EngaƱos de la muerte (y otras crisis)

En los instantes cercanos a la muerte, los cineastas ā€“sean modestos, respingados, chambistas, festivaleros, destajadoresā€“ no suelen huir del lugar comĆŗn: la vida pasa frente a nuestros ojos.
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Por alguna razĆ³n es comĆŗn que en Hollywood (y otros cines) la cercanĆ­a de la muerte (y otras crisis) propicie la ruptura de la objetividad: la narraciĆ³n brinca al lado de un personaje y no sĆ³lo vemos lo que Ć©l ve y oye sino lo que imagina o recuerda.

Primero: una puntualizaciĆ³n. Hay varios tipos (¿o grados?) de subjetividad en una narraciĆ³n cinematogrĆ”fica. En uno de ellos, la cĆ”mara toma el lugar de los ojos de un personaje que ve la ‘realidad’, una realidad que, se entiende, comparte con el resto de los personajes. El silencio de los inocentes (1991) tiene muchos ejemplos de esto. Por ejemplo, cuando la agente Clarice llega a su primera entrevista con el doctor Lecter. En su avance por el pasillo, vemos subjetivamente lo que ella ve:

Un poco mĆ”s adelante, la cĆ”mara se desplaza desde por encima del hombro de Clarice y Lecter, gradual, sutilmente, hasta sustituir el punto de vista de ambos. Una intensificaciĆ³n de la intimidad:

Esa es la ‘subjetividad perceptiva’. Otra subjetividad (la que importa mĆ”s en este post) es aquella en que la cĆ”mara capta una realidad inestable, no compartida por todos los personajes. Es la realidad del recuerdo, de la imaginaciĆ³n. Es una ‘subjetividad mental’. La propia Silencio de los inocentes puede dar un buen ejemplo del espectro entre las dos subjetividades. Clarice se encuentra en un velatorio donde han examinado cuerpo de una vĆ­ctima del asesino serial Buffalo Bill. EstĆ” rodeada de oficiales que la miran con recelo. Estresada, entreabre la puerta que da a una capilla donde velan a un muerto. Luego entra a la capilla y se acerca al ataĆŗd. Primero, vemos o creemos ver lo que ella ve (subjetividad perceptiva).

Unos pasos mƔs adelante, tambiƩn vemos lo que imagina/recuerda (subjetividad mental): quien se ha acercado al fƩretro ya no es la agente Clarice ante el cadƔver de un desconocido sino la niƱa Clarice ante el cadƔver de su padre. Se acerca a darle un beso:

Entonces un ‘ruido’ percibido en la realidad compartida (“Oscar, trae al doctor Akin de la capilla”) borra la realidad mental de Clarice, y estamos de vuelta en la funeraria del presente.

Pero, ¡ojo!, ¿ya vieron lo que estĆ” a la derecha de Clarice en esa Ćŗltima toma? Es la manija de la puerta de la capilla. Clarice nunca entrĆ³: todo lo que ha sucedido en las Ćŗltimas tomas ha estado en su mente. La cercanĆ­a de la muerte ha desatado un recuerdo en Clarice y propiciado un brinco hacia la subjetividad mental de parte del director, Jonathan Demme.

Estamos acostumbrados a que asĆ­ sea. Tomen por ejemplo el final de la Ćŗltima pelĆ­cula de Steven Soderbergh, Behind the candelabra (2013). Liberace ha muerto. Su antigua pareja, Scott, estĆ” en la iglesia donde se oficia su culto fĆŗnebre. El pastor llama a orar. De pronto, el pĆŗlpito se desplaza y se convierte en un escenario de Las Vegas donde Liberace, libre de su terrenal cuerpo, recuperado el esplendor de antes, canta un Ćŗltimo, sensacional nĆŗmero:

Mezcla de recuerdo y fantasĆ­a (aunque todos los recuerdos contienen una parte de fantasĆ­a), el escape de la subjetividad en la cercanĆ­a de la muerte ase y libera: Scott se sostiene del bello Liberace y Ć©ste, refulgente, invita al perdĆ³n.

La muerte de un ser amado es una crisis tremenda. La muerte de uno mismo –los instantes previos a ella al menos– evidentemente tambiĆ©n. Muchos cineastas recurren a una objetividad que se desestabiliza en esos instantes. De pronto ya estamos en otro mundo, en la mente, en el recuerdo. Para efectos humanos SupermĆ”n es inmortal, pero en la reciente Hombre de acero (2013) de Zack Snyder el rescate y la explosiĆ³n de una plataforma petrolera dejan a Clar Kent en algo muy similar a una muerte humana (al ratito ya se recupera):

En ese lapso limĆ­trofe, crĆ­tico, Snyder aprovecha para aplicar un brinco hacia la subjetividad mental del hĆ©roe: viajamos a su infancia, a los recuerdos trastabillados de su padre humano. Un mundo perfecto (1993) abre con la imagen de un hombre moribundo y continĆŗa con la de su subjetiva percepciĆ³n, que empieza a desestabilizarse y a colocarse en el modo recuerdo (toda la pelĆ­cula es un flashback hasta ese momento inicial):

MĆ”s extremo es el caso del capitĆ”n Colter Stevens, que muriĆ³ en un ataque a su helicĆ³ptero. Su cuerpo –el puro torso en realidad– ha sido mantenido “vivo” en una cĆ”psula en una instalaciĆ³n militar en espera de someterlo a una especie de trasplante mental gracias a un software difĆ­cil de elucidar. (La pelĆ­cula es 8 minutos antes de morir, 2011.) La mente de Colter no sabe que estĆ” muerta y el director nos muestra su imaginaciĆ³n, subjetivamente, en la forma de una mĆ”quina que lo rodea y cambia conforme avanza la pelĆ­cula:

