Jani quiere pensar que la perra va a estar bien. Que si su padre lo dice, la Daisy va a estar bien. ยฟQuรฉ le va a pasar en unos dรญas?, ha dicho el padre. La vecina le va a dar comida, la va a llevar a la plaza. Dile chao y ayรบdame con las maletas. Y Jani se despide de la perra, dame la patita, y sube con su padre a la citroneta. Por primera vez viajan juntos, solos. Es una madrugada de diciembre de 1975. Una telaraรฑa azul, el cielo, cuando el padre y la hija enfilan por la Panamericana Norte hacia Los Andes y luego los Caracoles y el Cristo Redentor y San Luis y la pampa demasiado quieta y alguna bandada de pรกjaros de repente y bien al final Campana, el pueblo donde vivieron sus padres hasta que se trasladaron a Chile; ese lugar con olor a caucho donde hoy sigue viviendo la hermana menor de su madre, la tรญa Bettina. Y no solo viviendo, sino trayendo al mundo a una criatura que es la primera y รบnica prima de Jani, quรฉ acontecimiento. Por eso viajan en diciembre el padre y la hija, apurados, una semana como mucho. Y tambiรฉn porque a la vuelta Jani se irรก con Milena, su madre, al sur. Solas al sur. Ah, pero su padre le ha pedido que por favor, hija, no la mencione en Campana.
Y Jani no menciona a su madre, pero la recuerda.
Recuerda, por ejemplo, lo รบltimo que le escuchรณ decir: Ya pues, tesorito. Eso fue hace tres semanas, si no se equivoca, cuando fueron a la heladerรญa del centro. Jani se habรญa hecho trencitas en el pelo; veintiocho trencitas amarradas en las puntas con hilos de pita porque a su mamรก le gustaba tanto el peinado. Recuerda tambiรฉn que antes de pagar los helados su madre se acercรณ a un barbudo de la fila. Y aunque รฉl no la reconociรณ, ella insistiรณ en saludarlo. El hombre fue un poco grosero. Que cรณmo venรญa con ella, le gruรฑรณ, que si se llegaba a enterar Guillermo. ยฟCรณmo cresta vienes con la niรฑa?, siguiรณ alharaqueando. Estรกs loca, Milena. Pero su mamรก no estaba loca, no que ella supiera. Por lo demรกs, el padre no tenรญa cรณmo enterarse. El loco eres tรบ, atinรณ a responder Milena muy tranquila mientras volvรญa a su puesto con Jani en la fila. Despuรฉs tomรณ a la niรฑa del brazo y se fueron para siempre de la heladerรญa. Al rato ya estaban despidiรฉndose. Jani recuerda muy bien el filo puntiagudo de la nariz de su madre en la puerta de la casa que desde hace unas semanas habรญa dejado de ser su casa y ahora era solo la casa de su padre. ยฟCuรกndo te quedas a dormir?, preguntรณ la niรฑa. Ya pues, tesorito.
…
Demasiadas horas adentro de la citroneta blanca con sรกnguches de queso y salame, agua en una cantimplora y unas ventanas chicas pero suficientes para ver cรณmo las nubes se ponen gordas y arenosas mientras se alejan de Chile. El padre ha acomodado varios cojines en el suelo del asiento trasero para armar una especie de cama matrimonial, y ahรญ va Jani. Imagina que va de luna de miel. Pero, ยฟcon quiรฉn? Picotea galletas, tararea canciones de la radio y cuenta perros. Lleva seis meses contรกndolos. Desde que Milena llegรณ con la cachorrita y preguntรณ cuรกntos perros asรญ, blanquinegros, habรญa visto en su vida. Jani le preguntรณ si se iba a quedar a dormir, y la mujer dijo te apuesto a que no has visto otro perrito asรญ. ยฟCรณmo le vamos a poner? Y compraron una medalla de bronce donde tallaron el nombre, Daisy, con letra manuscrita y terminaciones afiruladas. En ese preciso minuto Jani decidiรณ que los iba a contar. Ahora lleva cuatrocientos cuarenta y dos perros si considera tambiรฉn al pastor alemรกn de los uniformados en la frontera, que detienen el auto con silbidos marciales y exigen documentos y rastrean y rastrean sin encontrar lo que buscan. El perro muestra colmillos radiantes, dentadura de lujo, pero a los uniformados no les queda otra que dejarlos ir. El pastor alemรกn sigue exhibiendo sus encรญas rosadas, como si estuviera contratado para promocionar pastas dentales, hasta que se funde con el paisaje.
