Charles Tomlinson 1927-2015

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Recostada en el fondo del valle, la casa –o más bien, la vieja pareja de cobertizo y establo (“con crin ligaban la argamasa: había caballos”) que era su hogar desde 1958– brillaba como un lingote; una caja de cerillas abrochando la cremallera del río, rozándose con la vegetación oscura (acebos, castaños, nogales, algún roble) que crecía en la orilla. Al otro lado, una ladera con pastos: cercas de madera, un rebaño de ovejas, vacas tranquilas. Una escena inverosímil de puro idílica, a pesar de que era noviembre; el cliché de la arcadia inglesa. Pero el hombre que miraba a su alrededor con aire satisfecho, refiriéndome los accidentes del terreno mientras fruncía el ceño y se frotaba las manos heladas, llevaba un coqueto béret francés (azul marino) y no se resistía a interrumpir sus comentarios para citar en voz alta a Mallarmé: “Mon âme vers ton front où rêve, ô calme sœur, / Un automne jonché de taches de rousseur….” El acento sonaba escolar, pero el énfasis era impecable, con especial atención a las vocales largas y las rimas, entonadas sin pedantería. El aire se volvió más tibio de pronto, como si hubiera soplado directamente desde Valvins.

Poco después, sentados a la mesa de la merienda, la ingenuidad con que acepté su invitación a probar su amado gentleman’s relish (una pasta de anchoas de textura arenosa y sabor alquitranado que no puedo recordar sin estremecerme) lo puso de buen humor para el resto de la tarde. Aquel mejunje era una pervivencia de su paladar infantil, un eco del joven Tomlinson criado en la penuria de una Inglaterra proletaria que él, sin embargo, recordaba sin nostalgia pero también sin rencor. Como ha recordado su editor Michael Schmidt, “se alegraba de no haber padecido «la suave opresión de la prosperidad»”. Y el mismo Charles, comentando uno de sus grandes poemas de madurez, “The Return” (“El regreso”), había definido su infancia como un tiempo “de carencias, pero a la vez repleto de posibilidades insospechadas”. Su estoicismo no exento de picardía, afirmado por la vitalidad y el buen humor, desdeñaba las quejas y las excusas de mal pagador. Nada de perder el tiempo lamentando lo que fue o lo que podría haber sido. “La casa se construye con lo que ahí encontramos”, y así también la vida, la poesía, los espacios complementarios de la familia y la palabra, la amistad y el arte. Como escribió en otro poema célebre: “El azar de la rima es el azar de los encuentros: desde ese mismo instante / lo fortuito se vuelve, por encontrado, vinculante”.

Esa vida se cerró el pasado 22 de agosto, a los 88 años. La noticia no fue una sorpresa para quienes estábamos más o menos al corriente de su estado, pero no por ello fue menos triste. Poeta, traductor y crítico literario, artista gráfico, profesor universitario, viajero impenitente… la lista de sus méritos es tan extensa como la de sus amigos y lectores, pero más importante que cualquier inventario es subrayar la coherencia rigurosa que animó su itinerario vital y creativo. Una coherencia, por lo demás, que abundó en riquezas y paradojas inesperadas: el inglés casi estereotípico que habita su hogar de hobbit sin dejar de recorrer medio planeta, de Italia a Japón, de Grecia a Nuevo México; el poeta de la naturaleza capaz de leer con lúcida ferocidad las superficies de la vida urbana; el admirador del estilo neoclásico de Dryden y de Pope que dedicó gran parte de sus esfuerzos juveniles a introducir la poesía norteamericana de vanguardia (Stevens, W.C. Williams, los poetas objetivistas, el grupo Black Mountain) en la Inglaterra de su tiempo; el notario puntilloso de su tierra, obsesionado con la noción de lugar y con acotar el suyo propio en la trama intrincada de gremios y clases sociales en su Stoke-on-Trent natal, que fue también el poeta inglés más cosmopolita y volcado hacia Europa de su generación, traductor de Fiódor Tiútchev y Antonio Machado, lector de Ungaretti y Philippe Jaccottet, amigo y colaborador de Octavio Paz…

