El vigor de la agonía: La ciudad de México en los albores del siglo XXI

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— Es la ciudad más grande del mundo.
— Esta ciudad ya tocó su techo histórico.
— Aquí ni siquiera dan ganas de rezar. Ni el Señor distingue entre tanta gente.
— Soñé que iba solo en un vagón de Metro, y nadie empujaba, ni me vendían nada, ni contaban estupideces. Desperté angustiadísimo de la pesadilla.
— La ciudad crece en dirección opuesta a la autoestima de sus habitantes.
— Dos horas en ir del trabajo a mi casa y no fue el peor embotellamiento que me ha tocado. Con razón ya perdimos el hábito de la prisa.
— Hay tanta gente que ya se acabaron los rostros familiares.
CORO DE LUGARES COMUNES QUE SE CONSIDERAN "VIVENCIAS"

Identificación a manera de pórtico
En los últimos veinte años, para poner una fecha, las transformaciones de la ciudad de México han sido tantas y tan extraordinarias que muchas incluso pasan inadvertidas. Así, con y sin paradojas, proceden las costumbres en épocas sin movilidad social.
Sitiada por las novedades, la ciudad adopta ritmos distintos de libertades, de aperturas, de madurez crítica; por eso, adelantándose a la lentitud y la torpeza de los gobiernos y los partidos políticos, obliga a los cambios a través de la persistencia.
     ¿Es acaso posible fijar el vértigo? El que se proponga fijar con precisión las transformaciones, irá siempre a la zaga. Esto parecería inexacto si, por ejemplo, se observa el discurso de la sexología, la franqueza antes inconcebible en el cine, el teatro y las publicaciones, las novedades en televisión (cable), etcétera. Sin embargo, todavía lo que se vive es distinto al modo en que se le valora en público. En tanto armazón declarativo, la sociedad va detrás de su propio desarrollo, y esto explica en las encuestas a la mayoría que se declara "virtuosa a la antigua" y a los que se ofenden por "la falta de respeto a la tradición", sin reconocer lo obvio: si se observa la suma de sus acciones, la ciudad de México es ya postradicional. No en todo, sí en muchísimo (por sociedad postradicional entiendo la que no ajusta sus procedimientos cotidianos a lo que se espera en obediencia a su trayectoria, sino a lo que determinan las exigencias duales, las de la modernidad crítica y las de la sobrevivencia).

I. LA CIUDAD DEL CENTRO HISTÓRICO
El pasado remodelado es el porvenir turístico
En el primero de sus días, la Nación estaba desordenada y todavía disponía de espacio, pero —continúa la fábula o el acta notarial— el Centro de la ciudad de México ya era y ya existía, y en su honor se crearon los Alrededores y se diseñaron los Sitios Lejanos (si hay un Centro, agréguese a la Periferia y la lontananza), y todos convinieron en un punto: el Centro lo era no por su ubicación sino por su dogma orgánico: lo central no depende de la existencia de lo secundario, es autónomo o no es nada. Y ni siquiera la globalización afecta este dogma de los orígenes.
     Antes del adjetivo Histórico, al Centro lo determinó la conjunción de poderes: allí se hallaban el Palacio Nacional, el recinto del mando y la fuente de la identidad civil; la Catedral Metropolitana, el recinto de las creencias y la fuente primera de la identidad religiosa y del arte virreinal; la alcaldía o el Departamento Central, la sede del gobierno capitalino y de la burocracia que aspiraba a disolverse en la eternidad… y, presidiéndolo todo, la Plaza Mayor, la Plaza de la Constitución o el Zócalo, el ágora de los paseos y las concentraciones políticas, el espacio simbólico y muy real de donde las multitudes han salido regularmente a fundar el resto de la ciudad y del valle del Anáhuac, con sus colonias, unidades habitacionales y ciudades-dormitorio.
     Las formas y los contenidos del Centro Histórico —religiosos, ancestrales, culturales, emotivos y a fin de cuentas democráticos o comunitarios— son, junto a las leyes y una selección crítica de la historia, las tradiciones y las costumbres, el patrimonio nacional por excelencia. Al país lo ha definido la zona a fin de cuentas minúscula donde hasta cierto año casi todo ha sucedido o casi todo se ha bosquejado, la entronización de la fe, la creación de obras maestras, las rebeliones, las apoteosis de caudillos y líderes, el desfile de los revolucionarios con fusiles y cananas, las tomas de posesión de los Presidentes, el desenvolvimiento del comercio, la floración de los escenarios libidinosos (el sexo antes y después de los sermones), los tedeums, las reuniones literarias, la convivencia de la Respetabilidad y de la Ausencia de Respetabilidad, las marchas del infinito de las causas y protestas, las insurrecciones y resurrecciones del pueblo. Si algo ha caracterizado históricamente a la capital ha sido el Centro, eje conspicuo del desmadre y el orden, de las tradiciones y las innovaciones, de la metamorfosis de lo viejo y lo nuevo en un microcosmos sin edad.
     A eso añádanse instituciones mayores o menores, notorias o inadvertidas, el Monte de Piedad o casa de empeños, los juzgados, las librerías de viejo. A lo largo de casi todo el siglo, durante el día el Centro se colmaba de funcionarios y abogados, y en la noche de prostitutas y de los mismos próceres del derecho que festejaban en las cantinas victorias o derrotas en el manejo de los expedientes. El Centro no se rigió por proyectos específicos; fue, por naturaleza, el territorio donde lo moderno arraigaba como podía, entre el tumulto de cantinas, puestos de periódicos, tacos de canasta, policías insomnes, vendedores tan polvosos como sus mercancías, empleados que alargaban la comida porque no tenían ganas de regresar al trabajo.