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Al dรญa siguiente, cuando entran a Buenos Aires, paran en un supermercado a comprar mercaderรญa para el paseo que harรกn con la tรญa Bettina y la primita a Mar del Plata. Dulce de leche, galletas, arroz, cafรฉ, tรฉ, latas de esto y lo otro, verduras, un pollo. Cuando salen del supermercado Jani divisa tres perros a la entrada y dos en la vereda de enfrente. Cuatrocientos cincuenta y ocho. El padre le pide que lo acompaรฑe a hablar por telรฉfono. En la cabina introduce una moneda y dice hola, ya estamos en Buenos Aires. Y dice que sรญ, que no, que sรญ. Despuรฉs corta. Suben al auto, parten. Toman el camino hacia el interior. Cuatrocientos cincuenta y nueve, cuatrocientos sesenta, sesenta, sesenta. Cada vez hay menos perros. En la bifurcaciรณn hacia Campana los animales ya no se ven. A Jani se le ocurre que la raza canina ha sido exterminada de esta regiรณn.
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La รบltima vez que estuvo en Campana fue hace seis aรฑos, cuando vinieron con Milena. Mucho antes del conteo de perros. Bettina reciรฉn habรญa enviudado del tรญo Agustรญn y en la casa se respiraba un luto que a ratos parecรญa mรกs alivio que tristeza. En esa รฉpoca todo el mundo hablaba de la llegada del hombre a la luna, recuerda vagamente Jani. Pero estas calles ahora no le suenan. Su padre volviรณ un par de veces despuรฉs, solo. Habรญa que apoyar a la tรญa Bettina, decรญa. Milena, en cambio, juraba que su hermana menor tenรญa herramientas de sobra para apaรฑรกrselas con el luto. Apaรฑรกrselas, esa palabra usaba con frecuencia su madre. Jani piensa que su padre conoce la respiraciรณn del pueblo. Despuรฉs de un largo rodeo por callecitas torcidas, estaciona la citroneta frente a un naranjo. La tรญa Bettina los observa desde la reja con gesto ansioso, como si estuviera presa y recibiera por fin la visita de los รบnicos parientes autorizados. La niรฑa mira las frutas (mรกs verdes que naranjas) que han caรญdo del รกrbol al suelo y se han reventado.
Bettina sale de su encierro.
El padre baja de la citroneta.
Jani tiene la sensaciรณn de haber actuado esta escena antes, pero no alcanza a captar el cuadro completo porque de golpe la mirada de la tรญa Bettina es una daga que viene a cuartearla. Impresionante lo que ha crecido la nena, dice. Que estรก hecha una seรฑorita, dice, toda una seรฑorita. Que quรฉ edad tiene ya. Jani tiene doce aรฑos ya, pero aparenta catorce o quince. Se hace trencitas y se las deshace una vez a la semana para que el pelo le quede vaporoso. Le gusta representar mรกs aรฑos. Ahora lleva el pelo suelto, vaporosรญsimo.
โDoce.
โParece que tuviera veinte โle habla al cuรฑado, como si Jani fuera un amuleto y ellos la miraran esperanzados.
โMilena mandรณ saludos โmiente Jani.
El padre la mira con cara de me has traicionado. La tรญa Bettina no contesta. Pero la frase de la niรฑa no es una pregunta, de manera que nadie tiene por quรฉ contestar. Bettina se calza el papel de anfitriona y siรฉntanse como en su casa, queridos, en el baรฑo dejรฉ dos toallas, acomรณdense mientras preparo el mate y las facturas antes de que despierte la bebita.
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La bebita.
