“La historia, o para ser más preciso, la historia que los alemanes hemos ensuciado una y otra vez, es un retrete obstruido –dice el narrador de A paso de cangrejo, la novela más reciente de Günter Grass–. Echamos y echamos agua, pero la mierda no deja de subir”. Ahora el propio escritor, un Nobel ampliamente reconocido como “la conciencia de Alemania”, un hombre que a menudo ha criticado las fuerzas reaccionarias y las corruptelas del poder, está embarrado hasta el cuello.
En agosto pasado, Grass reveló algo que había escondido durante medio siglo de vida pública: en algún tiempo fue miembro de las Waffen-SS. Nacido en 1927, el autor nunca fingió haber salido limpio de la guerra. Fue sincero en cuanto a que, al igual que muchos alemanes de su generación, pasó por la jerarquía de rigor: la Juventud Alemana, las Juventudes Hitlerianas, el Frente Alemán del Trabajo y por último el Ejército. Como buena parte de sus compañeros creyó que el Führer alcanzaría una victoria gloriosa, aun cuando las tropas soviéticas y los bombarderos aliados devastaban el Tercer Reich. Muchos ex integrantes de las Juventudes Hitlerianas, todavía adolescentes al producirse la derrota, fueron enviados a unidades heterogéneas que manejaban baterías antiaéreas. Para sus lectores, Grass había sido uno de esos muchachos.
En Pelando la cebolla, las memorias publicadas en Alemania en septiembre, el escritor explica que la historia fue un poco más compleja. Se había ofrecido como voluntario a bordo de un submarino pero a finales de 1944 el Ejército se estaba quedando sin hombres, de modo que terminó en las Waffen-SS, el brazo militar del cuerpo de élite de Himmler que había sido absorbido por el ejército alemán ordinario. La división de tanques Jörg von Frundsberg, en la que prestaba servicio, enfrentaba una desastrosa batalla de retaguardia contra las tropas soviéticas, que mataron a la mayoría de los jóvenes y veteranos que peleaban con Grass. Él tuvo la gran fortuna de sobrevivir.
Lo asombroso no es que haya participado en dicha unidad, sino que lo haya ocultado. En una reciente entrevista para la televisión, Grass intentó aclarar por qué tardó tanto tiempo en decir la verdad; no era una pregunta cualquiera, ya que las dificultades de los alemanes a la hora de encarar la verdad han sido un tema constante de su vida literaria y política. “Me pesaba mucho –dijo–. Mi silencio de todos esos años es una de las razones por las que escribí este libro. Tenía que hablar por fin”.
Las reacciones dentro y fuera de Alemania no se han hecho esperar. Algunos han defendido al autor pero muchos han expresado indignación, sobre todo aquellos que tienen más o menos la edad de Grass. Dos jóvenes novelistas alemanes, Michael Kumpfmüller y Eva Menasse, escribieron un artículo que define el revuelo como una “reunión de alumnos conformada por viejos intelectuales germanos”. Uno de estos intelectuales, Joachim Fest, el célebre biógrafo de Hitler y Speer, es un año mayor que Grass. No fue miembro de las Juventudes Hitlerianas, aunque prestó servicio en el Ejército. Sus memorias, de próxima aparición, tienen un título un tanto ostentoso: Yo no. Fest ha declarado que Grass sufre un “severo daño” moral, y dice: “A este hombre no le compraría hoy ni un coche usado”. Otros conservadores que, al igual que Fest, habían sentido desde tiempo atrás el filo de la pluma punzante de Grass, se apresuraron a atizar la crítica; en Le Figaro, Guy Sorman atacó al escritor no sólo por ocultar su pasado sino por ser un defensor de “malas causas” como Cuba y la China comunista. Charlotte Knobloch, vicepresidenta del Consejo Central Judío en Alemania, vio en Grass a un oportunista que buscaba crear furor para aumentar las ventas de su libro y lo comparó con Franz Schönhuber, el político alemán de ultraderecha que “también reveló su pertenencia a las SS justo antes de lanzar sus memorias”. Desde su punto de vista, la autoridad moral de Grass “se ha vuelto completamente obsoleta gracias a este asunto”. Ha habido llamados para que el autor devuelva el Premio Nobel que recibió en 1999.