El poeta, en fin, que hizo del mirar un arte, empeñado en aunar las lecciones del empirismo y de la imaginación recreadora, tan fiel a los datos de la percepción como a la memoria que ahonda y sintetiza, pero que a la vez, en sus collages y de calcomanías, plasmó paisajes interiores que observan las leyes del deseo y la metamorfosis, un edén de formas que juegan, charlan y se niegan a estar quietas. Su entusiasmo juvenil por la obra visionaria de Blake (a quien emuló en un libro –Nightbook– que duerme felizmente en su archivo) lo vacunó para siempre contra la tentación de la verbosidad y el subjetivismo miope, pero fue ese mismo aliento onírico el que dio vida a su trabajo visual. En poesía, sin embargo, halló modelos en la reticencia elegante y rococó de Wallace Stevens, la sobriedad sincopada de W.C. Williams o el diálogo a tres bandas entre percepción, imaginación y memoria que alimenta el otro romanticismo, el de los poemas conversacionales de Wordsworth y Coleridge. Su verso tiene la claridad del cristal o del diamante, pero es un cristal que mira y piensa, que camina de la mano del mundo y registra sensaciones con la precisión de un sismógrafo que luego, en la página, dibujara terrarios y jardines.

Charles halló muy pronto residencia en la tierra de nuestro idioma gracias a la amistad cómplice y admirativa de Octavio Paz. La mayoría de sus amigos españoles y mexicanos lo fueron porque, a su vez, eran amigos y colaboradores de Paz. Su vínculo con México y, más tarde, con España, fue íntimo y profundo. Sus poemas sobre México, extensión de los que dedicó en la década de 1960 al sur de Estados Unidos, se leen como un diario intermitente de sus viajes por el país: la frescura y la perspicacia de sus sondeos están hechas de cercanía y extrañeza, asombro y admiración; parece tener un sexto sentido para el dato significativo, el detalle humorístico, la distorsión que su propia presencia introduce en la escena.

Por contraste, sus viajes a España fueron pocos y tardíos. Como muchos ingleses de su generación, se negó a visitar el país durante la dictadura de Franco. Quien solía definirse como anarquista tory sintió toda su vida una repugnancia visceral por cualquier forma de autoritarismo. Pero aquí halló, durante la década de 1990, lectores cercanos y atentos que le consolaron de algunas decepciones domésticas. Uno de ellos, Juan Malpartida, coordinó una antología de título significativo (La insistencia de las cosas, 1994) que tomaba como germen o cimiento las versiones que Octavio Paz había hecho más de veinte años atrás. Serían el punto de partida de otras muchas, en México y en España.

Parece claro que con sus versiones Paz no quiso únicamente saldar la deuda contraída desde que Tomlinson, a la vuelta de su primera visita a México, tradujera algunas piezas breves de Días hábiles (“Madrugada”, “Aquí”, “Paisaje”…); fue también el modo de expresar su admiración por una poesía que, sin renunciar a la imagen luminosa y la palabra medida, salía una y otra vez al encuentro del mundo. En su amigo inglés Paz halló al vástago improbable de Wordsworth y Valéry: la herencia del romanticismo pasada por el tamiz de la modernidad constructivista. Rigor, sí, ma non troppo. La mezcla era seductora para un Paz que venía cansado de las vetas más lenguaraces de la vanguardia, sobre todo la hispanoamericana. El trato con Tomlinson le llevó a Wordsworth (El preludio) y de ahí a concebir el plan de un poema autobiográfico, lo que ahora conocemos como Pasado en claro. Diría incluso que en la lección de equilibrio y claridad analítica de esta escritura, en su respeto escrupuloso por el mundo sensible, llegó a ver una virtud moral: el pudor o la reticencia como una forma suprema de higiene; y sin la obsesión francesa de cortar pelos en tres que confundió incluso a un poeta como Ponge.

