Foto: Imago via ZUMA Press

Más abajo del barranco: historia mínima de un país angustiado

El ocaso de la imagen del Ecuador comienza con la toma de una estación televisiva y culmina con la toma de una embajada.
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Uno

Por ahora, el último capítulo de la crisis diplomática que enfrenta a México y Ecuador es la condena internacional casi unánime y la difusión de las imágenes del asalto a la embajada mexicana en Quito, el pasado 5 de abril. En lo que parece ser menos un arresto pacífico que una irrupción contra objetivos militares, puede verse a un grupo de matones entrando con temeridad a la biblioteca de la casa, forcejeando y reduciendo a Roberto Canseco, el máximo representante de la legación diplomática mexicana en ausencia de Raquel Serur Smeke, la embajadora expulsada por el gobierno ecuatoriano, hasta que sacan a empellones a un individuo del lugar. Las cámaras de la televisión ecuatoriana captaron desde fuera el allanamiento: uniformados armadísimos trepando por la barda de la embajada, gritos de indignación de Canseco y órdenes de los jefes de la operación, todoterrenos que salen escoltados del espacio inviolable y un tenso silencio que sucedió a la captura de Jorge Glas, exvicepresidente del Ecuador con Rafael Correa y Lenín Moreno, quien pidió asilo político después de que la justicia ecuatoriana lo buscara nuevamente –ya había estado preso por más de cuatro años– por casos de corrupción.

¿Cómo explicar la nocturnidad de la estrategia ecuatoriana? ¿Cómo comprender el inusitado protagonismo del Ecuador como lugar de rompimiento de leyes locales e internacionales? Quizás una de las pistas para enlazar los hechos y dar con un relato justo y coherente sea la invocación de otras imágenes. El martes 9 de enero de este año, en medio de un programa de variedades, el canal guayaquileño TC Televisión fue tomado por un grupo de encapuchados. Eran malandrines de barrio, hampones a sueldo de los capos del narcotráfico vociferando pedidos más o menos inconexos. Estuvieron en el aire durante sus buenos minutos hasta que a algún sensato se le ocurrió cortar la transmisión y llamar a la policía. Los delincuentes fueron a parar a la cárcel.

Existe un posible paralelismo entre estos criminales y los policías que tomaron la embajada mexicana con fusiles y pasamontañas. Si en el caso del asalto al canal es fácil deducir que se trata de muchachos cooptados por la delincuencia organizada, el despliegue ostentoso –y por momentos torpe– de la policía ecuatoriana delata la misma impericia e insuficiencia que tuvieron los mafiosillos, pero esta vez por parte del Estado. Ahora mismo le es imposible proteger a su gente, cortar los vínculos viciosos con el narco –en el Ecuador se ha lavado dinero por décadas y hoy es acaso el epicentro de la distribución de droga al primer mundo– y hacer respetar las más mínimas normas de convivencia internacional. El ocaso de la imagen del Ecuador comienza con la toma de una estación televisiva y culmina con la toma de una embajada que había otorgado asilo político a quien entonces fue una de las figuras más poderosas del país. El ocaso de la imagen del Ecuador comienza con la clara falta del Estado –para prevenir que su juventud se deslice a las fauces del narco, para convocar y habitar un espacio público seguro– y culmina con un exceso del Estado, a la usanza de una república bananera, término que hoy lo describe a la perfección.

Dos

De las bananas viene el joven presidente ecuatoriano, Daniel Noboa Azín. Hijo del hombre más rico del Ecuador y dueño y heredero de hectáreas y hectáreas de plantaciones bananeras, educado en universidades estadounidenses de élite y criado con lujos solo posibles en el emporio de la desigualdad que es América Latina, lo mejor que puede decirse de Noboa es que es un inexperto en la política nacional y global. Lo peor, que su presencia todavía responde a la polarización y falta de reflexión nacional que dejaron los diez años de Rafael Correa a la cabeza del país.

No es que sea fácil, pero al Ecuador le ha resultado irremontable constituir un acervo de interpretaciones sensatas sobre la figura y el legado del presidente que puso fin a más de una década de ingobernabilidad, expandió el Estado, instituyó presencia internacional –por vez primera, el país era algo más que una sufrida selección de fútbol–, imaginó un proyecto de modernización nacional, renovó el mapa del progresismo latinoamericano, creó infraestructura digna, fundó instituciones educativas y culturales, y envió a sus jóvenes a estudiar fuera del país con becas dignas. La lógica del funcionamiento político del Ecuador se quedó estancada alrededor del año 2017, cuando Correa entregó el cetro presidencial a su sucesor, Lenín Moreno, un antiguo militante de izquierda avenido al progresismo al que no le tembló la mano cuando se trató de demoler el tinglado que arropó al correísmo y que además lo proyectó como una marea reformista que restituyó en tiempo récord la prestancia de un territorio casi olvidado.