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Jani sale a caminar. Piensa que no va a poder seguir con la cuenta, que todo se acabรณ. Tres cuadras y ni un mรญsero perro. Regresa por la otra vereda, pero nada. Entra a la casa por la puerta trasera. Su padre y la tรญa Bettina siguen con el mate en el comedor. Jani se muere de sueรฑo, pero no va a bajar la guardia. No va a imitar a la otra, que duerme a pata suelta. Desde el pasillo escucha unos sonidos que quizรกs sean carraspeos. ยฟO son estornudos? Jani se acerca. Ni carraspeos ni estornudos, sino risitas entrecortadas de la tรญa Bettina que ahora dice: bah, Guille, pero en una de esas… Y no termina de hablar porque Jani ha entrado al comedor, se ha sentado sobre las piernas de su padre y, mientras ceba un mate amarguรญsimo, alega por la falta de perros. Sรญ que hay perros, la contradice Bettina. Lo que pasa es que duermen siesta como todo el mundo.
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Donde dice todo el mundo debe decir la bebita.
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Resulta ser una guagua como cualquiera: una guagua roja, arrugada, tan poca cosa todavรญa. Lo que sรญ tiene es pelo. Unas pelusas negras y gruesas, sembradas en un casco rollizo. La criatura asoma sus encรญas minรบsculas en algo ambiguo, que no alcanza a ser una sonrisa. Hola, nenita, saluda el padre. Habla como tarado, piensa Jani mientras sorbe el mate con fuerza. No escucha o hace como que no escucha las palabras taradas que emite: soy Guillermito, ยฟte acordรกs de mรญ? Tampoco escucha la reacciรณn de Bettina: quรฉ sonso que sos. Jani solo escucha la risa que viene a continuaciรณn y el estallido de un llanto terrorรญfico.
La expresiรณn de la tรญa calmando a la bebita le trae una visiรณn de su madre. De Milena en Campana calmรกndola a ella de una pataleta. Jani era muy chica entonces y todos hablaban del hombre en la luna y los trajes galรกcticos, pero tambiรฉn hablaban en sordina de otros asuntos que Jani entonces no captaba, ah, quรฉ podรญa captar ella de la bronca familiar. Bettina interrumpe de golpe el ensimismamiento de Jani para pedirle que salude a la nena. Jani descubre que la nariz de la criatura (que ya no llora) es idรฉntica, pero idรฉntica, a la de su madre. A la de Milena, que a fin de cuentas es la tรญa de la bebita, ยฟcรณmo su padre no lo ha advertido? Entonces encamina su mano hacia las hilachas negras-gruesas-puntudas de la guagua y acaricia esa cabeza minรบscula con el dorso de la mano, como si barriera el polvo de la superficie craneana.
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No llevan ni cuatro horas en Campana y el tiempo no avanza. Partirรกn a Mar del Plata en dos dรญas, pero a Jani le parece una vida entera. No hay televisor ni telรฉfono, y la radio se ve demasiado polvorienta como para ir y encenderla. Y lo peor: todavรญa no encuentra perros. Tendrรญa que ir a rastrearlos en algรบn peladero, llamar a alguien para que la ayude. ยฟLlamar a quiรฉn? ยฟHacer quรฉ? Hasta que se le ocurre trepar al naranjo que da naranjas amargas, terribles de amargas, por quรฉ se llamarรกn naranjas estas porquerรญas verdes, piensa Jani ya arriba del รกrbol. Ahora que nadie la ve suelta la cabeza y piensa en su madre, mucho mรกs allรก de la copa de los รกrboles. Piensa en la nariz de su madre y luego en la pampa, en los caracoles, en las curvas de regreso: cuenta perros argentinochilenos, ciento ochenta, ciento setenta y nueve, cien, cuarenta y ocho, los documentos, la revisiรณn en la aduana, el aire de cuchillo, treinta y al fondo otra vez la nariz de su madre. Pero no se puede hablar de ella, no se puede.
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En el sueรฑo de esa noche, Milena es una muรฑeca que dobla las articulaciones y suena. Crac. Rodillas y codos, crac. Mejor la endereza y la deja derechita, con los pies y los brazos en punta. Despierta en la madrugada: la guagua llora entrecortada, escandalosamente. El berreo dura varios minutos y es reemplazado luego por voces en el pasillo. Jani se levanta y los ve: dos figuras recortadas, su padre y la tรญa Bettina.