Sin embargo, quizá el golpe más doloroso fue propinado por Lech Walesa, el héroe de Gdansk, que en los años treinta, durante la infancia de Grass, era una ciudad conocida como Danzig, donde se hablaba alemán. Ambos personajes son ciudadanos honorarios, y Walesa opinó que Grass debía renunciar a tal distinción. Grass respondió escribiendo una carta al alcalde de Gdansk en la que señalaba que sus libros y su “actividad política” eran prueba suficiente de que había aprendido las duras lecciones de su juventud. La vergüenza le había impedido hablar de su época en las Waffen-SS: “Sólo ahora, en mi vejez, he encontrado la forma de abordarla en un contexto más amplio”. Walesa comentó que la explicación le parecía “convincente”, y que ya no tenía queja alguna contra el señor Grass.
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El escándalo ha diluido de algún modo el hecho de que Grass ha escrito unas memorias que irradian una insólita belleza literaria. El libro, que comienza con su niñez en Danzig y termina con la publicación de El tambor de hojalata (1959), su primera y más célebre novela, no es sólo una autobiografía sino una reflexión sobre la memoria: las trampas que diseña y la manera en que nutre la imaginación de un narrador nato. Volver al pasado, escribe Grass, equivale a pelar una cebolla, quitando capa tras capa: una tarea que mueve fácilmente a las lágrimas. Consciente de su propensión a crear historias, el autor utiliza a menudo frases como “nosédónde” y “norrecuerdocuándo” –weinicht-mehrwo, weinichtmehrwann– que suenan tan excéntricas en alemán como en otro idioma. Al mezclar con deliberación los personajes de sus libros con su vida real, nos permite atisbar en la mente del novelista. Pareciera que el pequeño Oskar Matzerath, el protagonista de El tambor de hojalata que vivió en Danzig y dejó de crecer a los tres años, es para él tan auténtico como el pequeño Günter Grass. Y en cierta forma, por supuesto, lo es. En algunos pasajes, al referirse a sí mismo en el pasado, Grass cambia a la tercera persona, como si su viejo yo fuera tan sólo otro producto de su imaginación literaria.
Como las mejores novelas del autor, Pelando la cebolla se alimenta de una sorprendente fibra poética: el ojo de vidrio que fulgura en un plato de papas mientras su dueño va al baño; los secretos incómodos que “anidan como piojos en el vello púbico”. Grass escribe de toscas minucias físicas en un alemán exquisitamente vulgar. Varios críticos le han reconocido el haber sacado a su idioma del ataúd de abuso lingüístico fabricado por los nazis, una labor que él ha descrito como el “deber de erradicar el paso marcial de la lengua alemana”. Tiene otra cualidad: rara vez es didáctico o polémico, tanto en la ficción como en este libro. Al igual que El tambor de hojalata, Pelando la cebolla constituye un relato de aprendizaje, una Bildungsroman. Grass empieza como un niño ingenuo, soñador, sin ningún sentido político y con una aptitud casi nula para el escepticismo. Según afirma, la vergüenza de su infancia nazi radicaba en su incapacidad “de preguntar por qué”. Sin pensarlo aceptó la propaganda de las Juventudes Hitlerianas y las ampulosas promesas del Führer. Cuando los maestros desaparecían de la escuela o las sinagogas eran incendiadas, él sólo observaba. Era un creyente. La principal lección que aprendió como prisionero de guerra, como alemán durante los juicios de Núremberg, como joven que ganaba conciencia política, fue dejar de creer, recorrer “el largo camino sembrado de dudas”, renunciar a la certidumbre y ver únicamente “muchos tonos grises entre el blanco y el negro”.
Varias de las posturas públicas de Grass son sumamente loables. La decorosa política socialdemócrata que Willy Brandt, el canciller de Alemania Occidental, practicó a principios de la década de los setenta –sobre todo su actitud de expiación, valiente y necesaria, hacia los polacos y judíos–, le debe mucho al escritor, que se encargó de buena parte de los discursos de Brandt. Con todo y sus reflexiones sobre la incertidumbre y los tonos grises, no obstante, Grass se ha aficionado a hacer agudas declaraciones políticas. Ha denunciado a voz en cuello a otras figuras públicas corrompidas de algún modo por el pasado, y muy a menudo ha utilizado la culpa alemana como arma política.
