¿Universidades de unos y ceros?

¿Cuál es el papel de la universidad en un contexto en que su mercantilización y su digitalización caminan en paralelo?
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Soy profesor universitario. Un profesor universitario joven, si aún se nos permite el adjetivo a quienes a duras penas resistimos en los treinta y nos hemos educado a golpe de trabajos a máquina, horas y horas recorriendo bibliotecas o listas de espera para utilizar las primeras, y desesperantes, conexiones a internet.  

Asistí al surgimiento de la educación virtual desde su cuna, es decir, en Estados Unidos, cuando las universidades de mayor caché iniciaban la competencia en campus virtuales, cursos masivos online (MOOC´s ) y nuevas sedes globales en Dubai o Shanghai. Por entonces, hablamos del segundo lustro de los dosmiles, la Universidad de Pensilvania nos impartía cursos de pedagogía donde se promovía el uso de las “nuevas” tecnologías en aulas equipadas para todo tipo de excursión digital. Dicho y hecho: con el entusiasmo de los recién alistados acudíamos a nuestras clases provistos de una buena colección de videos de Youtube y presentaciones en Power Point. Incluso algunos de mis compañeros ponían música relajante mientras los estudiantes llegaban al salón: el aula podía convertirse en un parlour de hidroterapia.

Pronto, la experiencia cotidiana comenzó a hablarnos de otra manera, pues advertíamos que el protagonismo de la pantalla restaba profundidad a los contenidos e infantilizaba nuestra relación con los alumnos, factores que, sin embargo, no se consideraban en aquella tecno-pedagogía, especialmente atenta al mantra de que el estudiante no se puede aburrir. La idea, por lo extendida, resulta especialmente perniciosa, pues la lógica del entretenimiento, tan dominante en el intercambio de información actual, se opone a muchas de las dinámicas propias de un salón de clases y su exigencia de un esfuerzo intelectual poco dado al disfrute inmediato. Vaya, que aunque te diviertas, a la clase no vas a divertirte.

En el fondo de esta cuestión surge una pregunta más amplia sobre el papel de la universidad en un contexto en que su mercantilización y su digitalización caminan en paralelo. Rescataré algunas frases aparecidas recientemente en El País, donde se ha desarrollado un intenso debate, que  resumen algunos de los comodines más usados en los foros sobre educación: “el trabajo de la universidad consistirá en certificar los conocimientos que alguien puede haber adquirido de mil maneras y fuentes”  (J. A Aunión), “el aprendizaje se ha vuelto ubicuo y la clase ha perdido su protagonismo” (P. de Pablos), la universidad debe “adaptar los contenidos, la forma de estudiarlos y presentarlos a las necesidades de un mundo conectado, en el que todos los jóvenes disponen de todo el conocimiento”, así como abandonar “la clase magistral, en la que el profesor, desde lo alto de su podio, predica a los ignorantes estudiantes cuya obligación es callar y tomar sus abominables apuntes” (Garicano).

¿Certificar conocimientos adquiridos “de mil maneras y fuentes”?, ¿jóvenes en disposición “de todo el conocimiento”? Aquí conviene  aclarar que la universidad nunca acaparó la patente del conocimiento, pues su parcela de interés no pretendía alcanzar la totalidad de saberes extramuros, ámbitos que solo muy recientemente y por necesidades de tal “adaptación” están generando una multitud de titulaciones impensadas hasta hace unas décadas (en Illinois existe, incluso, una Universidad de la hamburguesa financiada por McDonald’s). Y también parece necesario insistir en la diferencia entre los términos de “información” y “conocimiento”, pues si bien internet ofrece toneladas de información, el conocimiento implica un complejo proceso de adquisición que, en el caso universitario, pone en juego una estructura institucional (centros de enseñanza, cursos, planes de estudio) y mediadores validados (profesores) que garanticen su calidad. Así que, lejos que disponer “de todo el conocimiento”, podemos decir que los jóvenes acceden a un enorme caudal de información que, obviamente, no implica “conocer” aquello de lo que informa.

Frente a las voces que apuestan por la transformación integral de la universidad y su adaptación a los desarrollos digitales, convendría situarnos en perspectiva: hasta 2003 o 2004 no se generaliza el uso doméstico de internet, hasta 2007 o 2008 no ocurre lo mismo con las redes sociales y no es hasta algo más tarde cuando se implementan las asignaturas y titulaciones en línea. A la experiencia de muchas de estas iniciativas me remito, pues no deja de comprobarse la necesidad de ajustes y mejores desarrollos, ya sea por la alta deserción registrada en los cursos masivos por internet (solo culmina el 7% de los inscritos) o por la rigidez de los cursos regulares en línea y la dificultad para establecer estrategias de seguimiento más allá de una evaluación exhaustiva. Y es que, hasta ahora, la tecnificación del mundo universitario ha producido dinámicas mucho más normativas de lo que se preveía, generalizando el control de cualquier aspecto cuantificable y la robotización de los actores implicados, con estudiantes sometidos a métodos conductistas y multitud de pruebas estandarizadas oprofesores que deben sobrellevar horarios de oficina, evaluaciones continuas y rankings que terminan estrechando su libertad de cátedra y su capacidad de interacción con los alumnos.

 A este respecto, Martha Nussbaum apunta la crisis social que representa una educación y una ciudadanía moldeadas por el lenguaje de la tecnocracia, mientras  J. M. Coetzee se pregunta si una universidad que no solo margina la filosofía, la historia o la literatura, sino que asume un lenguaje institucional incompatible con estas disciplinas, puede seguir considerándose como tal. Nada más contrario a este espacio que arrinconar la formación integral del individuo o convertirse en una mera agencia laboral. De hecho, que vivamos en sociedades permanentemente conectadas representa un buen argumento para apostar por una universidad que reclame su especificidad como entorno de conocimiento y que cuestione las lógicas de la urgencia o la inmediata productividad del universo digital. 

 

 

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(Madrid, 1977) Obtuvo un doctorado en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Pensilvania (EUA). Es ensayista y profesor de literatura en la Universidad del Claustro de Sor Juana (México).


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