Eros Bendato

Polonia parece un país antiguo donde de repente hubiera irrumpido la modernidad

Religión, jazz, alcohol y otros detalles de un paseo por Cracovia y Varsovia, sus dos principales ciudades.
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En la esquina sur de la Plaza del Mercado, justo al lado de la Torre del Ayuntamiento, en Cracovia, se encuentra una escultura llamada Eros Bendato (“Eros vendado”). Su autor, el polaco Igor Mitoraj, la donó a la ciudad en 2004, después de que se realizara allí una gran exposición dedicada a su obra. En un primer momento, las autoridades decidieron instalarla en la plaza que está justo enfrente de Galeria Krakowska, el centro comercial más grande de la ciudad. Mitoraj se indignó por esta decisión, que dejaba su creación, llena de reminiscencias clásicas, junto a un edificio de consumo. Hubo entonces un cambio de planes y la obra acabó en su ubicación actual, pese a las protestas de los tradicionalistas locales, que se oponían a la irrupción de una obra moderna en la plaza medieval más grande de Europa. Hoy en día, “La Cabeza” —el nombre coloquial por el cual todos los cracovianos conocen la obra— es una atracción irresistible para las fotos de los turistas y el punto de encuentro de los jóvenes que se citan tras conocerse a través de Tinder, Badoo y otras aplicaciones de contactos.

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Esa misma sensación de modernidad que ha irrumpido en lo antiguo es la que tuve a cada rato, algunas semanas atrás, cuando paseé por Cracovia y Varsovia, las dos más importantes ciudades polacas. Con sus diferencias, por supuesto: mientras la capital del país fue destruida casi por completo durante la Segunda Guerra Mundial, Cracovia no fue bombardeada y se mantuvo casi indemne. Varsovia es hoy una ciudad con una arquitectura más recta y más gris, reconstruida durante la etapa soviética (aunque el casco viejo preserva su arquitectura y sus colores tradicionales). Cracovia, en cambio, conserva un encanto hijo de siglos de historia, acompañado ahora de una intensa vida juvenil gracias a los miles de estudiantes que viven allí, llegados de casi todas partes de Europa. Uno de esos estudiantes, un muchacho español llamado Pablo, fue mi guía en el free tour en el que me apunté. Estos recorridos, que están muy de moda en muchas ciudades del mundo, en realidad no son free, sino que, al final, uno le paga al guía lo que considera justo y necesario. Pablo, que llegó hace tres años como parte del programa Erasmus —que impulsa la movilidad de los estudiantes europeos—y decidió quedarse allí. Aunque cree que no por mucho tiempo. Los 30 grados bajo cero habituales del largo invierno polaco no son algo que a la gente del Mediterráneo le siente demasiado bien.

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 Otro detalle llamativo en ambas ciudades es la presencia de la religión, de un modo poco común en el Occidente actual. Nueve de cada diez polacos son católicos, la mayoría practicantes. Por la calle, uno se va cruzando con sacerdotes y monjas muy jóvenes, ataviados con sus sotanas y sus hábitos de la cabeza a los pies. Quizá en ninguna otra parte del mundo, ni siquiera en Roma, alguien reparta en la calle folletos publicitarios de un museo que busca atraer al público con las estampas de tres papas: Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco. Karol Wojtyla, quien comandó la iglesia católica entre 1978 y 2005, es el hijo dilecto de Cracovia: lo consideran allí un verdadero héroe, el hombre que los rescató de las garras del comunismo. Recibirá, sin duda, infinidad de homenajes en estos días, cuando precisamente en esa ciudad se desarrolla la Jornada Mundial de la Juventud.

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Polonia ama el jazz. Lo anotó ya Gabriel García Márquez, en una crónica titulada “Con los ojos abiertos sobre Polonia en ebullición”, publicada originalmente en 1959 por la revista bogotana Cromos e incluida luego en recopilaciones de su obra periodística, entre ellas la reciente De viaje por Europa del Este. “La juventud polaca solo sabe bailar la música moderna y en especial el jazz”, le dijo a Gabo en aquel momento Ana Kozlowski, una chica de veinte años que era miembro, a la vez, de la juventud comunista y de la acción católica. Ahora, seis décadas después, sin comunismo ni en el este de Europa ni en casi ninguna parte, el centro de Cracovia está lleno de clubes de jazz. En el Harris Jazz Piano Bar —uno de los diez mejores clubes de jazz de Europa, según The Guardian—presencié un show de primer nivel por los 10 zlotis (unos 2,5 euros) que me costó un botellín de cerveza.

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El alcoholismo, por cierto, es un problema. Según un informe publicado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos en 2014, Polonia está décimo en el ranking de los países más bebedores (Lituania, Austria y Estonia ocupan el podio). La crudeza del invierno es uno de los mayores estímulos para atiborrarse de vodka y otros brebajes espirituosos, sin duda. Pero otro es la existencia de tiendas de venta de bebidas alcohólicas abiertos las 24 horas. ¿No sería bueno, si se desea combatir el consumo de alcohol, que no hubiera sitios donde poder comprarlo a toda hora y por todas partes? Ocurre —me explicó Pablo, el guía—que todas las bebidas alcohólicas está gravadas con fuertes impuestos, por lo cual para el Estado representan una importante fuente de recaudación. En todas partes se cuecen habas.

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Por la ventanilla de un tren, vi desde bastante cerca el Stadion Narodowy, el Estadio Nacional de Varsovia. Construido para la Eurocopa que en 2012 organizaron Polonia y Ucrania de forma conjunta, es otra de las joyas modernas del país: su campo de juego climatizado, su techo de PVC corredizo y sus demás lujos costaron 485 millones de euros. Durante mi viaje coincidí con la Eurocopa de este año. Entré en un bar juvenil para ver el choque entre Alemania y Polonia. (¿Se pueden ver partidos así sin pensar en la política, en la historia, en las guerras, en los muertos?) Para mi sorpresa, había más chicas que varones mirando el partido. Fue un aburrido cero a cero. Los polacos serían eliminados en cuartos de final por Portugal, a la postre campeón.

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La sensación es que en Polonia hablan inglés todas las personas menores de cuarenta años y ninguna mayor de esa edad. Cuando entré en un negocio donde había tres mujeres de este segundo grupo y pregunté: “Speak English?”, recibí una respuesta airada en la que distinguí las palabras Polska (“Polonia”) y polski (“polaco”), lo que me permitió imaginar el resto del contenido de su mensaje. Pero en un bar medio alejado del centro hablé con un camarero que había dejado hace poco su pueblo y solo manejaba unas pocas palabras de inglés. Esto me hizo pensar en lo que Pablo, el guía, había repetido varias veces: “Esto (la prosperidad que se aprecia en las calles del centro) no es real, es una burbuja. Cuando estalle, se verá de nuevo la verdadera Polonia, que sigue siendo pobre”.

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Como recuerdo material, me llevé de Polonia un libro simbólico: un ejemplar en versión original del Diario argentino de Witold Gombrowicz, impresa en Varsovia en 1990. No entiendo nada, por supuesto (o casi nada: abro en una página al azar y leo “Buenos Aires”, “Café Tortoni”, “Avenida de Mayo”…), pero cada tanto lo sacaré de la biblioteca y pasearé mis ojos un rato por la escarpada grafía de la lengua polaca. Será un extraño placer.

 

 

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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