Porque el correísmo fue todo eso, y esto también: hasta al más acérrimo de sus defensores no se le escapa que Rafael Correa sumó a sus filas –o se le sumaron, o se fueron corrompiendo– a verdaderos trúhanes, hábiles en el manejo de la imagen, pero más hábiles todavía en las destrezas de desfalco al erario: publicistas y proveedores de servicios de comunicación y propaganda, líderes indígenas, primos y parientes cercanos que se le arrimaron, ministros plenipotenciarios, asesores nicaragüenses y españoles que cobraban un dineral, intelectuales que veían por vez primera su oportunidad de aplicación de teorías sofisticadas a la realidad sudamericana o regional, periodistas tal vez demasiado entusiastas, miembros de la clase media deslumbrados por la presencia innegable del Estado en momentos o áreas donde había estado ausente en sus casi dos siglos de historia republicana. Caciques regionales con ambición, funcionarios de las entonces nuevas secretarías, inversores, diplomáticos.

A medida que pasaban los años de gobierno, el establishment correísta se nutría más y más de funcionarios de manos largas. A medida que dejaban de calzar las cuentas macroeconómicas, bajaba el precio del petróleo y se hacían mayores los gastos fiscales, se revelaba con mayor claridad el nudo de contradicciones que era el proyecto político más decisivo de las últimas décadas, cuyo líder, además, no estaba en lo más mínimo preocupado por crear relevos generacionales que lo sucedieran de forma no servil. Después de las pruebas proporcionadas por las petroleras transnacionales –activas en el arte de la opacidad, los sobornos y el sobreprecio, ciertamente–, de las grabaciones telefónicas, del testimonio de decenas de excolaboradores, de las glosas y los contratos millonarios a dedo que le costaron el cargo de vicepresidente, poca duda cabía de que Glas pertenecía a esta estirpe.

Es él quien ingresa a la embajada de México el 17 de diciembre de 2023.

Tres

De modo que Jorge Glas no era, no es, como quiere mentir el gobierno de Daniel Noboa Azín, un delincuente común. Huido Correa a Bélgica, Glas es el último bastión de la vieja Revolución Ciudadana, que hoy se ha reinventado con no pocas dificultades y varios de los cuadros más cercanos al líder fuera del Ecuador, muchos de ellos, de hecho, radicados en México. Noboa dice que le ha declarado la guerra a la narcopolítica, y en buena medida Glas epitomiza la opacidad y discrecionalidad del manejo macroeconómico del Ecuador durante la década en que se construyeron obras faraónicas y aún había dinero para comitivas presidenciales enormes y eventos públicos pomposos. Pero olvida convenientemente que los gobiernos que sucedieron a Correa –incluyendo el de Moreno–, escorados a la derecha, causaron incluso más daño al dejar morir los planes de restauración social, las estrategias de combate a la depredación ambiental, las políticas encaminadas al florecimiento cultural o los proyectos para terminar con la pobreza extrema. Es como si la ausencia total de un Estado al que se declaraba en bancarrota –ya se veían los signos de excesivo gasto público en los últimos años– fuese el revulsivo ideal para hacer justicia a la sobrecarga fiscal y al pillaje institucionalizado.  

El ensayo correísta no se construyó y legitimó sobre logros sociales, económicos y ambientales, sino sobre el relato pendenciero de la revancha popular y la creación de un nosotros antagónico a los líderes de la vieja política ecuatoriana. La república había vuelto. A su vez, los gobiernos posteriores que escogió el país se han erigido sobre la negación del correísmo: les ha hecho falta poco más que rivalizar con el líder más carismático que ha tenido el Ecuador en décadas para encontrarse con la presidencia. Con un electorado en que algo menos de la mitad todavía se declara seguidora de Correa y algo más de la mitad dice detestarlo, la crispación política ya es una costumbre. Si a eso se suma la alarma por la violencia procedente del narco en un país que se veía como una excepción frente a sus dos vecinos, Colombia y Perú, el escenario político y social se vuelve todavía más oscuro.

Tal vez todo esto no disculpe la arrogancia, la novatada y la falta de miras del Ecuador al asaltar la embajada de México en Quito. Tampoco sirve de mucho categorizar esta incursión como una muestra del supuesto repertorio de acciones de una derecha sudamericana en proceso de recomposición. Sí explica, sin embargo, la urgente necesidad de ir más allá de declaraciones y convenios internacionales. De bucear en las entrañas de un país asustado y angustiado. Al parecer habíamos tocado fondo. Pero las brazadas de pánico no han hecho sino hundirnos todavía más. ~

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es crítico literario en Letras Libres e investigador posdoctoral.


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