Nadie puede inspirar lo que tú inspiras…
Durante las siete primeras décadas del siglo XX, la capital dispone de El Centro, así nomás. Y ni la deserción de los ambiciosos (que inauguran las zonas privilegiadas o se incrustan en ellas), ni la proletarización extrema de los alrededores del Zócalo, despojan al Centro de su cualidad básica: representar lo conocido hasta hace poco como México, la acumulación de épocas históricas, el territorio libre de la diversidad visible o reprimida. Y esta definición de México es muy parcial pero no es inexacta, porque en la historia cultural y social de la ciudad, y hasta cierto momento, lo resonante solía ocurrir en el "perímetro jovial" de escuelas universitarias, oficinas públicas, cafés de chinos, mercados, tiendas de ropa, tiendas de mayoreo y al menudeo, restaurantes, fondas, templos coloniales, palacios, academias, con provincianos que ni a sí mismos se confesaban su carencia de sueños políticos, prostitutas que se asomaban a la calle y dejaban que la calle se prolongase en ellas, con rentas congeladas, cabarets organizados como archivos generales del melodrama, librerías de primera y de segunda, comercios a la antigua, vecindades donde se vislumbraba la tragedia a través del cúmulo de desgracias, calles que eran en sí mismas museografías, consultorios de enfermedades venéreas y de las otras, edificios tan lúgubres que prestigiaban por contraste el aspecto de sus inquilinos… El Centro, definición voluntaria e involuntaria de lo capitalino, almacén de las nostalgias prematuras y póstumas, depósito vivencial del país centralista.

