Grupo Jam Session. Foto: Lihee Avidan

El círculo íntimo del conflicto palestino-israelí

Una crónica sobre el Parents Circle Families Forum que reúne a ciudadanos israelíes y palestinos, que han perdido un familiar directo, a veces más de uno, en el conflicto que lleva más de sesenta años acompañando sus existencias.
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Una organización no gubernamental cuyo último video nos muestra los rostros ásperos de sus miembros diciendo a cuadro: “We do not want you here”, en otras tomas invitan tajantemente a no ser parte de ellos: “Go away”. Lemas dichos en árabe y en hebreo por parte de personas jóvenes, mayores, hombres, mujeres. Ellos no quieren que nadie más se les una en el Círculo de Padres, Foro de Familias (Parents Circle Families Forum, (PCFF) que reúne a ciudadanos israelíes y palestinos, que han perdido un familiar directo, a veces más de uno, en el conflicto que lleva más de sesenta años acompañando sus existencias. Están convencidos de que es necesario detener el círculo de violencia, de venganza, de sangre. El mensaje es obvio y contundente: si nosotros podemos dialogar, ¿por qué otros no podrían?

Son padres sin hijos, hijos sin padres, o hermanos sin hermanos, movilizados para dar sentido a esa línea de filiación que se interrumpió dramáticamente. Suman ahora 650 familias de ambos pueblos, cuyos miembros tuvieron que enfrentar no solo emociones encontradas cuando los invitaron a participar en el grupo, sino cuestionamientos por parte de los suyos y calificativos de “traidores” cuando se integraron. Saben que desde la condición moral de víctimas, su mensaje de reconciliación es más irrevocable que los discursos oficiales. Trabajan juntos para estimular el mutuo entendimiento y contagiarlo al resto de la sociedad. Para ello visitan escuelas secundarias, organizan campamentos de verano con jóvenes, el grupo de narrativas paralelas coordina seminarios, una alianza con académicos traza el “paper de reconciliación”, un grupo de mujeres se reúne y planifica debates, ferias de cocina y textiles. Algunas de sus consignas son: It won’t stop until we talk (“No se detendrá hasta que hablemos”), We can make a change (“Podemos hacer un cambio”).

Cuando llegué a Tel Aviv en febrero de este año, el PCFF estaba viviendo un momento de revuelo positivo. Dos de sus miembros, Mazen Faraj y Nir Oren, viajaban a recibir el premio Unsung Heroes of Compassion de manos del Dalai Lama en California, Estados Unidos. Robi Damelin asistía al congreso del American Israel Public Affairs Committee en Washington y junto con Bassam Aramin –ambos son los actuales voceros internacionales del grupo– preparaba un viaje a distintas universidades norteamericanas e inglesas. Aaron Barnea y Bassam Aramin cerraban los detalles de un viaje para participar en el Día de las Víctimas en Colombia.

Dana: entre héroes y víctimas

Con la primera persona que me reúno es con Dana Wegman, hija de un ciudadano argentino-israelí, Carlos Daniel Wegman, que murió en un atentado el 2002 en Matzá, un restaurante árabe en Haifa. Hay círculos alrededor de Dana, de su paso por Europa, por Argentina, hay círculos a los infiernos cuando me relata el atentado, cuando recrea el vínculo con su padre, con su familia, con su inmigración forzada. Me muestra fotos, veo a un padre joven, con una cabellera frondosa y rubia, vistiendo pantalones acampanados, un padre seventies, idealista y cariñoso con sus hijas.

“Al momento del atentado, mi padre se recuperaba de un cirugía cardiovascular y salió a un restaurante. Cuando supimos del atentado, nos llamamos por teléfono, como siempre lo hacíamos para esos eventos; su celular fue el único que no respondía. Mi hermana prendió la televisión y reconoció el sticker del auto estacionado fuera del local.”

En un recorte de noticias que me envía Dana veo el lugar del desastre, las puertas y ventanas estalladas, la mesa atiborrada de pedazos de copas y platos, un paquete de matzá envuelto en alusaplas.

“Cuando supe la noticia fue como si alguien me apagara el sol, yo era su princesa.”

Dana me cuenta de su trabajo como artista plástica.