En 1985, el canciller Helmut Kohl y el presidente Ronald Reagan decidieron conmemorar la guerra y celebrar la alianza de las democracias occidentales lograda durante la posguerra colocando coronas de flores en el sitio donde se ubicaba el campo de concentración de Bergen-Belsen y luego en un cementerio militar de Bitburg. Grass calificó este acto de “insulto”, de “violación de la historia”, porque entre los miles de tumbas se hallaban los restos de 49 soldados de las Waffen-SS, 32 de los cuales tenían menos de veinticinco años al momento de morir. Como ahora han señalado sus críticos, Grass no llegó siquiera a insinuar que él podría haber estado fácilmente entre esos soldados. Igualmente inequívoca fue su declaración de 1989: Alemania debía permanecer dividida, ya que el Estado unificado había “puesto las bases para Auschwitz”. Sus críticas a Estados Unidos muestran también muy pocos matices de gris. El emplazamiento de misiles Pershing estadounidenses en suelo alemán, efectuado en los años ochenta, fue comparado con el plan nazi para exterminar a los judíos.
¿Por qué este hombre que durante tanto tiempo encubrió su pasado estaba ansioso por exhibir los abominables secretos de otros? ¿Por qué se empeñaba en imponer una culpa colectiva a su pueblo, como si todos los alemanes hubieran seguido a Hitler tan a ciegas como él? ¿Y por qué hay tal discrepancia entre la sutileza de su mejor narrativa y la ferocidad de sus arengas públicas? Este abismo no es exclusivo de Grass. Lo mismo puede decirse de otros grandes escritores: Céline, Harold Pinter y José Saramago, por mencionar algunos. Pero el que Grass esté tan orgulloso de su identidad como incrédulo posnazi, como “defensor incansable del eterno por-una-parte-y-por-otra”, exige una explicación.
“El pensamiento del alemán no es político sino trágico, mítico, heroico”, apuntó Thomas Mann. Estaba describiendo a los alemanes de la niñez de Günter Grass y de antes. Años de política autoritaria, romanticismo inflado y militarismo pomposo habían fomentado entre los alemanes instruidos una aversión por los sucios compromisos de la política liberal y el materialismo de la empresa comercial. En vez de eso, promovían una pasión por la espiritualidad y la cultura profunda. Incluso antes del Tercer Reich, el nacionalismo germano estaba marcado con frecuencia por una suerte de exultación religiosa; la democracia liberal y el capitalismo, sobre todo del tipo americano (Amerikanismus), eran rechazados por la izquierda y la derecha.
En ocasiones Grass ha descrito su yo infantil como si en verdad fuera Oskar Matzerath, un niño que se negó a crecer y que carecía de convicciones políticas propias. Pero Pelando la cebolla lo muestra bajo una luz ligeramente distinta. Aunque rudimentaria, poseía una visión del mundo. Devoto temprano del gran arte –Durero, Caravaggio, Velázquez–, Grass tenía a sus ídolos artísticos e históricos y añoraba vestir uniforme de gala y ser adorado por las mujeres. Su padre, un tendero de provincia, un buen católico romano, un “hombre de familia amante de la paz, dispuesto siempre a la armonía”, le parecía odioso. No tenía nada de admirable ni estimulante. Era, diría Grass, un Spiessbürger, un pequeñoburgués anodino, carente de toda cualidad trágica, mítica o heroica. Según recuerda el escritor, este aborrecimiento fue uno de los motores de su anhelo por entrar en el Ejército a fines de la Segunda Guerra Mundial. Grass quería acción, apartarse de la Spiessbürgertum familiar.
“Me afanaba por pelear con él –escribe en referencia a su padre–. Me hubiera gustado matarlo con mi daga de las Juventudes Hitlerianas”. Estaba desesperado por encontrar rutas de escape: “Todas apuntaban en una sola dirección. Lejos de aquí, a uno de los muchos frentes de batalla, lo más pronto posible”. Grass no apela a su inquietud adolescente para mitigar la sensación de culpa. Pero, con todo, la descripción de cómo fue reclutado por las Waffen-SS es reveladora.