"Me di cuenta que había envejecido cuando no pude elegir entre los motivos del llanto"
En el Centro, las costumbres han persistido porque sus practicantes todavía no desocupan el cuarto, y la así llamada sordidez suele explicarse por los vínculos entre naturaleza humana y presupuesto familiar. En el Centro, nada ha sido suficientemente viejo ni convincentemente nuevo, y la noción de aventura de sus visitantes depende de lo que pasó la noche anterior en el antro, y el sentido de arraigo de sus habitantes se arregla según el deterioro de las viviendas que son en sí mismas proyecto de fuga. En el Centro se dio, antes que en ningún otro sitio, el canje del nacionalismo por el folclor urbano, y allí la densidad histórica es tan extrema que, cosa rara en la ciudad cuyo principio regenerativo es el arrasamiento, son demasiados los sitios y las edificaciones que se conservan y remiten a su origen, no por manía evocativa, sino porque cada casa vieja es la memoria de todas las ruinas habitadas, cada edificio colonial es la suma de la belleza preservada y las calles desbordan fantasmas (a ellos también los asaltan).
     En el Centro, los obispos bendicen y maldicen simultáneamente a su grey. Allí, en 1830, el liberal Ignacio Ramírez declara que "Dios no existe", y en 1873 el poeta Manuel Acuña se suicida a los 24 años con cianuro, y a fines del siglo XIX los flâneurs ajenos a Baudelaire y Walter Benjamin exhiben la energía de su indolencia, y en 1930 o 1940 los poetas de vanguardia, tras alabar el surrealismo y a Eliot, se van a bailar danzón. Allí padecen los personajes de las novelas, y allí se escriben o leen por vez primera los grandes poemas. Y en el Centro han coincidido inexorablemente la piedad y la blasfemia, el poder y la falta de poder. Allí, las situaciones, las personas y las tendencias sociales anochecen realidad y amanecen símbolo, y a la inversa. ¿Para qué seguir? Más que país de una sola ciudad, México ha sido hasta hace muy poco el país de un solo Centro.
     ¿En qué momento El Centro dejó de serlo de manera axiomática? Muy probablemente al percibir el presidente Miguel Alemán (1946-1952) que la universidad moderna del país moderno requiere de un campus, de árboles, de estudiantes redefinidos por el espacio, de edificios nuevos como debuts del conocimiento, y de explanadas de aspecto progresivamente norteamericano, es decir, según los criterios de la época, de aspecto cosmopolita. Y más que las colonias residenciales y los enclaves de la voluntad de ascenso, la Ciudad Universitaria de la Universidad Nacional Autónoma de México negó con petulancia el significado del Centro, y éste, al no albergar todos los símbolos, se fue congelando. Algunos dirán que el proceso empezó cuando don Lázaro Cárdenas instaló la residencia presidencial en Los Pinos (1934), o al extenderse por doquier la ciudad, pero eso apenas repercute, porque la sede del poder seguía siendo Palacio Nacional, y, en cambio, la emigración a Ciudad Universitaria cortó de tajo la educación primordial de las generaciones a cargo del Centro. De allí en adelante, en el territorio del Pedregal, los estudiantes se olvidarían del peso físico de la tradición para asumirla, si tal es el caso, selectivamente.
     En la década de 1970 se introducen dos grandes novedades: el Metro, que masifica el Centro sin modernizarlo, y el adjetivo Histórico, que legaliza el prestigio inmóvil de la zona (ya no el eje de la energía sino de la recordación), presiona por iglesias y plazas remodeladas, fomenta de manera creciente el turismo interno, cambia el recuerdo lírico de las tradiciones por las tesis de grado, y cede el paso a la saludable variedad de recuperaciones, rescates y defensas que se enfrentan a la prisa especulativa, tan indiferente a la belleza. Y ya con la aureola de la victoria frente al tiempo, el Centro Histórico contempla, ampliado, el paisaje de siempre: los vendedores ambulantes, los desempleados, la procesión burocrática que ni empieza ni termina, y los espectáculos de la fe y la militancia. Los sociólogos y los antropólogos colonizan las vecindades, los arqueólogos descubren los tesoros del Templo Mayor, y al cabo de contrastes y desbordamientos, el Centro Histórico es tal vez el modelo clásico de los alcances y las limitaciones de la nación.
     ¡Ah, el avizoramiento de la estética oculta en lo ruinoso! Nunca agotaremos la belleza de templos, edificios virreinales y neoclásicos, paisajes inesperados, casas que nunca habíamos contemplado por más que por allí pasáramos, variedades de la luz en el atardecer. ¿Y cómo impedir la sentencia que a la letra dice: el peor castigo de quienes abandonan, desconocen y desprecian las hazañas de otras generaciones es habitar sin tregua en una casa o un departamento que parecen arreglados por escenógrafos de telenovelas?
     Desaparecen la credulidad y la vocación de asombro, premisa del goce de las ciudades. Al cabo de hazañas y demoliciones, el Centro o Centro Histórico ni se deja modernizar ni admite el envejecimiento. Desde sus contrastes y en su desbordamiento, desde la inseguridad y la falta de mantenimiento, sigue siendo el sentido de orientación de la nación que, para muchísimos, ya perdió la brújula.

