2016 ha sido un curso de cisnes negros. El Brexit, el fracaso del acuerdo de paz en Colombia, el triunfo de Trump en las elecciones de Estados Unidos o el rechazo a la reforma constitucional planteada por Renzi en Italia son algunos ejemplos. Y el año todavía no ha terminado.
El referéndum sobre la permanencia de Reino Unido en la Unión Europea inauguró este tiempo histórico de lo impredecible. El resultado sorprendió incluso a quienes apostaron por marcharse de Europa, que ni siquiera contaban con que pudieran ganar. Es más, hubo alguno que no tenía muy claro que quisiera ganar, y que llegó a confesar: “Pensé que mi voto no contaba”. Con el Brexit, los occidentales rompieron con el guión establecido, y esa tendencia se ha contagiado, de un evento político al siguiente, hasta llegar a la dimisión de Renzi.
La sorpresa ante la victoria del Leave da idea de que, para muchos, el voto ha pasado a constituir un elemento expresivo, y la democracia, un sistema de afectos e identidades. Así, algunos de los cisnes negros que hemos conocido este año pueden explicarse como una reacción emotiva a un statu quo que genera incertidumbre y descontento. Pero, ¿por qué los ciudadanos eligen adentrarse en lo desconocido, sea abandonando la UE, rechazando la paz, proclamando a un candidato excéntrico y autoritario o eligiendo el caos constitucional?
En contra de lo que se ha repetido con frecuencia, no son los perdedores absolutos de la globalización quienes en mayor medida se han decantado por las opciones políticas enfrentadas con el establishment. Y tiene sentido. Quienes menos tienen no pueden tomar riesgos. Sin embargo, hay un grupo de votantes que, sin ser perdedores netos en términos estadísticos, sí lo son en términos relativos, y se sienten defraudados en sus expectativas. Y ese es el votante que puede permitirse ser emprendedor, apostando por opciones políticas rompedoras. ¿Por qué hay ciudadanos que votan a candidatos populistas contrarios al establishment? Fundamentalmente, porque pueden.
El emprendedor político cuenta con incentivos para rechazar las opciones tradicionales, que ya conoce y le han defraudado, y, al mismo tiempo, dispone de un pequeño colchón, tiene la convicción (fundada o no) de que, cualquiera que sea la consecuencia de su voto, saldrá adelante. Esta certidumbre, propia de la sociedades que han consolidado un cierto umbral de bienestar, es la que le concede el margen de maniobra necesario para ser electoralmente innovador. Un margen del que los estratos más bajos de la sociedad no disponen.
Así, el emprendedor político parece actuar, por momentos, en base a dinámicas de destrucción creativa. El razonamiento que subyace al discurso de quienes quieren “ver arder el mundo” podría describirse así: los partidos y las políticas tradicionales se han mostrado incapaces, al menos desde el estallido de la última gran crisis global, de dar respuesta a los desafíos de las sociedades diversas y las economías integradas. Las viejas promesas de trabajo, crecimiento sostenido y progreso lineal se han hecho añicos. En este momento de incertidumbre han aparecido nuevas opciones que, desde un diagnóstico crudo y descarnado de la situación y un análisis de la gestión mediocre de las élites, se han presentado como alternativa. ¿Por qué no probar?
Sin embargo, la insatisfacción no es suficiente para explicar la oleada de democracia revolucionaria que sacude nuestro mundo globalizado. Al fin y al cabo, el descontento es inherente a la política. La diferencia puede encontrarse en que vivimos un momento excepcional en el conservadurismo biológico de las sociedades. Por norma general, los individuos son aversos al riesgo. Por utilizar la feliz descripción de Michael Oakeshott, las personas preferimos “lo familiar a lo desconocido, lo contrastado a lo no probado, los hechos al misterio, lo real a lo posible, lo limitado a lo desenfrenado, lo cercano a lo distante, lo suficiente a lo superabundante, lo conveniente a lo perfecto, la risa presente a la felicidad utópica”.
Pues bien, lo que ha sucedido recientemente es que millones de personas en todo el mundo parecen haber dejado de ser conservadoras, y esto explica en alguna medida la sucesión de acontecimientos inesperados: al fin y al cabo, las revoluciones han coincidido históricamente con periodos de inestabilidad y frustración de expectativas. Todo indica que la oleada de democracia revolucionaria se prolongará durante 2017, pero no durará para siempre: en el mundo posmoderno, lo innovador no tarda en volverse caduco. Cuando las olas se retiren, descubriremos un nuevo equilibrio político sobre la arena. Eso sí, la democracia liberal, tal como la conocimos, habrá quedado transformada para siempre.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.