“Antes que mi padre muriera hice una exposición de arte. Era una colección de videos, entre ellos había una instalación de una persona que volaba con una bomba en un café. Más tarde esa pieza adquirió otro significado para mí, era un mensaje cifrado del futuro que vendría. Después con mi familia nos fuimos, por muchos años vagué entre Francia y España. Al final superé mis miedos y volví a Israel, quería hacer algo para contribuir al cambio de la situación. Primero participé en Combatientes por la Paz, un grupo de israelíes y palestinos que antes estaban activamente implicados en la lucha, pero que ahora se han comprometido a resolver el conflicto por medios pacíficos. Luego conocí al Círculo de Padres y ahí entendí que es desde ese lugar donde puedo influir en este proceso y trabajar a gusto.”

“En el año 2012 me aventuré con un proyecto: realizar un campamento con jóvenes israelíes y palestinos. Convocamos, buscamos familias acá y allá y resultó. Cuarenta jóvenes asistían al primer campamento de verano. Fue en esa ocasión, diez años después de lo ocurrido, que tuve que relatar lo del atentado en público. Fue una experiencia muy fuerte poder contar mi historia a chicos de los dos lados del conflicto.”

Veo el video que me facilita del campamento. Observo a jóvenes construyendo su relato, y experimentado un cambio en la mirada del otro: “yo antes los veía como enemigos”, “a mí ustedes me daban miedo”, “¿cómo es vivir en un campo de refugiados?. Luego, los veo cocinando juntos, practicando capoeira, haciendo teatro, enseñándose su idioma, realizando actividades con los ojos cerrados, conversando en el pasto a pleno sol.

“Lo que me pasó cambió mi vida, el camino del arte se transformó en el camino de la educación y el activismo. Puedes ser víctima o héroe, yo no podía superar la idea de ser víctima. Al conocer al Círculo de Padres entendí cómo hacerlo: ser parte de un grupo de gente heroica que eligió amar en vez de odiar.”

Aaron: la habitación del hijo

A las 8:00 am estoy en el primer cruce de Holon. Allí me espera Aaron Barnea. Es argentino pero vive en Israel desde 1958. Vamos a su casa, un hogar ordenado, acogedor. Aaron tiene pelo blanco, voz calmada, gestos firmes pero suaves. Mientras compartimos un café me cuenta cómo perdió a su hijo Noam. Su voz hace una pausa y sigo la curvatura de su círculo personal.

“Noam murió los últimos días de la guerra del Líbano en el 1999. Él no quería participar pero estaba enrolado y sentía que era su obligación, llevaba un prendedor que produjo problemas entre sus superiores: To leave Lebanon in peace. Le quedaban cinco días para concluir el servicio militar. Una guerra innecesaria, llena de mentiras. Le tocó desactivar un explosivo dejado por Hezbolá.”

A continuación me muestra la habitación de Noam: una cama individual pegada a la pared, las fotos de un muchacho joven, de finas facciones. El prendedor metálico de color blanco y con letras en azul, To leave Lebanon in peace. Todo intacto. Aaron, sin conocerme, me abre su espacio más íntimo: la habitación del hijo que ya no está, el soldado número 18,939. Antes de salir, retengo una imagen especial, Noam fumando y de pies cruzados en alguna montaña como un sabio cuyo humo eleva sus pensamientos.

“Ahora acá se quedan mis nietos.”

“Noam tenía muchos sueños y amigos. Luego de su muerte comencé a pintar, hice una exposición con óleos sobre él.”

Me acerco a los muros y veo las pinturas del rostro de Noam, las pinceladas de su tez bronceada, su musculatura joven.

“Unos días antes de su muerte vi en televisión a un grupo del PCFF visitando la casa del presidente Weitzman. Me llamó la atención la organización, y luego entendí que el destino me estaba enviando un mensaje: formaría parte de ella un tiempo después.”

“Yo estaba en contra de esa guerra, siempre he sido del movimiento propaz. Después de los siete días de duelo por mi hijo, la shivá, regresé a las protestas frente al Ministerio de Defensa.”

Leo la carta que le escribe a su hijo en el sitio web de la ong, las dudas que tenía el hijo de participar en el ejército, su resistencia, y las líneas que le dedica a la culpa que merecen los líderes de ambas partes por su falta de coraje e imaginación en este insano conflicto. Una carta estremecedora, un documento político, un aullido de padre: “Noam, eres mi bandera, mi símbolo, llevo tu dolor para alejar a otros de la apatía. Nuestra común lucha no está lista todavía, vuelvo a ti una y otra vez para dibujar mi fuerza espiritual desde ti.”

