almacenados en mis documentos y sobre todos los libros inéditos que siempre me están llegando para que les dé una mirada, cosa que hago desde hace años con entusiasmo, porque siempre es agradable leer a los nuevos.

Cuando la muerte llegue a mi librero encontrará, tal vez, algunos de mis libros más queridos y que no tienen que ver con el año de edición o los autógrafos, aunque algunos son antiguos. Encontrará, por ejemplo, mi tomo de la Historia del ejército mexicano, escrita por el general Bernardo Reyes y publicado en 1908 y que me regalaron en la Capilla Alfonsina tras varias semanas de encierro ahí, leyendo manuscritos del “último romántico”, como le llamaba Alfonso.

No sé qué pensará la muerte de mi colección de libros infantiles, si se reirá a gusto con Jack y el melocotón gigante, con Matilda o si, tal vez deteniéndose un poco para llegar a mí, se quede a leer unos fragmentos de Volando solo, la autobiografía aérea de Roald Dahl en la que narra cómo sobrevivió con otros pilotos de la RAF el impulso alemán sobre los cielos griegos.

Una vez que abandone esa sección se encontrará con mis libros sobre guerra y tal vez ahí reconozca a los hombres que perdieron al vida en el Monte del Pan, en la batalla de Okinawa o prefiera pasar hasta el libro de Vasili Grossman, Vida y destino y de ahí salte a Los desnudos y los muertos de Norman Mailer o bien, se entretenga un poco con esa obra a la que inútilmente hay que agregarle más adjetivos, como lo es Archipiélago Gulag de Alexander Solzhenitsyn.

La muerte encontrará también una sección de literatura norteamericana e inglesa, una amplia sección de libros de escritores norteños y regiomontanos, libros sobre promoción de la lectura, entre ellos esta fabulosa colección editada por Gretel, así como libros sobre lingüística y semántica, libros álbum y novelas gráficas como El eternauta, que un buen amigo me prestó y que no sé si algún día le regrese.

No sé qué estaré leyendo en mis últimos días, pero me gustaría mucho tener cerca, a la mano, Pedro Páramo de Juan Rulfo, Muerte sin fin de Gorostiza, Juul de Gregie de Meyer, Todos los hermosos caballos de Cormac McCarthy. Supongo que todos tenemos una colección de libros para la muerte.

A veces, cuando escucho la pregunta: ¿qué libros te llevarías a una isla desierta? me digo que esa isla desierta bien puede ser la vejez y los últimos días: ¿Qué libros te llevarías hasta el lecho de muerte? Supongo, creo, que serían los primeros: La isla misteriosa y Los hijos del capitán Grant de Julio Verne y alguna edición ilustrada de La Odisea. Libros que a mí me formaron como lector.

Aún así, estoy seguro que me desesperaría y que si la muerte se detiene tanto en mis libreros iría a su alcance. No sería la muerte la que se abriría paso entre mis muebles, sino yo que recorrería la estancia de mi casa, mi escritorio, que enviaría por última vez correos y me despediría en mi muro de Facebook, yo quien bajaría las escaleras de la casa para encontrar a la muerte ahí, inerme, detenida, leyendo no sé si a Garibay o a las Memorias de Adriano. Sería yo el que la tomaría del hombro. Sucede que si algo saben los lectores es eso: que hay un tipo de libros que te preparan para la muerte, para recibirla en casa, para recomendarle algunos libros, para acercarla.

 

 

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Es escritor y forma parte del Programa Nacional de Salas de Lectura del Conaculta como formador de mediadores. El cantante de muertos (Almadía, 2011) es su más reciente novela.


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