Primero fue rechazado por la Marina. Por ende tuvo que contentarse con el Frente Alemán del Trabajo, practicando el tiro con rifle y vistiendo un uniforme decepcionante, aun ridículo, color “café mierda”. Luego siguió un periodo de pereza forzosa, de irritación en el estrecho seno familiar; soñaba con el parricidio y pasaba horas en el cine local, alelado, viendo películas que retrataban el heroísmo alemán. Y entonces, de pronto, llegó la carta de reclutamiento, ordenándole que se reportara con las Waffen-SS en Dresde:
De Dresde sólo puedo recordar el olor a quemado y un atisbo a través de la puerta corrediza de nuestro tren de carga: entre los rieles y las fachadas incendiadas de los edificios se apilaban bultos carbonizados. Algunos pensamos que eran cadáveres encogidos. Otros imaginaron noséqué. Discutimos al respecto, y hablando atenuamos el horror. Como se puede comprobar el día de hoy, lo que ocurrió en Dresde fue sepultado por la cháchara.
¿Le inquietaba la reputación de las SS? En lo absoluto: “El niño, que se asumía como hombre, estaba interesado en el armamento militar”. Además, las Waffen-SS irradiaban un encanto europeo; sus voluntarios incluían franceses, valones, holandeses, noruegos, daneses y hasta algunos suecos neutrales: todos luchaban en el frente oriental para “salvar a Occidente de la invasión bolchevique”. Aun el nombre de la división de Grass, Jörg von Frundsberg, tenía un timbre atractivo, ya que el escritor conocía al personaje como “el líder de la Unión Suaba durante las guerras campesinas” del siglo XVI: “Fue un hombre que defendió la libertad y la independencia”. De hecho casi todas las batallas de Von Frundsberg se libraron en nombre del emperador Maximiliano, para nada un dechado de libertad, pero uno admite esta pequeña fantasía romántica del joven Grass, porque lo que hizo en las Waffen-SS no fue más que sobrevivir a duras penas. Y sin embargo, escribe, “durante varias décadas me negué a enfrentar las consecuencias de esa palabra y esas letras gemelas. Después de la guerra, la vergüenza creciente me impidió hablar de lo que había aceptado con el estúpido orgullo de mi juventud. Pero la carga persistía, y nadie la podía aligerar”. Eso fue peor que el hambre en los primeros años de la posguerra, señala: “Al igual que el hambre, la culpa y la vergüenza posterior te consumen todo el tiempo. Mi hambre era sólo periódica, pero mi vergüenza…”
Esta afirmación es un poco exagerada. Diríase que hasta la vergüenza de Grass tiene una pizca de mito trágico, incluso de heroísmo. Si el nacionalismo germano de antes de la guerra resultaba a menudo algo afectado, lo mismo puede decirse a veces de las confesiones de culpa alemana hechas en la posguerra por gente como Grass. En efecto, cierto gusto por la exaltación mítica se cuela aún a la discusión, antes tabú, del sufrimiento alemán durante el conflicto. Por varias décadas, intelectuales y políticos serios se negaron a opinar sobre las secuelas del bombardeo de terror por parte de los aliados, por ejemplo, o sobre el desalojo de Silesia y la región de los Sudetes, zonas donde se hablaba alemán: el asunto olía a réplica tendenciosa o algo peor, y por tanto fue relegado al ala más extremista de la derecha alemana. Esto ha comenzado a cambiar en fechas recientes, y Grass siguió la tendencia con A paso de cangrejo (2002), su novela en torno del Wilhelm Gustloff, un crucero nazi que fue hundido por torpedos soviéticos en 1945: cerca de nueve mil refugiados alemanes, muchos de ellos niños, terminaron en el fondo del mar.