Escuela de Holon: los palestinos vienen atrasados

Aaron me ha invitado a una reunión en una escuela secundaria. Dentro de los proyectos del PCFF está el de visitar colegios mostrando el lado humano del conflicto en duplas, un palestino y un israelí. Llegamos al establecimiento, nos recibe la directora y pasamos a la sala de profesores a tomar café. Una llamada telefónica avisa que los miembros palestinos están atrasados, llegarán a las 10.”

Visitan cientos de escuelas por año y con este proyecto han llegado a más de veinte mil estudiantes de secundaria. Es un trabajo que necesita sumar granos de arena, un trabajo de aula en aula, de familia a familia, de joven a joven.

Efectivamente los palestinos, Osama Abu Ayush, Bassam, Rizek, Osama, llegan a las diez. Vienen en taxi desde Beit Jala, Bethlehem y Jerusalén Este. Los miembros palestinos de PCFF tienen permisos especiales para cruzar con mayor fluidez los agobiantes puestos fronterizos o checkpoints. Permisos para cruzar ida y vuelta, pero no para ser ciudadanos con los mismos derechos.

Entramos a una sala en el segundo piso. Hay veinte adolescentes sentados en semicírculo. Aaron abre la reunión con un categórico: “La ocupación no es una situación normal.” Relata brevemente su historia de vida, habla de Noam, de dejar el Líbano en paz, de la escena televisiva, de estar en contra de una guerra y tener que participar en ella. Después introduce a su compañero palestino, poniendo su mano en el hombro. Algo que no esperaba en estas reuniones es la ternura que transmite esta dupla de hombres que han pasado por una situación de duelo tan álgido, y ahora son un solo cuerpo acoplado que resiste décadas de narrativas hirientes.

Osama es joven, alto, es de Bethlehem. Cuando llega su turno se pone de pie. Las venas del cuello se hinchan. Noto que tiene acento árabe en su hebreo aprendido como segunda lengua. Creo que habla con cada una de sus fibras musculares: “Yo fui educado para ser un mártir, un libertador, mi futuro era volar un bus.”

Yo me enfrento a mis propios prejuicios, pienso que tal vez si lo viera subir el bus estaría atenta a sus movimientos y lo seguiría con la mirada. Se llama a sí mismo “Hijo caído”. Pero hay una sensación nueva mientras lo escucho, desprende electricidad en su honesto y compasivo relato. Busco en la mirada de la profesora y en los alumnos si no advierten lo mismo: el campo magnético que ha establecido con su cuerpo y sus palabras.

Cuenta que cada mañana debe cruzar el muro, pasar por la inspección de los soldados. Un chico de la sala pregunta, con natural ingenuidad, de qué muro están hablando. La mayor parte del curso mueve la cabeza en tono de “imposible”, un compañero se acerca y le explica: “el muro de seguridad” en Cisjordania, se lo dicen en hebreo, en inglés. Sin duda es la primera vez que escucha eso. Todos los países tienen ciudadanos con puntos de ceguera, recuerdo a mi natal Argentina en medio de la dictadura y los vecinos que no se enteraban de lo que ocurría en el barrio. Yo, que llevo dos semanas en el país, me parece que el muro es una presencia omnipresente. Y es violento con su estética alambrada de campo de concentración, con sus torres de vigilancia. ¿Cómo ha sido posible citar los miedos tan cercanos, las pesadillas históricas más recientes? Los defensores del muro dicen que ha bajado el número de atentados que los tenía paralizados; los que están en contra sostienen que solo ha hecho daño, que ha configurado una política de apartheid con más odio y segregación. Veo el muro, aunque no quiera, en la carretera 434 camino al mar Muerto, cruzando toda la vía 1 y la 6 cuando se viaja a Jerusalén. Una gran costura que separa ambos territorios.

La profesora del curso, arropada en pantalones y chaqueta de mezclilla, pulsa la tecla equivocada y dice Netanyahu. Cambia la expresión facial de todos en el grupo. El aula escolar es un territorio conflictivo, siempre lo ha sido, adultos y jóvenes nos disputamos una verdad, un entendimiento del mundo. Sigo con la vista a los chicos que se intercambian zapatillas y pienso en paralelo: de eso se trata, de cambiarse y ponerse los zapatos de otro, de probar otra horma y ver lo incómoda que nos resulta. De hecho uno de ellos, con zapatilla azul y otra amarilla, levanta el cuello e increpa a media voz a un compañero: “Hey, ¿por qué no dejas de repetir lo que dicen en tu casa y escuchas a una persona que viene a darnos su testimonio de alguien que vive en los territorios ocupados?” El curso se divide en dos bandos, la discusión se exalta. La sala de clase de paredes color celeste y un mural de corcho con tres recortes desperdigados es más importante que cualquier salón oficial de las Naciones Unidas.