Para el capitĆ”n Stevens el mundo es, literalmente, voluntad y representaciĆ³n. La subjetividad mental puede ir aĆŗn mĆ”s lejos –sin la intervenciĆ³n de un software complejĆ­simo. La Ćŗltima tentaciĆ³n de Cristo (1989) de Martin Scorsese: Es el Ćŗltimo dĆ­a y JesĆŗs ha cumplido cabalmente su mandato. Venir a la tierra, predicar la palabra de su padre, padecer martirio. EstĆ” a punto de morir en la cruz cuando una niƱa lo invita a bajarse: ¿QuĆ© no eres el Hijo del Hombre? JesĆŗs, cansado de sufrir, baja de la cruz y vive una vida larga, humana, casi feliz que dura la mitad de la pelĆ­cula. Es de nuevo el Ćŗltimo dĆ­a. JesĆŗs, anciano, estĆ” cerca de morir en el lecho. Judas lo visita: “Te traicionĆ©, yo sĆ­ cumplĆ­ mi mandato, mĆ”s terrible que el tuyo, y me plantaste en la cruz.” JesĆŗs desespera, quiere volver a su sobrehumanidad, le suplica a su padre, con quien no ha hablado todos estos aƱos. Corte. Volvemos a la cruz sobre el Calvario. JesĆŗs de 33 aƱos se da cuenta de que todo ha sido una imaginaciĆ³n (¿o una tentaciĆ³n?) y, aliviado, muere. Scorsese ha aprovechado el momento hipercrĆ­tico, los Ćŗltimos segundos de la vida de su personaje, para escapar a la subjetividad mental.

El cine de tradiciĆ³n hollywoodense recurre a marcas, a seƱales, para dejarnos bien claro que nos movemos de un plano a otro. El movimiento del pĆŗlpito en Behind the candelabra o las imĆ”genes a toda velocidad en 8 minutos para morir, por ejemplo, son esas marcas. En pelĆ­culas de otras tradiciones, o muy personales, el paso de la objetividad a la subjetividad mental es mucho menos ostentoso. Mulholland Drive (2001) aprovecha la Ćŗltima noche de la pobre Diane Selwyn, hundida en el abandono amoroso, la depresiĆ³n y el horror, para contar la historia imaginaria de Betty Elms, su anverso, que posee el mismo cuerpo pero una vida rosada y feliz. Pero aquĆ­ la subjetividad mental corresponde menos a la lĆ³gica del deseo o de la memoria que a la irresponsable lĆ³gica del sueƱo. –Y nunca podemos saber a ciencia cierta quĆ© estamos viendo: cuĆ”l es la realidad, cuĆ”l el sueƱo, o si hay planos que correspondan tajantemente a sueƱo y realidad.

Incluso un autor personalĆ­simo como Carlos Reygadas, de esos que pensamos mĆ”s lejos de la tradiciĆ³n, incurre en estos lapsos de subjetividad mental en la cercanĆ­a de la muerte. En Post tenebras lux (2012) Juan recibe un disparo de uno de sus empleados, el Siete. DespuĆ©s de recibirlo, sube a una terraza en la planta alta de su casa. El Siete y su parnita salen por pies. Todo estĆ” filmado a la distancia:

Pasan unos segundos y cortamos a una toma probablemente subjetiva de percepciĆ³n: el cielo y el horizonte de cabeza. Es, acaso, lo que ve Juan mientras yace balaceado en la terraza:

Hay entonces una transiciĆ³n a un lugar no especĆ­fico en el tiempo o el espacio, donde un grupo va a cazar patos:

¿Es un hecho, un recuerdo, una imaginaciĆ³n? Por la similitud del encuadre, por la tradiciĆ³n del hombre baleado que mira al cielo por Ćŗltima vez (cf. Un mundo perfecto, mĆ”s arriba) y lo asaltan los recuerdos, yo me inclino a pensar que es un recuerdo: Reygadas ha dado el salto a una subjetividad perceptiva de una forma elĆ­ptica, sin los Ć©nfasis comunes al cine clĆ”sico. En una pelĆ­cula de esa tradiciĆ³n hubiĆ©ramos visto el balazo de cerca, tal vez las manos ensangrentadas de Juan, su rostro agonizante bocarriba, el shot del cielo gris que sĆ­ vemos en PTL y sĆ³lo entonces hubiĆ©ramos pasado al “recuerdo”, donde alguien habrĆ­a dicho el nombre Juan para ubicarnos (“Juan, no hagas ruido en lo que salen los patos”).

La muerte nos engaƱa: transforma la realidad alrededor, la disuelve, la desplaza. Y al parecer, cerca de la muerte, cualquier cineasta –un cineasta peatĆ³n como Snyder o un cineasta respingado como Reygadas– se cree el cuento de que en el Ćŗltimo instante la vida pasa frente a nuestros ojos.

Posdata. Como toda conclusiĆ³n mĆ”s o menos apresurada, la anterior tambiĆ©n es falsa. Hay cineastas que visiblemente no se creen ese cuento. Pensemos en los Coen en su Ć©poca mĆ”s maliciosa. En Simplemente sangre (1984) ponen a uno de sus personajes principales en el lĆ­mite de la vida. Lo filman cenitalmente; se acercan a Ć©l, que agoniza con un balazo en la panza.

Todo estĆ” puesto para que vea pasar su vida frente a Ć©l. ¿QuĆ© le dejan ver los Coen? Esto:

Y luego: FIN.

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Escritor. Autor de los cĆ³mics Gabriel en su laberinto y Una gran chica (2012)


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