El hundimiento del Wilhelm Gustloff es una atrocidad que merece ser evocada; no obstante, el tono de la novela de Grass es curiosamente malhumorado. El narrador se queja de que “parece que no hubiera cupo para otro desastre marítimo, que las únicas víctimas que pueden ser recordadas son las del Titanic y no las del Gustloff”. Y prosigue: “Internet estaba copado por un drama ramplón de proporciones épicas, el hundimiento del Titanic recién filmado en Hollywood y próximo a venderse como la mayor catástrofe marítima de todos los tiempos”. Al principio de la novela se insiste en que, cuando aún era el buque insignia de los cruceros nazis, el Gustloff no discriminaba clases sociales, una innovación atractiva. Como sabemos, el Titanic era todo lo contrario. Estos juicios no convierten al narrador, ni mucho menos al autor, en un apólogo del nazismo; el repudio de la Alemania nazi por parte de Grass es indudable. Pero hay aquí un dejo de desdén –por la cultura comercial y el capitalismo– que remite a algunas viejas actitudes del escritor. Explica su hostilidad hacia Estados Unidos y, todavía más, hacia los conservadores alemanes de su generación.
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Las tensiones entre Günter Grass y el historiador Joachim Fest no se reducen a la esfera política, aun cuando el primero es un fiel socialdemócrata y el segundo un conservador. Tienen que ver también con las clases sociales y se remiten a los inicios de la posguerra, cuando Konrad Adenauer, un católico conservador que se había opuesto al nazismo, era canciller. De origen clasemediero, católico y antinazi como Adenauer, Fest siempre ha buscado defender el orgullo nacional retratando a Hitler como un tipo vulgar que logró seducir a muchos de sus paisanos, aunque no a todos. Un núcleo de alemanes cultos y bien educados resistió la tentación nazi, y de acuerdo con el razonamiento, ellos debían ser la base de la democracia germana de posguerra.
La realidad, no obstante, es que muchos alemanes cultos y bien educados sí sucumbieron a la tentación. Pero Adenauer creía que la transformación de la Alemania nazi en una república democrática no se podía conseguir sin el apoyo de la sólida burguesía alemana: burócratas, diplomáticos y profesores universitarios; médicos, abogados e industriales, varios de los cuales habían sido corrompidos por el pasado reciente más que un joven relativamente inocente como Günter Grass. Estados Unidos, que necesitaba a Alemania Occidental como un aliado confiable durante la Guerra Fría, estaba con Adenauer. Esto redundó en que no sólo se diera carpetazo rápido a los juicios de Núremberg, sino que Adenauer se negara a ratificar los veredictos. Muchos nazis ilustres salieron de prisión. Los intentos por sacar a ex nazis del ejercicio público fueron bloqueados o convertidos en farsa. Los documentos que probaban, a menudo con falsedad, la inocencia de una persona, recibieron el nombre de un conocido detergente llamado Persil.
Era un arreglo tramposo y perturbador desde el punto de vista moral, pero funcionó. La República Federal de Alemania se volvió democrática, proestadounidense, e ingresó en el orden liberal de Occidente. Quienes buscaban ajustar cuentas con el nazismo fueron marginados. No hubo la legendaria “puñalada trapera” que minó a la República de Weimar en los años veinte. Y sin embargo Grass, de origen pequeñoburgués, convertido a la democracia, avergonzado de la torpeza moral de su juventud, vio la Alemania de Adenauer como una traición terrible. De ahí su encarnizamiento con políticos como Kurt Georg Kiesinger, un canciller de la posguerra que había sido burócrata nazi, y Karl Carstens, un presidente de la República Federal que se había afiliado al Partido Nazi en 1940 para impulsar su carrera de abogado.
La ira de Grass fue atizada por su vergüenza, pero también por un resentimiento de clase. Mientras que “líderes de grupo, oficiales de mar y tenderos pequeños” fueron víctimas de la desnazificación, escribió en 1967, personas como Kiesinger salieron indemnes “debido a sus cargos y poderes superiores”. Con los indispensables documentos Persil, “no poca gente llegó cubierta de mierda al Occidente inmaculado”. Aun hoy día, al repasar aquella época, Grass pierde su cacareada inclinación por los tonos grises. Cada palabra está llena de rabia: “El canciller Adenauer era como una máscara que ocultaba todo lo que yo aborrecía: la hipocresía pseudocristiana, las falsas y asquerosas declaraciones de inocencia, el petulante decoro burgués de una banda criminal con disfraz”.