Afuera de la sala le pregunto a Aaron si estas reuniones las repiten en Cisjordania. Me dice que no porque la Autoridad Nacional Palestina no las autoriza: “Se entiende, la situación no es simétrica. La parte palestina tiene mucha presión de no participar en estas actividades, que puedan significar situaciones de normalización. También quedan pendientes las escuelas religiosas judías que no han aceptado.”

En el intermedio todos regresamos a la sala de profesores. Me siento en esos descansos que tienen los boxeadores antes de regresar al ring. Se ve que han ejercitado desde muy adentro dejar de ser adversarios, el ambiente es distendido, se dan palmadas en la espalda, se ríen, conversan, hacen llamados telefónicos, se recuerdan citas, se preguntan por las familias de cada uno. Tomamos café, comemos bollos, y en un par de minutos es hora de la segunda reunión. Los sigo con mi libreta entre las escaleras, miro de reojo a estos ocho gigantes: Aaron, Rizek, Ben, Osama Abu Ayash, Avraham, Bassam, Osama.

Robi: nadie debe morir en nombre de mi hijo

Domingo en la tarde, en el hall del Hotel Mercure me encuentro con Robi Damelin y Bassam Aramin. Los acompaño a una charla que tendrán con la Fundación Telos, un grupo de la iglesia presbiteriana que ha organizado un viaje para conocer de cerca el conflicto. Me cuentan que han viajado mucho. ¿Por qué andamos buscando héroes? ¿Por qué no nos esforzamos nosotros en ser héroes? Su viaje al Medio Oriente culmina con esta reunión, a continuación tomarán el avión de regreso a Chicago.

Miro a Robi y a Bassam algo intimidados porque conozco los detalles de sus historias de vida. He preparado este viaje hace un par de meses y, como voceros angloparlantes, sus testimonios me han sido accesibles.

Robi se presenta frente al grupo: “Somos dos sobrevivientes, yo del apartheid sudafricano; Bassam, del Nakba.” Para el mundo palestino la creación del Estado de Israel es una fecha que registra una desgracia y se llama Nakba, que significa hecatombe/catástrofe.

Robi sigue. “Yo nací en Sudáfrica, he sido testigo de procesos de reconciliación, de justicia, cese al fuego, y quería salir de eso. El conflicto tiene costos para la gente real, costos humanos. La reconciliación es posible cuando humanizas el conflicto, cuando ves que detrás de esa víctima hay un padre, una madre, hermanos, todos desconsolados. Cuando David, mi amado hijo, un músico talentoso, activista por la paz, fue asesinado por un francotirador, yo le dije al oficial del ejército que tocó mi puerta: ‘nadie debe morir en nombre de mi hijo’. Pensé que nadie mató a David por ser David, sino por ser el símbolo de una política de ocupación. ¿Qué hacemos ahí? ¿Qué hago con ese sentimiento? Después de un largo proceso interno, me sumé al PCFF, al principio no estaba convencida, ahora creo que es lo que motiva mi vida.”

Robi también lidera el grupo de mujeres “Neighbors, women creating reconciliation”(“Vecinas, mujeres creando reconciliación”), una asociación muy activa que organiza reuniones, exposiciones, arte culinario y textil. Miro las fotos digitales de la exposición La presencia del vacío, en el museo de Tel Aviv, una muestra que sugiere la presencia de los seres queridos ausentes: un reloj de muñeca quemado y detenido a las nueve de la mañana, un pantalón y una camisa tendidos sobre una cama, la foto de un joven enmarcada sobre el respaldo de un niño que duerme entre sábanas blancas.

“Las mujeres deben ser sumadas a la mesa de negociación, deben ser parte del proceso de paz. Para una feria hicimos setecientos frascos de mermelada. Una vez, una mujer palestina, que debo decir a veces me sorprende lo subyugadas que están al patriarcado, me comentó que era la primera vez en su vida que ganaba algo de dinero.”