Por lo demás, las afinidades no pueden ocultar las diferencias. Las cartas nos dicen que la fase más intensa de su diálogo tuvo lugar durante los años que siguieron a la escritura y montaje de Renga, cuando Paz halló en nuestro poeta un interlocutor fiable y eficaz que compensaba esa desidia latina a la que nunca terminó de resignarse. Pero Charles estaba lejos de la pasión política de Paz. Sin llegar a lamentarla, la vio como un estorbo, una interferencia que ponía en entredicho el impulso creativo. Los escasos poemas de corte político de Tomlinson (como el justamente famoso «Asesino», puesto en boca de Ramón Mercader) son más bien retratos psicológicos, denuncias de la ceguera o el embotamiento emocional que induce la fe revolucionaria. Mercader es literalmente incapaz de ver a su víctima. Nada en su adiestramiento ideológico le ha preparado para el caudal de sangre que mancha la mesa, los libros, su propia ropa. La materialidad grosera de la sangre es la venganza que la vida concreta, el cuerpo irreducible de la vida, inflige en la mente ofuscada por el fanatismo.

La obra de Charles Tomlinson se cumplió, a todos los efectos, con la publicación de sus New Selected Poems (Carcanet, 2009). Desde entonces, ingresó en un mutismo que la muerte no ha hecho sino confirmar. Quedan sus poemas y traducciones. Quedan sus ensayos, impecables, pegados a la letra de la obra y sin embargo capaces de iluminarla desde ángulos insospechados. Queda su voz, recogida en las grabaciones que Richard Swigg fue haciendo durante años y que abarcan no sólo sus propios libros sino textos centrales en su formación como La tierra baldía, sin duda la mejor lectura del poema de Eliot que he leído nunca (algunas de estas grabaciones se pueden escuchar en PennSound, portal de la Universidad de Pennsylvania). Que nada habría posible sin la compañía, el apoyo y la complicidad de su esposa Brenda, como él mismo se encargaba de repetir cuando tenía ocasión ("Le doy a leer todo. And damn it, she’s always right!"), no es sino otra forma de llamar la atención sobre esa continuidad fundamental que, por debajo de las paradojas aparentes, define su vida y su obra; una fidelidad ejemplar al arte como educación de los sentidos y lección de vida que todo lo imagina o anticipa, hasta su propio final: “Mariposas amarillas / que transitan nerviosas / de flores escarlatas a flores de bronce / desaparecen cuando la noche aparece”.

 

 

Tres poemas de Charles Tomlinson

Traducción de Jordi Doce

 

Las pisadas del ciervo

…Las pisadas del ciervo

que anoche se adentró por el jardín

cesan al pie del manzano sin fruto,

perfilado en la escarcha rutilante

que sentimos al filo de toda conjetura:

el ciervo que no está fulge con su presencia

de cosa percibida, substancial pero ausente.

 

Para Nōrikō

Mientras miraba las flores del cerezo

pensé en los rasgos de tu caligrafía

cabalgando en el aire de la página

sobre la que oscilaba tu pincel: trazo a trazo,

un repentino florecer de caracteres,

de signos vivos, surgidos de la nada,

como si el pliego fuera, a la vez, rama y aire.

Pero si tu escritura se parecía a un árbol

desplegando sus pétalos, ¿qué decir de tu arte,

cuántas generaciones fluían por tu brazo?

Hubiera asegurado que tus ágiles toques

irradiaban la vida que había en ti y en otros.

Retirado el pincel, el texto aún ondea

en la luz indecisa, en este vacilante

invierno inglés que a medias entra en la primavera.

 

Campos de Castilla

i. m. Antonio Machado

Las cigüeñas, de nuevo en estos campanarios,

nos dicen que el invierno se termina. Este año

se quedaron, pero el sol de diciembre,

que es reflejo de su blancura, no puede hacer

que los meses se esfumen, suspensos entre

las ceras de esta escarcha, su deshielo brumoso,

y el regreso del verde a lo que ahora

se nos muestra desierto. Las encinas,

como las cepas, crían presencias color pardo;

los campos, que parecen en barbecho, yacen tranquilos

y arados sobre el grano que pronto ha de inundarlos…

pronto, esto es, para las estaciones giratorias

y las altas cigüeñas, con su longevidad por delante,

que ocupan ciudadelas de ramas apiladas sobre Castilla.

Alcalá de Henares-Toledo

 

 

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(Gijón, 1967) es poeta, crítico y traductor. Ha publicado recientemente 'Perros en la playa' (La Oficina, 2011).


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