II. LA CIUDAD TOLERANTE
"Nomás me di cuenta de lo que se trataba, me dije: o le partes la madre a ese pervertido o te resignas a la amplitud de criterio"
Hasta 1970, aproximadamente, la ciudad de México (autoridades y gente de pro) desconoce la tolerancia y actúa represivamente contra prostitutas, sodomitas, mendigos, disidentes políticos, libertinos, seres ansiosos de divertirse, mujeres solas…

para ser breve: la Ciudad no soporta los mínimos intentos libertarios. La Ciudad (léase autoridades civiles y eclesiásticas en pacto no tan secreto, al que confirma el aplauso de la ciudadanía) reprime sin conciencia alguna de culpa: redadas de homosexuales, redadas de limosneros y prostitutas antes de la llegada de Visitantes Ilustres, atropellos policíacos interminables so pretexto de "ofensas a la moral y las buenas costumbres", aplicación férrea de la censura en los espectáculos (teatro de variedades, teatro, cine). En suma, el respeto a los códigos de comportamiento del siglo XIX, y la vigilancia de los eternos menores de edad, queda a cargo de los "asaltantes a nombre de la Ley" y los criterios parroquiales.
     De manera paulatina, se organiza la resistencia a la visión patriarcal de las libertades ciudadanas. Una vanguardia de intelectuales y artistas protesta contra la censura, ya en retirada en la década de 1970. Lo más relevante de estas movilizaciones es la utilización de las leyes, para empezar de la Constitución de la República que, por increíble que parezca, es "el Caballo de Troya" en materia de liberalización de las costumbres. Y la causa principal del éxito contra el conservadurismo es la demografía en ascenso, cuyo impulso deshace casi todos los prejuicios.
     En materia de vida cotidiana, hasta 1920 la derecha controla la ciudad y las parroquias realizan el inventario de las tradiciones y su acatamiento. Luego, la secularización se vigoriza y, además, es imposible fiscalizar a la sociedad que se diversifica. ¿Cómo evitar, por ejemplo, la indiferencia en el Metro ante los atavíos, los ligues y el frotadero de cuerpos? La demanda de libertades revela el carpe diem, la gana de apoderarse del instante, que no suele ser casto. Los controles antiguos se desvanecen al no existir la policía o el registro confesional que vigilen el comportamiento de tantos.
     En su pecado, la derecha confesional lleva la penitencia. Durante siglos reprimió laboriosamente las vidas a su encomienda, y al menos en la apariencia, logró la interiorización colectiva de los dogmas. "Soy, por falta de alternativas, lo que digo ser. Obedezco porque no puedo hacer otra cosa. La hipocresía es el espacio de tolerancia que me concedo a mí mismo." De pronto, ya cada uno ignora la conducta de los vecinos, y no influyen las condenas de los adulterios o de los "actos equívocos". Sin todo el público a su favor, el moralismo extremo va muriendo de soledad. La minoría a cargo de la censura y el hostigamiento a los pecadores desiste de su afán de rectificar las conductas erróneas, y quiere establecer su ventaja moral (o social más bien) sobre los "pobres de espíritu" (su lema: "En el lecho abierto, toca a los justos imponer la castidad").
     Al comprobar su fuerza poblacional —tal vez en 1970, o cerca de esa fecha—, la ciudad de México no renuncia al sentido moral (tan escaso siempre), sino a las ceremonias de la hipocresía. Si algo es propio de las metrópolis, y de la que se ufana de ser la más poblada del mundo, son las transformaciones en serie. En rigor, el debate actual no es sobre moral sino sobre la hipocresía que busca representarla y que lanza su catálogo de prohibiciones: no al divorcio, no al condón, no al acto sexual sin fines reproductivos, no al habla sexual explícita, no al adulterio, no a la homosexualidad, no a los desnudos en teatro y cine, no al travestismo en televisión, no a las "audacias temáticas" en cine y teatro; en síntesis, no a la modernidad.
     ¿Y qué es lo que verdaderamente sucede? El gran control del comportamiento no es el criterio moral sino el miedo a la violencia delincuencial, que a la hora de los espectáculos nocturnos retiene en su casa a la mayoría. Pero sin competir con Amsterdam o con Nueva York, la ciudad de México ya abunda en libertades impensables todavía en 1970. Florece la vida gay, con discotecas, restaurantes, teatros, una librería, una zona de la ciudad (la colonia Condesa) como polo de desarrollo, veladas por los muertos de sida y la celebración anual de la Marcha del Orgullo, de la Semana Cultural Lésbico-Gay. El desnudo en teatro y cine es un derecho irrefutable, y, no sin dificultades acrecentadas por el temor al sida, los shows de "sexo en vivo" continúan. Y la diversidad es la señal de las libertades legales y legítimas antes prohibidas por los prejuicios.