Para Robi es importante dejar que la gente tenga autoestima, no solo compasión; por ello, promueve también espacio para la fiesta y la convivencia. Lo veo en las fotos de sus celebraciones, con mesas opíparas, los saludos en las fiestas de cada religión o su exposición de vestidos en la feria textil. Hay un ánimo celebratorio en sus paseos, cuando van a plantar olivos, en las reuniones en casas alrededor de una cocina o en las visitas que hacen en conjunto al Museo del Holocausto o a los campos de refugiados.

Bassam: construir desde el dolor

Bassam Aramin se ha mantenido en silencio, pero cuando llega su turno habla con firmeza. Se expresa con una calma impertérrita, de hombre sabio. Dice que viene de una reunión con gente extremista, gente agradable. Que a veces el enemigo está dentro de uno. Es padre de seis niños y abuelo.

“Yo fui educado para ser un guerrero, hice un par de explosiones, pero nada grave, sin heridos. El pueblo palestino no tiene dónde esconderse, dónde estar a salvo, entonces ser guerrero o liberador en la vida tiene sentido. Es fácil, tomas esa bandera y luchas. A los diecisiete años me arrestaron, estuve siete años en una cárcel israelí. Yo estaba peleando contra la ocupación. En ese período dije ‘qué hago para no perder mi cordura en este encierro’. Comencé a aprender hebreo, la lengua de mis enemigos. Un día de actividades conmemorativas vi una película sobre el Holocausto. No podía creer lo que estaba viendo, no tenía idea de esto, vi las alambradas, vi los cuerpos magullados. ¿Por esto han pasado mis enemigos? Más tarde hice un magíster sobre el Holocausto judío en Inglaterra, necesitaba comprender por qué los soldados eran tan agresivos y conocer el proceso legal de justicia y reparación. Para mí, los israelíes no tenían rostro, solo eran enemigos. La cárcel puede matar la entereza de cualquiera, y yo conquisté mi dignidad. No fue fácil, me hice amigo de uno de mis guardias, me traía Coca Cola, él luego se hizo partidario de la lucha palestina. Ambos nos transformamos.”

“En el 2002 nos reunimos cuatro palestinos y siete militares de alto rango, fue una reunión llena de mentiras. La idea fue dejar las armas y comenzar a hablar de la ocupación. Luego fui cofundador de la organización Combatientes por la Paz. Participé en las reuniones alrededor de la Iniciativa de Ginebra. En el 2007 una patrulla de soldados estaba cerca del colegio de mi hija, alguien disparó al aire y la bala le dio a ella. Entonces te das cuentas de que lo más sagrado, tu familia, no puede ser protegido. Durante los días de agonía fui acompañado por treinta familias israelíes, que estaban a mi lado en el hospital Hadassah. Así descubrí, de ese modo doloroso, la humanidad del otro.”

“Decidí no vengarme, no ser un héroe para algunos. Mi batalla ha sido que se reconozca el crimen de Abir, y que el asesino termine en la cárcel. Ha sido una lucha difícil, nadie reconocía el disparo, tuve que recurrir a peritos, abogados y a los tribunales. Hace un par de años, la causa salió favorecida, se identificó al culpable, fue una noticia. Abir tenía un reconocimiento, su muerte no era en vano.”

En la sala estamos pendiendo de un hilo de silencio y aguantando las lágrimas. Pienso que por tantos años hemos sido entrenados en la legítima identificación con el drama de Ana Frank, y luego no sabemos cómo nombrar a una niña de diez años que muere en la villa de al lado, en el pueblo de Anata en Jerusalén. Se llamaba Abir y es una de las tantas Ana Frank palestinas. Miro la foto de Abir en las redes, un rostro dulce, su flequillo ordenado, una estudiante ejemplar, reconozco la mirada, las cejas de su padre.

“La ocupación todavía existe, vivimos en ocupación, el símbolo es un ejército que ocupa. ¡Dos, tres, cincos Estados, cualquier solución será mejor que dos tumbas!”

Robi nos mira.

“Ustedes van al exterior, a sus países. Tengo un mensaje. No sean proisraelí ni propalestino, no necesitamos gente expandiendo un discurso de odio, estén a favor de la solución. Ayúdenos a comprender la tragedia que estamos viviendo. A veces se está metiendo a toda una sociedad en un mismo saco. No deseamos perpetuar el conflicto.”

En la dinámica Robi-Bassam hay encanto, respeto y humor. Se despiden con una sonrisa, cruzan dedos, la charla finaliza con bromas.