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Piensa que la pierde. Granito detrรกs de granito, pierde a su madre.
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En el sueรฑo de esa madrugada, su madre es la perra. Su padre abre el portรณn para entrar la citroneta y Daisy sale disparada hacia la calle. El ruido de los helicรณpteros parece raspar el cielo. Su padre le silba para que vuelva. Daisy, Daisy, venga. Pero los helicรณpteros tapan los silbidos. Su madre ya estรก en la otra cuadra, escarbando la tierra de otro jardรญn.
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Jani despierta al mediodรญa con el ruido de la aspiradora. Se mira al espejo, quiere hacerse trencitas, se arrepiente. Tiene el pelo como una mota de algodรณn. Si su madre la viera. La tรญa Bettina baila con el aparato elรฉctrico allรก afuera. El tubo en la mano derecha como la prolongaciรณn de una trompa. Jani le pide con seรฑas que apague la mรกquina. La tรญa obedece y se cuadra con la misma sonrisa del dรญa anterior. El padre ha salido a hacer trรกmites; la bebรฉ duerme, vive la vida de los holgazanes. ยฟHay alguna heladerรญa por acรก?, pregunta Jani. Golosita, ยฟah?, responde risueรฑa la tรญa. En la avenida Sarmiento, a un costado de la plaza, justo al frente… Jani deja a la mujer hablando sola con la aspiradora en la mano y se acerca a la cunita para comprobar que sigue ahรญ esa nariz tan demasiado idรฉntica, cรณmo su padre no lo advierte, a la nariz de su madre.
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Seis aรฑos atrรกs las calles de Campana estaban adornadas con guirnaldas de Navidad, igual que ahora, pero entonces Jani no las miraba con esta atenciรณn, no contaba perros. Por fin: cuatrocientos sesenta y tres. Tampoco pensaba en su madre ni en la Daisy porque la Daisy no existรญa y su madre estaba ahรญ; para quรฉ iba a pensar en ella. Pero esta heladerรญa es mรกs cerrada, tiene muchรญsimo menos aire que la del centro de Santiago. Y acรก no hay filas de gente ni barbones que te hagan la desconocida y luego te insulten. En vez de un helado, compra pastillas de anรญs. Miren que llamarla golosa. Peor, golosita. La calle apesta a caucho. El mismo olor, reciรฉn ahora lo recuerda, que tenรญa el tรญo Agustรญn. Jani apenas lo conociรณ, pero recuerda esa piel purulenta, atacada por el acnรฉ. Agustรญn era uno de los funcionarios mรกs antiguos en la fรกbrica de plรกsticos de Campana. Hacรญa el turno de noche: entraba a las diez y salรญa a las cinco de la madrugaba. Despuรฉs llegaba con ese olor a caucho y dormรญa hasta el mediodรญa. Hasta que una noche el corazรณn no le latiรณ mรกs. Una muerte serena, informรณ la tรญa Bettina.
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Por mรกs que los busca no aparecen. Al salir de la casa ha visto un cachorro sarnoso acurrucado a los pies del naranjo. Luego dos perros en tres cuadras, una miseria para el registro frecuente. Piensa en la Daisy recostada en el patio, con las hormigas y el polvo, guardรกndose los ladridos para cuando la vecina atine a escucharla. Se imagina que durante el viaje a Mar del Plata la prima afilarรก su llanto cortopunzante para boicotear el conteo de perros. ยฟCรณmo no lo previรณ? Esta noche sin falta hablarรก con su padre. Le dirรก que ella no viaja a ninguna playa, que regresa a Chile ahora mismo. Pero en ese instante los ve. Estรกn ubicados en sus puestos, en el sitio baldรญo que hay detrรกs de la casa, a pocos metros de la pandereta divisoria. Desde la vereda contraria los puede observar con toda claridad. Son siete quiltros tipo pastores alemanes con los pelos engrifados, que persiguen a una gallina y se comunican en un idioma propio. Jadean como si acabaran de pasar un test de esfuerzo. Gruรฑidos y cacareos en un coro desafinado. Las plumas se les pegan en los hocicos. Y de repente silencio. Todos los hocicos concentrados en la misma faena. Como si tuvieran culpa de lo que todavรญa no acaban de consumar y ya celebraran con el relamido de las lenguas que limpian sus hocicos. Jani decide no contarlos: esas son bestias, no perros.
