La historiografía española y la herencia de Sefarad

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Las conmemoraciones del V Centenario del "descubrimiento" de América (o de su "encubrimiento", según la expresión forjada por Tzvetan Todorov) incluyeron, como es sabido, un tímido homenaje a Sefarad: el rey de España pidió solemnemente perdón a los judíos de ascendencia hispana por el decreto de expulsión de 1492, pero este gesto, desde luego loable, resulta con todo insuficiente y abstracto si se tiene en cuenta la obstinada reticencia de una gran parte de la historiografía oficial y académica a analizar las consecuencias literarias y humanas de las situaciones de acoso y persecución vividas por los conversos y sus descendientes durante casi tres siglos.
Estudiar desde este prisma la vida y obra de éstos —de Juan del Encina y Fernando de Rojas a Mateo Alemán y Cervantes, pasando por Fray Luis de León, Santa Teresa y San Juan de Ávila— es objeto aún de descalificaciones y recelos contrariamente a las evidencias y hechos incontrovertibles a nuestro alcance.
     El papel destacado en el ámbito literario e intelectual por la élite de quienes "recibieron el bautismo de pie" y sus descendientes sigue incomodando pese a su lejanía histórica. Los autores representativos del nacional catolicismo castizo, cuya aversión a cuanto no sea latino-eclesiástico ni europeo nórdico (visigodo, franco, germánico…) no necesita demostración, se esfuerzan en marginarlo o considerarlo como simple anécdota. El canon del relato histórico establecido por Menéndez Pelayo en su Historia de los heterodoxos persiste como respuesta patriótica de una autoestima herida por la decadencia nacional, la pérdida del imperio ultramarino y la llamada leyenda negra. Secundariamente, contesta también a la reivindicación romántica de la "España mora" por los liberales expatriados en Francia e Inglaterra, siguiendo las huellas de Chateaubriand y Washington Irving. Aunque ni aquéllos ni Menéndez Pelayo conocieron la obra de Heine, conviene que nos detengamos un momento en ella porque es la primera en engarzar la reivindicación sefardí con la glorificación un tanto fantasiosa del pasado islámico.
     En un aguijador ensayo sobre el tema, Norbert Rehrmann subraya el interés, casi fascinación del gran poeta alemán por la Córdoba del califato y el Toledo alfonsí. En diversas obras poéticas y dramáticas (Almansor, El rabino de Bacharach, El libro de canciones), Heine recurre a una idealizada Edad de Oro del poder musulmán para contrastarla con la intolerancia y fanatismo de los Reyes Católicos y el Cardenal Cisneros. Uno de los personajes de Almansor, aludiendo a la célebre quema de manuscritos arábigos en la granadina puerta de Bibarrambla ordenada por el último, advierte: allí donde se queman libros, se quema fácilmente a sus autores. Obviamente, la evocación de lo que hoy llamamos Al Ándalus y de la España de las tres culturas como una especie de idilio intercultural no corresponde a la realidad de unas relaciones conflictivas y a veces dramáticas entre cristianos, musulmanes y judíos durante el Medioevo.
     Pero, como recuerda Rehrmann, el enfoque de Heine era racionalista y no religioso. Para él y otros intelectuales judíos alemanes, la Edad Media española ofrecía a los asquenazíes víctimas de los pogromos rusos y del racismo ario la posibilidad de redefinir su identidad en función de un pasado aceptable y útil por tanto para facilitar su integración digna en las sociedades centroeuropeas. Desde este punto de vista, Heine no erró al considerar que algunos monarcas castellanos, influidos por las costumbres y leyes del Islam, enfocaron su relación con los judíos de una manera pragmática, a partir del beneficio que podían aportar con sus saberes y conocimientos. Los nombres de Yehuda ben Halevy, Salomon Gabirol y Moisés Iben Ezra simbolizan para el poeta aquella floreciente cultura de Sefarad que deslumbraba entonces a los asquenazíes. Como sabemos, dicha cultura, preservada durante más de tres siglos, casi en estado fósil, en el imperio otomano, se disgregó conforme se independizaban las nuevas naciones balcánicas y sufrió un golpe mortal con la ocupación nazi. Tras la creación del Estado de Israel, los sefardíes que sobrevivieron a la Shoah y los oriundos de los países árabes pasaron a un segundo plano y su cultura, como señala Ammiel Alcalay en sus excelentes Memories of Our Future, fue encubierta por la corriente principal del judaísmo asquenazí, primero europeo y luego norteamericano.
     En lo que concierne a España, la recuperación del pasado sefardí tras la boga romántica de la "España mora" se inició unas décadas más tarde. En estos últimos años he tenido la oportunidad de leer la obra de los dos pioneros en este campo, José Amador de los Ríos (Los judíos de España) y Adolfo de Castro (Historia de los judíos en España). Casi cuatro siglos después de la expulsión, dos intelectuales españoles intentaban con mayor o menor fortuna tender un puente hacia este pasado casi borrado de nuestra memoria histórica. Fue una labor encomiable pero no pasó de ser vista como una curiosidad cultural, mientras el viejo prejuicio antisemita sin judíos reales subsistía de manera explícita o implícita. Si la requisitoria contra la política de los Reyes Católicos y las ejecuciones judiciales del Santo Oficio se apoya en los conocimientos históricos accesibles a los investigadores de la época, la visión de estos autores de una realidad tan compleja y ambigua como la del mundo judío desde el comienzo de las conversiones forzadas es a todas luces reductiva. El teólogo burgalés Nicolás Gómez Martínez, en su obra titulada Los judaizantes y la Inquisición en tiempos de Isabel la Católica (Madrid, 1954), destinada a ensalzar la prudencia y virtud de la reina, reproduce un manuscrito del siglo XVI sobre los llamados alboraiques (de Al Burak, la criatura fantástica, medio mujer, medio caballo, a lomo de la cual, según la leyenda, ascendió Mahoma a los cielos) que merece ser leído con atención:

