Sin decencia no hay futuro

Al gobierno le urge revertir la percepción de que México no es en realidad un país pujante y moderno, sino más bien un enorme cementerio en el que la violencia está a solo un paso de distancia.
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Basta darle una lectura veloz a los periódicos de los últimos días para entender que el gobierno mexicano está realmente preocupado. El galimatías guerrerense ha hundido a la presidencia de Enrique Peña Nieto en una crisis inédita. Al gobierno le interesa resolver la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa por varias razones. Uno esperaría que la primera de ellas sea darle consuelo a los dolientes, que atraviesan por momentos indescriptibles de zozobra. La segunda debe ser retomar la estabilidad en Guerrero y restarle ímpetu al ánimo de protesta de aquellos que, aprovechando la comprensible indignación tras la atrocidad de Iguala, pretenden legitimar el uso de la violencia como vía de cambio político. A ningún gobierno del mundo le conviene tener a suspirantes del estallido social, gente que pregona aquello de “es que si no hacemos esto, no nos hacen caso” para luego proceder al vandalismo. En tercer lugar (aunque uno a veces sospecha que en primero) el gobierno tiene prisa porque le urge revertir la percepción de que México no es en realidad un país pujante y moderno, sino más bien un enorme cementerio en el que la violencia está a solo un paso de distancia, percepción que se ha propagado a velocidad inusitada —y toda justicia— en la prensa internacional. El gobierno debe saber que, en esta época más que en ninguna otra, percepción es realidad: de poco sirven los discursos y las reformas si los diarios del mundo hablan (de nuevo, con toda razón) de impunidad, violencia, barbarie y ausencia de Estado.

Hace unos días me reuní con la redacción de uno de los programas más escuchados de la radio pública en Estados Unidos. Al principio hablamos de otras cosas, pero la charla no tardó en virar hacia México. Por entonces, la desaparición de los estudiantes estaba en todas partes. Tracy Wilkinson, la gran corresponsal de Los Angeles Times, había publicado una crónica magistral (e indignante) sobre la corrupta carrera del alcalde de Iguala. “Un símbolo de los males de México”, le llamó Wilkinson al edil Abarca. En un momento, uno de los periodistas reunidos en la sala me confío una duda. “¿Por qué en México nadie renuncia?”, quiso saber. Antes de responderle le pregunté por su percepción de nuestro país. “Un país donde no hay rendición de cuentas (accountability)”, me dijo. Su respuesta me sorprendió por bien informada y me dolió por precisa.

En efecto, le dije, en México nadie renuncia. La rendición de cuentas —el simple acto de asumir las consecuencias de los errores o las omisiones en la arena pública— parece no existir en México. No existe en términos legales pero tampoco en términos morales. La dignidad vive supeditada a la conveniencia política: antes, mucho antes el hueso que la responsabilidad.

Fue entonces que me vino a la mente Eduardo Bours, el exgobernador de Sonora, responsable máximo de su estado en tiempos de la tragedia de la Guardería ABC. Les platiqué a mis colegas de mi experiencia cuando viajé, unos días después de la muerte de los niños sonorenses, a Hermosillo. Nunca tuve el (dis)gusto de saludar a Bours, pero estuve presente en esas conferencias de prensa en las que se negaba a asumir ningún tipo de responsabilidad tras la horrenda muerte de medio centenar de sus niños. “Duermo como un bebé”, diría Bours, en el colmo de la infamia. ¿Por qué no renunció Bours? ¿Por qué no tuvo la valentía y la decencia de dejar el cargo? Por descaro, por supuesto. Pero también por conveniencia política, personal y de partido. La tragedia de la ABC ocurrió a un mes de las elecciones para gobernador. Con el candidato del PRI a la cabeza, Bours decidió no arriesgar. ¡Total! ¿Qué importaba más, 50 niños quemados, extraídos de aquella caverna urbana con la piel escurriéndoles de los brazos, o el futuro del PRI en el gobierno de Sonora? ¡Faltaba más!

La historia le puso los pelos de punta a mis interlocutores, pero me avergüenza decir que no les sorprendió. Para entonces ya sabían de los malabares inmorales de Ángel Aguirre para mantenerse en el cargo de un estado que se cae a pedazos. Ya también sabían de Abarca y su jefe de policía, prófugos y libres. Alguien incluso recordó a Julio César Godoy, “honorabilísimo” diputado de paradero misterioso. Conocían, en suma, nuestro catálogo de impunidad.

Por eso el gobierno tiene razón en estar preocupado. Después de todo, la pregunta es válida: ¿quién querría invertir —de verdad invertir— en un país con una clase política carente de la más elemental decencia, un país en el que la justicia tiene los brazos tan pero tan cortos?

(El Universal, 20 de octubre, 2014)

 

 

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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