Son frases duras, pero en el contexto de las primeras décadas de la posguerra la voz de Grass era un imperioso remedio moral contra el pragmatismo de Adenauer. Llamar al escritor un mercachifle arrogante e hipócrita, como algunos lo hacen, es olvidar lo importante que fue su presencia cuando la mayoría de los alemanes se preocupaba por beneficiarse del “milagro económico” sin reflexionar sobre lo ocurrido poco tiempo atrás. La conciencia de sus compatriotas necesitaba ser aguijoneada en los años cincuenta y sesenta, y Grass, hay que reconocérselo, impulsó la democracia social cuando requería un empujón. El problema es que ha sido incapaz de soltarse. Los fantasmas nazis han continuado acosándolo, y cualquier clase de hipocresía, codicia material o uso de la fuerza militar provoca denuncias histéricas. La fuerza militar de Estados Unidos enciende particularmente su cólera, ya que le recuerda las componendas hechas por la Alemania de Adenauer para participar en la Guerra Fría. Al igual que Harold Pinter, cuyos alegatos antiestadounidenses cita con aprobación, Grass habla a veces de Estados Unidos como si fuera el sucesor del Tercer Reich. Pero hay huellas de viejos entusiasmos, de una nostalgia quizá inconsciente por una época más heroica, más mítica, más trágica.
En una conferencia del PEN Club celebrada en Nueva York en 1986, Saul Bellow hizo una observación sobre Estados Unidos que despertó la ira de Grass. Bellow apuntó que la sociedad estadounidense no pretendía dar gran importancia a la alta cultura, sino que sólo buscaba dotar a sus ciudadanos de “refugio, protección y cierta seguridad contra la injusticia”. Temblando de indignación, Grass habló de la pobreza que había visto en el sur del Bronx y por ende de la nula libertad de sus habitantes. Sin duda la pobreza en esa zona era tremenda, y hay mucho que criticar a la sociedad estadounidense, pero el arrebato de Grass no dejó de sorprender. Quizá tenía que ver justo con lo que Bellow alababa de su país: un materialismo nada heroico, una falta de sentido trágico, una indiferencia por la alta cultura –rasgos que Grass detestaba de los tiempos de Adenauer y que varios intelectuales europeos, tanto de derecha como de izquierda, aún juzgan despreciables. Odian a Estados Unidos porque su cultura popular arrasa en el mundo y amenaza con convertir a los intelectuales en seres marginales, algo que Grass nunca ha querido ser.
¿Qué tanto importa en realidad lo que Grass le dijo a Bellow, o lo que los críticos de Grass dicen de él, o lo que el autor dice acerca del “Occidente inmaculado”? A la larga, no demasiado. Las violentas declaraciones de Grass en las últimas décadas apenas han influido en la opinión pública alemana o en la política exterior, y sus mejores libros –El tambor de hojalata, El gato y el ratón, Años de perro y quizá también Pelando la cebolla– se seguirán leyendo mucho después de que la controversia política, por no mencionar la tormenta desatada por su confesión tardía, haya caído en el olvido. Pero existe una conexión entre su obra literaria y su labor como polemista. Günter Grass es uno de los últimos ejemplos de una tradición alemana que coloca a poetas y pensadores en un pedestal desde el que, como profetas, lanzan sus veredictos sobre el mundo. Hay épocas, por supuesto, en que el escritor puede utilizar su autoridad moral con buenos resultados: Thomas Mann durante la guerra, Grass en la posguerra. En otras épocas, los rasgos que hacen que un hombre como Grass sea un gran novelista –la capacidad para transformar la experiencia en mito, por ejemplo– pueden ser obstáculos para un análisis político eficaz. El papel de Grass como moralista y amonestador proviene de la misma imaginación que ha engendrado las novelas. Pero hay aspectos del pasado que deben ser recordados con precisión, como él mismo ha insistido en señalar, primero con rabia y ahora, ojalá, con dolor. ~
Traducción de Mauricio Montiel Figueiras
© 2006, Ian Buruma.
(La Haya, 1951), ensayista y colaborador habitual de The New York Review of Books. Es autor de Asesinato en Ámsterdam (Debate, 2007), entre otros libros.