Explotación del consumidor

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Cuando el comercio era un trueque de persona a persona, hasta las empresas más poderosas procuraban tratar con respeto a sus clientes y darles la razón cuando no quedaban satisfechos. Las corporaciones impersonales que hoy en día nos someten a su tiránica voluntad rompieron ese equilibrio de poderes y colocaron al cliente contra las cuerdas. Cuando internet les concedió una patente de corso para cometer tropelías sin dar la cara, descubrieron que en vez de pagar abultadas nóminas de empleados era más fácil y lucrativo poner a trabajar a sus clientes. Víctimas indefensas del comercio deshumanizado, los clientes somos ahora el eslabón más débil de la cadena productiva. Si Marx resucitara, no podría seguir sosteniendo que la explotación del trabajador es la principal fuente de plusvalía, pues hoy en día la explotación del consumidor genera mayores márgenes de ganancia, como ha observado el teórico social David Harvey.

 

La bovina reacción del público ante este abuso complace sobremanera a los tiburones de los negocios, porque les permite lucrar a costa de nuestro tiempo. Hace veinte años, el cliente de un café esperaba cómodamente sentado que el mesero lo atendiera: ahora hace largas colas en el Starbucks para obtener un café más caro y de menor calidad. Antes íbamos a la agencia de viajes a comprar un boleto de avión y salíamos con él en quince minutos. Ahora perdemos más de una hora leyendo la letra chiquita de las tramposas páginas web (Expedia, Bestday, Despegar) que supuestamente ofrecen precios de ganga, pero en la práctica esquilman a su clientela con un sinfín de ardides: cobro de tarifas extras por llevar equipaje, ocultamiento del iva en los precios ofrecidos al público, abolición del derecho a pedir reembolsos en caso de cancelación, aunque falten tres meses para la salida del vuelo, y oídos sordos para cualquier queja.

 

La explotación del consumidor es un fenómeno mundial, pero en países con altos índices de impunidad, como nuestra suave patria, está cobrando visos de pesadilla. Teléfonos de México, por ejemplo, acumula enormes botines con los cobros de servicios no solicitados por su clientela. El mes pasado, al examinar mi recibo telefónico, descubrí que la empresa llevaba seis meses cobrándome un Seguro Patrimonial Inbursa, por la módica suma de 150 pesos al mes, sin haberme pedido autorización. Ser atendido por un ejecutivo telefónico me llevó más de media hora, pues la política de Telmex, como lo sabe cualquiera, consiste en poner obstáculos infranqueables a los clientes quejosos o a los que piden la cancelación de un servicio. Cuando finalmente pude hablar con un obtuso robot, aceptó que yo no había pedido el seguro, pero me acusó de negligencia por no haberlo cancelado oportunamente. En castigo por mi distracción, la empresa solo me devolvería las tres últimas mensualidades. Con ese criterio, la víctima de un robo ameritaría una sanción por no haber sentido la mano del carterista deslizándose en su bolsillo. El hombre más rico del mundo me birló así cuatrocientos cincuenta pesos. Suponiendo que haya en México un millón de distraídos como yo, Carlos Slim se embolsó con este fraude cuatrocientos cincuenta millones de pesos. Años antes me ocurrió algo parecido con Banamex, pero en este caso tardé más tiempo en detectar el hurto. Durante dos años me cobraron a la chita callando una cuota mensual por un seguro contra robo de casa-habitación que tampoco pedí. La suma defraudada ascendía a tres mil pesos y el banco, más gandaya que Telmex, se negó a devolverme un centavo. Para recuperar ese dinero hubiera tenido que malgastar tres o cuatro mañanas haciendo trámites en la Condusef y como el caldo me salía más caro que las albóndigas, preferí soportar el asalto con estoicismo.

La psicosis de inseguridad que padecemos en México no solo es consecuencia de la complicidad entre el hampa y el poder político: muchas empresas legalmente establecidas contribuyen a crearla. Cuando los historiadores del futuro escriban la historia de esta época negra, no deberán limitarse a referir las hazañas delictivas del Chapo, el Mochaorejas, Elba Esther, el Pozolero, Duarte, la Mataviejitas, Moreira, Borge, el Caníbal de la Guerrero, el Zeta 40, la Tuta, el otro Duarte, los Viagras y el Mencho. Un buen número de magnates que engalanan las páginas de sociales se merecen figurar en ese cuadro de honor. ~

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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