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Bettina faenando un pollo, mudando a la guagua, puro empeรฑo.
Guillermo sacando cuentas alegres.
Jani tejiendo trencitas: cรณmo se lo digo, cรณmo se lo digo.
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Se lo va a decir cuando el padre se acerca y le acaricia la cabeza con un gesto que no es cariรฑo y Jani no alcanza a pedirle por favorcito que no abra la boca que empaquen y vuelvan a Chile que ella se va sola a Chile si รฉl no quiere que no le simpatiza la guagua no le simpatiza la tรญa por favorcito que la dejen irse donde su madre hablar de su madre despedirse de la Daisy incluirla en la lista para viajar al sur con las cuentas claras por fin con su madre. Se lo va a decir, pero el padre abre la boca y dice tenemos que hablar. Hay cosas que ya deberรญas saber, Ja. En la playa vamos a hablar. Jani sospecha que el hombre urde algo. Cada vez que miente la llama Ja. El helado de pistacho es muy rico, Ja. Hoy dรญa cualquiera pisa la luna, Ja. Te vas a acostumbrar, Ja. Y el pistacho es asqueroso y la luna es una bola distante y nadie nunca se acostumbra.
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รltimos granitos, piensa.
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En el sueรฑo de esa noche, la perra ladra a los helicรณpteros y en la cocina una fila de hormigas marcha por el borde de una muralla. Jani las va aplastando una a una con su dedo รญndice mientras murmura โtoque de queda, toque de quedaโ. El dedo le va quedando negro.
…
Hay un calor pesado esa maรฑana en Campana. Y de repente, como barrida por la tierra, una brisa tibia. El padre sale a hacer los รบltimos trรกmites al centro. Lleva la citroneta para que le revisen el agua, el aceite, los neumรกticos. A eso del mediodรญa emplumarรกn hacia la costa. Jani se sube al naranjo dispuesta a perder ahรญ las horas que restan. ยฟY si los dejara de contar de una vez? Cuatrocientos setenta y siete, habrรญa que corregir, porque el anterior fue un perro dormido. ยฟLos que duermen cuentan? Un perro que sueรฑa que es un hombre y despierta aullando debajo de un รกrbol. Un perro como cualquiera de estos siete que ahora vuelven a aparecer en patota y van con su caminar rumbero buscando restos de basura o quizรก quรฉ. A los de ayer se suma el quiltro de la esquina y uno de color hueso, enorme, y otro y otro. Jani no lo puede creer. Retoma el conteo con entusiasmo, casi con furor. Cuatrocientos setenta y ocho, cuatrocientos setenta y nueve, cuatrocientos ochenta. Le da un poco de miedo, pero desde la copa del รกrbol no pasa nada, los perros no trepan. Puede que sueรฑen que son hombres pero de ahรญ a trepar. Ahora estรกn todos debajo del naranjo, coordinando las acciones en su idioma de quiltros, buscando otra gallina, quizรกs que andan persiguiendo, que soรฑaron anoche. Se distribuyen por los alrededores del รกrbol listos para el operativo y la miran fijamente hacia arriba, le ladran: ella debe ser la presa. Jani piensa en tirarles naranjas, pero eso quizรกs avivarรญa mรกs la cueca. Habrรญa que llamar a alguien. Su papรก en las diligencias, Bettina en lo suyo, la guagua en el llanto, su mamรก tan lejos. ยกAyuda!, grita. Los perros muestran los colmillos, tan reciรฉn afilados, cada vez mรกs fieras. Quizรกs la ven como un hombrecito en la luna arriba del naranjo y por eso tanto escรกndalo. ยกAyuda! Y ve que la tรญa Bettina sale a espantarlos con una escoba, ยกfuera perros mugrientos!, con su palito de escoba que da risa. ยฟPor quรฉ no trajo el tubo de la aspiradora? Cuatrocientos noventa, cuatrocientos noventa y dos. No va a llegar a quinientos. No puede hacer nada desde su รณrbita. Los perros con los hocicos llenos de pajitas de escoba. Los lomos de erizo, enteramente carniceros. Esta no es Bettina, piensa, no es la madre de la guagua, no es la nariz de su madre, no son perros ni son ladridos ni es boca la que saca gritos de auxilio, la que aรบlla, la que ya no tiene gritos, la boca de la tรญa Bettina; no soy yo arriba del naranjo, papรก, no sรฉ cรณmo las bestias se le vinieron encima, te juro que no fui yo, no fui yo.