Robi, a continuación, despliega su nuevo proyecto, un hermoso libro de cocina, Jam session, que reúne recetas de mujeres israelíes y palestinas con fórmulas de mermeladas y verduras conservadas (pickles), y por supuesto, sus narrativas de vida. Es un libro de formato amplio, a colores, muy bien hecho. Nos pregunta cuánto debería cobrar, “¿será que 35 dólares es mucho?” Todos miramos encantados la maqueta.

La imagen concentrada

Viajo a Ramat Efal a reunirme con Doubi Schwartz, el gerente general del PCFF, es un ciudadano israelí experto en asuntos árabes. Doubi me llama cuando estoy en la recepción para avisarme que no podrá llegar porque tiene una importante reunión con un eventual auspiciador en Tel Aviv, pero que estará Tima Rabie. Lo comprendo absolutamente y subo las escaleras.

Tima es la asistenta en las oficinas de Beit Jala (Palestina) y en Ramat Efal (Israel). Cuando me abre la puerta, pienso que nos parecemos mucho, ella es más joven, pero tenemos cabello y tonos similares. Nos sentamos frente a frente en una mesa, con una jarra de café y dos tazas. Pienso que hasta ese momento no he podido reunirme con un palestino a solas, todas las citas por un motivo u otro no resultaron. Esta es la oportunidad de hacer preguntas que nadie más responderá.

Le pregunto cómo maneja eso de pasar de un lado a otro, me dice que nació en esa condición, que es una ciudadana israelí-palestina.

“Vivo acá, cuando hablo hebreo no tengo acento, cuando hablo árabe no tengo acento. Fui a un colegio con israelíes donde se respetaban las fiestas judías, cristianas y musulmanas. yo no me siento discriminada, sí me siento una persona laica, moderna.”

Pero insisto, no es lo mismo, hay muchas diferencias. Le pregunto sobre su vida cotidiana y ella a mí, creo que nos imaginamos nuestras vidas cuando guardamos silencio y miramos por la ventana al jardín.

“Quiero que mejore la situación para los palestinos, que haya dos Estados pero no quiero estar cerca de ningún fanático. Una vez fui a un campo de refugiados Fátima Al-Jafari y son horribles las condiciones en las que viven.”

Le digo que me impactó el caso de Bassam, una lucha tan básica. No sé cómo llegamos a otro caso. Me cuenta que hay una mujer israelí en el grupo que perdió a uno de sus hijos y su otro hijo se suicidó por el conflicto. “¿Te puedes imaginar lo que es eso?” Le saltan lágrimas y me dan ganas de tomarle las manos, pero no me atrevo. Cerramos los ojos, cada una a un lado de la mesa, sorbiendo el último resto de café. No tenemos más que negociar que nuestra empatía.

Tima se mueve con gracia entre los estantes para darme folletos, documentales, papelería, adhesivos siempre escritos en hebreo, árabe e inglés. Le digo que solo entiendo uno de esos idiomas. “You should learn”, me dice, y yo miro esos signos tan ajenos. Sobre la mesa están las llaves de la oficina de Beit Jala, las veo como quien mastica una invitación, y quiero decirle que me lleve, pero mi vuelo a Santiago parte en la noche, y temo no llegar a tiempo.

Come back”, se despide en la puerta y me abraza.

Me he acostumbrado a ver duplas de palestinos e israelíes, me educo en otra forma de configurar las cosas. El ejercicio vital es distinto, se trata de ensamblar nuestras narrativas corales. Han creado una nueva forma de ser familia, de ser pueblo; intentan pasar del rectángulo opresivo de la ocupación y la enemistad a la fluidez de los círculos.

Dicen que todo viaje es una imagen concentrada de nuestra existencia. Quiero pensar que no camino en la línea recta y equivocada de la historia. Quiero pensar que tengo las llaves de esa otra cerradura y que avanzo en círculos. Quiero pensar que me adentro en los círculos de Aaron, Bassam, Robi, Osama Abu Ayesh, Dana, Mazen, Ben, Tima, Rizek, Osama, Doubi, y tantos más. Que camino en círculos para encontrarme con ellos en su ternura, en su fino humor, en su compromiso, en su creatividad, en su encanto por la vida. Caminar en círculos hasta que uno se pierda de vista a sí mismo y vea al otro. Caminar hasta no verme esos días en Tel Aviv, y ver, en cambio, a Tima en Beit Jala.

Cerrar un círculo de violencia, inaugurar otro de esperanza. ~

 

 

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Andrea Jeftanovic (Santiago de Chile, 1970) es narradora, ensayista y docente.


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