Buenos días, Miguel Ángel

Tus razonamientos, tus juicios y hasta tu prosa (la escrita y la verbal, que son la misma) se han vuelto como esos refranes populares que brotan de pronto para recordarnos el camino de la prudencia y la sensatez. Por eso no habrá despedida.
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El adiós no es un adiós, querido Miguel Ángel. Tras cuatro décadas de seguirte en tus columnas y en la radio, todos nosotros -tus lectores, tus escuchas, discípulos y amigos- te llevamos dentro como una voz de la mejor conciencia mexicana.

Tus razonamientos, tus juicios y hasta tu prosa (la escrita y la verbal, que son la misma) se han vuelto como esos refranes populares que brotan de pronto para recordarnos el camino de la prudencia y la sensatez. Por eso no habrá despedida.

¡Qué larga y generosa ha sido tu labor periodística! No creo que Francisco Zarco -tu abuelo espiritual, tu par en el siglo XIX- haya escrito tanto como tú.

Tanto y tan bien. Yo, por ejemplo, comencé a leerte en el Excélsior de Julio Scherer y en el Proceso que junto a él fundaste. Luego en Unomásuno, La Jornada y, finalmente en la que ha sido, desde fines de 1993, nuestra casa común, Reforma. En cada estación lograste el milagro -el misterio- del más alto periodismo: extraer lo permanente de lo efímero. Y tu obra será fuente de primera mano para los historiadores del futuro.

En uno de los pocos textos personales que has escrito, mencionabas que tu madre y maestra te formó en la más esforzada ética del trabajo. Yo me admiraba de verte en el Sanborn’s de San Ángel, casi escondido en alguna mesa, la vista clavada en el papel, redactando tus artículos. Nunca entendí cómo te las arreglabas para cubrir la crónica parlamentaria, la colaboración diaria, los ensayos dominicales y las intervenciones en la radio.

Entiendo que fuiste católico y dejaste de serlo, pero sé también -o imagino- que seguiste siendo cristiano, y que has practicado ese Cristianismo en el sentido original de la palabra, como un deber de servicio hacia los demás, como una misión orientada hacia la justicia y al Bien común.

Dije cristiano y ahora digo liberal, porque como supo Altamirano -otro de tus amigos eternos- esas dos generosas corrientes del pasado mexicano no se contraponen, se complementan. Tu jacobinismo no ha sido visceral sino racional: separar lo sagrado de lo profano. Tu liberalismo ha sido esencialmente político, y ha sido impecable: limitar el poder, ordenar a los poderes, defender las libertades, sobre todo la libertad de expresar, de criticar, de disentir.

Dije liberal y ahora digo revolucionario porque, como Narciso Bassols, Heberto Castillo o Jesús Reyes Heroles, has creído (no sin razón) que en términos sociales, económicos y culturales el liberalismo encontró su correctivo en el ideario de la Revolución Mexicana. Esos son, si no me engaño, los pilares de tu convicción. No se necesita comulgar plenamente con ellos para respetarlos.

Retengo esta imagen tuya: estás en tu cabina de Radio Universidad. Con los periódicos desplegados en el escritorio, con perfecto aplomo lees (en verdad lees) un texto que no has escrito. Es un borrador mental, porque te detienes escrupulosamente en las comas y los puntos, pero es perfecto: ni un adjetivo de más, ni un énfasis fuera de sitio, menos un exabrupto.

Tu noticiero es un viaje por el mundo y por México. También es un alegato jurídico, que recuerda a los grandes abogados que en el Foro, el Parlamento y la prensa dieron forma constitucional a nuestro país.

Melómano irredento, te he visto en la Sala Nezahualcóyotl siguiendo el ciclo de sinfonías de Mahler. En tu “Plaza Pública” de la radio introduces segmentos de música diciendo que son “pausas” pero en realidad eres una especie de DJ, un programador cuyo oído enamoradizo se encanta con el mejor repertorio clásico pero también con un bolero o un tango. Y sé que los sabes todos.

En la comida de homenaje que te hicimos en Reforma, atestigüé el amor de tus hijos: amor a ti y a tu pasión por la vida. (Tus hijos, personas de bien, trabajadores de la cultura). En esa ocasión te dije cuánto admiraba las sucintas biografías que acostumbras incluir como remate de tus artículos. Nadie salvo tú ha recordado a esos centenares de personas que vivieron aquí, haciendo una obra que no merecía el olvido. Una piedad cristiana y una justicia republicana te movía, Miguel Ángel, al redactar esos obituarios.

En tu despedida usas la palabra “espíritu”. Hablas de la “mutación” que has “visto” por obra de la música, las artes y las ciencias. Y en tu estoica rogativa llamas a esa fuerza espiritual para que nos saque de la terrible situación en que nos encontramos. No dudes que así será, tarde o temprano. No lo verás tú y quizá tampoco lo verá nuestra generación, pero México saldrá de esta prueba convertido en lo que tú soñaste: no un campo de batalla sino, precisamente, una Plaza Pública.

Con esa convicción, Miguel Ángel, te abrazo.

 

(Publicado en Reforma el 16 de octubre)


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