III. ¿A QUÉ SUENA LA CIUDAD?
"¿Qué le vamos a tocar, mi jefe?"
Un organillo toca Amor perdido y la nostalgia se instala, la de quienes gozaron en mejores épocas de la canción del puertorriqueño Pedro Flores y la de quienes, al oírla, vislumbran a sus ancestros, esa pareja que se vuelve la comunidad entera. Y el organillo —especie en extinción— emblematiza la época abolida por la alta tecnología.
     El conjunto veracruzano insiste en su repertorio de sones y los oyentes se acuerdan de la tierra natal o de la ausencia de tierra natal, porque si uno es de la ciudad de México, en lo que a pertenencias entrañables toca, nació en ningún lado. Por más esfuerzos que se hagan, una colonia capitalina no es un pueblo, así se escuche allí a los músicos de los viejos instrumentos, más apreciados con el tiempo porque son menos las personas que comparten los recuerdos. El dúo entona: "Qué dicha es tenerte a ti, mi cielo", y en un segundo estamos ya en 1951 y el actor Pedrito Infante lleva serenata, y si los asistentes no disfrutaron de aquella época, de cualquier manera se apropian de su anacronismo, de otra manera no estarían aquí, ante la estampa costumbrista concentrada en el dúo que, de ser objeto, sería una consola de 1940. Hay voces que son el dibujo afantasmado de las antiguas potencias del volumen.
     Que no haya reposo para el oído. La ciudad desborda trampas acústicas, fosos de complicidades románticas o regionales o posmodernas. La marimba se celebra a sí misma interpretando una canción de Agustín Lara: "Oye la marimba / cómo se cimbra / cuanto canta para ti." De un ghetto blaster se desprende la avalancha del technorock y el que no brinque es maricón. Pasan a un lado dos motocicletas de repartidores de pizza y el microbús se adueña de tres carriles al mismo tiempo, y los que victiman a las canciones queriendo interpretarlas, demandan esos primeros auxilios que son los oídos atentos. Curiosa o típicamente, la oferta de la calle insiste en el repertorio viejo y al oyente, al inmovilizarse en la acera, se afilia la memoria de la especie, la juventud se va, se va, es una y nada más.
     En las calles céntricas, el acordeón presagia la onda grupera, ese híbrido del norte del país. El conjunto de cuerdas desafina con tal de acompañar a sus escuchas en el viaje desafinado por la vida, y en las esquinas se improvisan los malls del tráfico, qué se va a llevar patroncito, lléveselo barato antes de que se lo regalen, qué buen chiste ¿no?, que no le digan y que no le cuenten. En el restaurante, el flautista, impertérrito, acomete Perfidia, y el chantaje funciona: si la canción te gusta no te fijes en cómo la interpreto.
     El trío se divide en fracciones irreconciliables a lo largo de la melodía, y el sax y la batería sumergen al borrachito en el danzón. Rumbo a la oficina, los burócratas se dejan hechizar por el grupo guapachoso, luego apresuran el paso porque bailar entre semana es ofender al Eterno. La orquestita quiere dar idea del colorido de la fiesta taurina ("Arte es que las bestias sufran"), el ciego o el minusválido entonan el corrido que describe la tragedia lejana y contigua, ella se fue con otro, él se fue tras ella y en eso estaban cuando a todos los tomó por sorpresa el asalto de Pancho Villa a Zacatecas. En las tardes de verano, el corrido es la historia dolorosa del héroe que murió por dormir la siesta.

