Contra los talleres de literatura

¿Es posible aprender a escribir?
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La semana pasada estuve en Tuxtla Gutiérrez para impartir un taller literario. Confieso que no soy particularmente adepto a estas reuniones en donde seis personas leen sus pudorosas cuartillas sobre el polvoriento mantel verde de una mesa oblonga, toman café negro sin azúcar (pues el presupuesto no alcanza para más) y comen compulsivamente carbohidratos de una caja de galletas con la leyenda “Surtido rico”. Lo más grave de estas reuniones —financiadas a veces por las así llamadas instituciones culturales, otras por los propios asistentes— no son los imitadores de Cortázar, de Bolaño, de Borges, de García Márquez, y ahora hasta de David Foster Wallace, que pululan en ellas (y de los cuales valdría la pena hablar en otra entrada de esta bitácora), sino que son presididas por un “escritor consagrado” que resopla consagración y que además pretende saberlo todo. Su pecado más grande: cree que es posible enseñarles a escribir a los mencionados arriba. Cuando era más joven de lo que soy ahora llegué a asistir a una de estas reuniones con unas cuartillas escritas a máquina y emborronadas y cuyo contenido era algo muy extraño e irregular que yo consideraba poesía. Nadie es perfecto.

Uno de los pilares de la literatura mexicana es el “taller literario”, sagrada institución en donde una vaca sagrada de provincia transmite de generación en generación prejuicios y toda clase de ideas equivocadas y pretenciosas sobre lo que debe ser la literatura. Algunos de estos grupos hasta llevan el pomposo nombre de una vaca sagrada muerta (y que por eso hiede) y duran años y años. Los asistentes se enquistan en sus asientos y la dinámica se vuelve más parecida a un grupo de autoayuda para combatir (sin éxito) la codependencia. Para algunos escritores es una forma de ganarse la vida; tal vez por eso no les conviene dejar ir a sus pupilos, como si fueran psicoanalistas lacanianos: el tratamiento es largo, muy largo. Lo que me parece una verdad universal es que si un aprendiz dura más de dos meses en un taller, y necesita asistencia para toda la vida, nunca se convertirá en un escritor. Ahora bien, para no ser maniqueo, impartir un taller muchas veces, para algunos escritores, es la única opción en un país donde pocos pueden vivir de sus libros; es una salida tan digna como poner un puesto de tamales. Tampoco está mal considerar el taller semanal de literatura entre amigos como algo tan recreativo como el dominó de los jueves o el té canasta, pero no hay que engañarse…

¿Entonces por qué acepté impartir el taller en Tuxtla Gutiérrez? Supongo que por inercia. En opinión de algunas personas los escritores no sabemos hacer nada más que impartir talleres, hacer corrección de estilo (con los honorarios más bajos que el capitalismo puede pagar), hablar sin parar, y todas esas cosas aburridas. Nadie sospecharía por ejemplo que yo soy un excelente navegante y experto en la pesca del marlín. También podría impartir un taller sobre reparación de computadoras y manejo de Linux.

Ya hablando en serio, tal vez en el fondo todavía soy un joven idealista. Pensé que yo podría ser de ayuda para algunas personas, especialmente jóvenes, darles un par de consejos, compartir algo de experiencia y de trucos que uno va aprendiendo poco a poco y con penurias y que no pueden aprenderse en un taller literario. En resumen: sugerir en un par de sesiones algunas estrategias para la autocorrección, pues, en mi opinión, como en la de muchos otros, escribir es un trabajo solitario. ¡Hágalo usted mismo en su casa! El resultado: un rotundo fracaso. Nadie experimenta en cabeza ajena y por eso he decidido mantenerme alejado de esas reuniones y no volver a mencionar la obscena palabra adverbio delante de más de dos personas.

Por supuesto, como siempre ocurre, en el taller había gente muy talentosa. Fue con estos con los que logré entenderme hablando de colega a colega; yo también iba dispuesto a aprender y me topé con un par de propuestas muy buenas que vale la pena seguir en el futuro. Pero caí en cuenta de que podía llegar a ser muy soberbio de mi parte pretender enseñarle a escribir a estos jóvenes (y no tan jóvenes) escritores, pues ellos ya sabían hacerlo, y habían nacido con talento para un oficio tan odioso que además puede resumirse en tres palabras: sujeto, verbo y predicado. No considero que haya nada de misterioso en aquello que algunos llaman creación literaria.

La gran pregunta que surgió una de esas noches en Tuxtla, mientras intentaba conciliar el sueño en mi habitación de hotel, fue la siguiente: ¿cómo se hace un escritor? Definitivamente no en un taller de literatura. Primero está el talento: una extraña mezcla de inteligencia e intuición, principalmente para discernir algo en nuestro entorno inmediato que podemos reproducir junto con nuestra visión personal del mismo, y que vale la pena ser compartido a los demás por medio de la palabra escrita. Eso es lo que hicieron Cervantes, Flaubert y Juan Rulfo, entre muchos pero muchos otros. Y eso no se aprende en un taller literario. Nadie le dice en un taller literario a un joven que imita a Cortázar, y habla de calles de París que ni siquiera sabe pronunciar, que a nadie le interesa su imitación; que si el joven se limitara a hablar de lo que conoce, lo que ha visto y siente, estaría escribiendo en verdad literatura. En los talleres se habla de quitar “ques” y adverbios que terminan en mente, y toda esa clase de importantes tonterías. Este talento se puede agudizar al leer muchos libros. Ni siquiera hace falta la teoría literaria (aunque no la descarto). El poseedor de este talento absorberá el conocimiento de una manera intuitiva al leer novelas y cuentos, e incluso al ver películas y programas de televisión. Muchas estrategias narrativas que podemos emplear al escribir se aprenden de manera oral, al escuchar a nuestros padres y nuestros abuelos y amigos, como Pushkin las aprendió con las historias que le contaba su nana analfabeta.

Pero el talento no lo es todo. También hace falta mucho trabajo. Dedicarle varias horas al día a la hoja escrita. El talento cualquiera lo tiene. La voluntad de trabajo no. Por los talleres literarios del país pululan jóvenes escritores para los que juntar una palabra detrás de otra es más bien un pasatiempo, o una forma de ganar una mediocre notoriedad publicando un folleto de poesía, ganar una beca del estado de Chihuahua, un premio literario, o ligar en los cafés donde tocan esa cosa monstruosa llamada trova cubana. Si el talento logra cuajar o no, depende de la voluntad para hacerlo, no de qué tan guapo seas, pero esa es otra historia.

 

 

 

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Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).


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