…
Mientras espanta a la jaurรญa, con la citroneta aรบn en marcha, el padre le suplica que consiga una ambulancia, que corra a buscar a alguien, a los vecinos, que cuide a la guagua allรก adentro, por favor, que cuide a su hermanita.
…
Jani baja del รกrbol, camina tres pasos y obedece al pie de la letra las indicaciones del hombre. Mecรกnicamente lo hace, apenas respirando. Porque las dos รบltimas palabras emitidas por el padre โtu hermanitaโ y los perros relamiรฉndose y la mujer toda mordida y enterarse asรญ, Ja, de las cosas que ya deberรญas saber, la liquidan.
…
A esta hora la citroneta figura como un dibujo. Estacionada afuera del hospital Municipal de Campana, sola, cargada con sรกnguches de queso, milanesas de pollo y frutas que ya nadie va a comer. Con las maletas, los canastos, las bolsas y las mantas en el suelo que nadie va a usar. Y ellos sentados en un banco de la sala de espera con el cochecito a un lado. Durmiendo, como si nada, la bebita. El aroma de las flores que descansan dentro de un jarrรณn hace mรกs respirable el aire. Jani imagina que en un par de dรญas asomarรกn incontables brotes silvestres que se dejarรกn respirar por las narices de una madre y una hija enfilando hacia un sur desconocido para ambas. Habrรก controles en la carretera y perros con dentaduras aceradas que intentarรกn reponer las primeras visiones, las mรกs bravรญas de esta maรฑana, pero habrรก tantas palabras por traer a cuento con Milena que Jani se olvidarรก de los perros, de la tรญa, de la hermanita, hasta de su viaje de vuelta a Chile sola mientras el padre vela por Bettina en Campana, se olvidarรก Jani. Borrarรก la pampa, San Luis, el Cristo Redentor, los Caracoles, la Panamericana Norte. Borrarรก la entrada del hospital donde ahora mismo descansa un perro blanquinegro parecido a la Daisy que Jani ya no cuenta. Borrarรก incluso el sol que ahora se cuela disparejo por la รบnica ventana de la sala y produce esta sequedad en la garganta.
Un desierto amargo que desemboca en las cuerdas vocales.
La hija busca las pastillas de anรญs que comprรณ en la heladerรญa y ofrece al padre la bolsita abierta. ยฟQuieres un dulce? Bueno, responde el hombre en voz baja, un hilo de voz, como si en realidad hubiera dicho estamos perdidos. Y mira hacia arriba con las manos empalmadas, como en una oraciรณn. Jani piensa que si su padre lo dice, ay, si su padre se atreve ahora a repetirlo. Pero su padre no alcanza a sacar ninguna palabra porque en ese instante llega un enfermero con bigotes, que a Jani le recuerda vagamente al barbudo de su madre, y les pide que pasen. Que pueden entrar con la bebita, les advierte, que Guillermina tambiรฉn puede entrar con ellos. Y les da la pasada y los mira con cara de cirujano, sin expresiรณn, y estรก a punto de decir algo que al final no dice. ~
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Este relato forma parte de Imposible salir de la Tierra
que Almadรญa publicarรก en octubre de este aรฑo.
(Santiago de Chile, 1970) es escritora. Ha publicado, entre otros libros, Animales domรฉsticos (Mondadori, 2011) y Habรญa una vez un pรกjaro (Cuneta, 2013)