"Si el tráfico está muy pesado, ni siquiera escucho mis propios pensamientos"
Remozada por el alborozo de los niños, la calle se colma de sonidos que se entremezclan, se oponen, se extravían, se integran. Inevitable recordar el diálogo de Juan Rulfo: "¿Y qué es ese ruido? / Es el silencio." A ciertas horas, digamos de las seis de la mañana a las nueve de la noche, arde en las calles la música involuntaria, la propia de los cláxons y los frenazos y los arrancones y las exclamaciones que integran una sola gigantesca mentada de madre.
     Canija capital cabrona cábula y calamitosa, si puedes tú con Dios hablar persuádelo de que tu propósito no es ensordecerlo a las horas pico. El chavo con el walkman es Ulises con los tapones de cera que rehúsa el canto de las sirenas de la nostalgia. Las campanas suenan con fúnebre son y la ciudad elige la gravedad a su alcance, deshecha y rehecha por el paso del gentío, por la insistencia de los voceadores ("¡Extra! ¡Ayer hubo más muertos que antier!"), por el trepidar motorizado, por los ritmos de una ciudad capital que alberga o redistribuye a diario veinte millones de seres, o más, si la fertilidad no falla.
     "¡Taxi! / Échele ojo, marchante / ¡Pásele, pásele! / Órale, no empuje / Una güerita para esta noche, mucha carne y luego luego / Oríllese a la orilla / Viene, viene, viene." Los pregones son legendarios, y usan de los ecos para informarnos: todavía vivimos en la misma ciudad que retumba o gime. Y la armónica y los violines y las guitarras y el saxo y las maracas y la flauta y el violín huasteco y la marimba y el salterio y el arpa jarocha y el serrucho (si aún queda) animan el desaliento: cómo saber a qué suena la ciudad de México, si se parece a un estallido nuclear o si materializa el ruidajo de todos los estómagos vacíos, o si musicaliza los deseos obscenos, o se resume en gritos la lucha por la existencia. En última instancia, en el paisaje acústico la excitación triunfa sobre los nervios destrozados.
     ¿Existe la conspiración del silencio? ¿Alguien conoce sitios alejados de las montañas decibélicas, refugios de paredes de corcho, condominios de lujo que resulten las celdas monacales del derroche?

Si le sigues diciendo "estrépito" te vas a deprimir,
mejor dile "acústica inevitable"
A la sinfonía deliberada responde la alharaca cósmica. Aquí ningún sonido se pospone, y las veinticuatro horas del día la ciudad es un río de motores al lado de los conductos auditivos. Los vendedores de camotes ahogan los atardeceres, la orquestita revive por aproximación la tarde maravillosa en que todas cumplieron quince años, y el jovenazo de la trompeta (sexagenario o septuagenario) se ciñe a la emoción de atraer una clientela cachonda. La ciudad se oye vieja y se oye nueva, al día de internet y milenaria como la canción El Faisán, del maestro Miguel Lerdo de Tejada (1900). El cantante callejero es un murmullo delator de las épocas anteriores al hip hop, el ska, el fudge, el rai, el new age. Y el mariachi vierte esa convocatoria a la Mexicanidad, el Son de la Negra, que excita a la comunidad imaginaria que de pronto da el salto gutural, localiza en las emociones la fuente de la juventud de la nación, ve agitarse en su garganta al México que no se fue, se lo llevaron. Ojos de papel volando, canta el mariachi, y en la Plaza Garibaldi o en el restaurante de políticos y burócratas menores, o en la velada cívica que celebra el cumpleaños del héroe muerto apenas hace 150 años, o en esa fantasía terminal que es el centro nocturno sin clientela, el mariachi nos devuelve lo arrebatado por la modernidad: la ilusión de fiesta sin tecnología.
     La capital también suena a piedad, a fieles arrodillados en la penumbra, a gemidos de reconciliación. El murmullo devocional, si ya no el más frecuente, sí es uno de los más disciplinados, porque viene del alma que es leal y no de las gargantas, tan traicioneras. Si nos estás oyendo, Diosito o Virgencita, no te fijes en nuestras voces sino en la buena disposición del rostro contrito, en la aflicción de nuestro júbilo, en la hermosura de un coro donde nada más se escuchan las intenciones (esto no es un nuevo concepto de la música, sino el antiguo rito de la compensación: las intenciones nunca desafinan). Y el sonido religioso se defiende de la sirena de las patrullas, del voceo desde los automóviles de mercancías milagrosas, del vendaval de rezongos de cinco millones de usuarios del Metro, de un popurrí de Agustín Lara o de José Alfredo Jiménez, de El mariachi loco que bailan en el Eje Central músicos que son también acróbatas suicidas. Mientras eso pasa, los paseantes se someten a la melodía de los pleitos familiares y los rezos para que el empleo se aparezca. –

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