[…] tienen la voluntad y intención como moros, y el sábado como judíos, y el nombre sólo de christianos, y ni sean moros, ni judíos, ni christianos, aún por la voluntad judíos pero no guardan el Talmud ni las ceremonias todas de judíos ni menos la ley christiana, y por esto les fue puesto este sobrenombre, por mayor vituperio, conviene a saber, alboraycos a todos ellos y a uno solo alborayco.

Estos supuestos judaizantes que no respetan el Talmud ni cumplen las ceremonias religiosas son descritos más bien como paganos o indiferentes a los credos monoteístas, al igual que aquellos cortesanos del reinado de Enrique IV de Castilla, acusados de no creer en Dios y afirmar que "otro mundo no haya sinon nascer e morir como bestias". Dicha corriente de incredulidad, tan manifiesta en la obra de Fernando de Rojas, ha sido analizada magistralmente por Révah, desde el racionalismo averroísta de La Celestina a la obra filosófica de Spinoza, pasando por la figura tan trágica y conmovedora de Uriel de Costa.
     En las primeras décadas del pasado siglo, habrá que destacar el empeño de la Institución Libre de Enseñanza y en especial de Fernando de los Ríos en reivindicar la hispanidad de la diáspora sefardí. La concesión de la nacionalidad española a los descendientes de los judíos expulsados salvó muchas vidas durante la Segunda Guerra Mundial, pese al antisemitismo oficial de los dos puntales del régimen franquista, esto es la Iglesia católica y la Falange.
     Entre los investigadores de la historia de Sefarad y sus descendientes instalados en los Balcanes, el imperio otomano, Marruecos e Hispanoamérica, podemos citar la obra del senador liberal Ángel Pulido, Españoles sin patria y La raza sefardí (1905), a la que desdichadamente no he tenido acceso y conozco tan sólo a través de referencias en diversos ensayos y artículos, y sobre todo Los judíos en la literatura española de Rafael Cansinos Assens, publicada en Buenos Aires en plena Guerra Civil y recientemente reeditada en España. Este gran erudito y traductor, considerado por Borges como uno de sus maestros, sufrió del ninguneo oficial del régimen de Franco y le fue denegado el carnet de periodista por el hecho de ser autor de "varios libros y folletos en defensa del judaísmo". Su libro es valiosísimo en la medida en que analiza el tratamiento literario de este asunto, de ordinario negativo y sesgado, en una serie de autores, y subraya con acierto la valentía e intuición de Galdós al abordar el tema del moro y del hebreo en algunas de sus novelas. En el curso que dediqué a Misericordia en NYU hace casi una treintena de años apunté ya a esta faceta del gran novelista al que con tanta mezquindad y envidia se apresuraron a enterrar los escritores agavillados en la marca registrada "98". Mas como reza el refrán, "los muertos que vos matáis, gozan de buena salud".
     Retomemos el hilo de nuestro discurso. Aunque hace aproximadamente medio siglo la mitología nacional católica, defendida primero con la pluma e impuesta luego por las armas, empezó a resquebrajarse y a mostrar la carencia de unas bases sólidas e históricamente demostrables, su frágil palafito se sostiene aún. Como recuerda Pilar Huerga Criado en su excelente ensayo "El problema de la comunidad conversa", la traducción en México de Erasmo y España de Marcel Bataillon y la publicación en Buenos Aires de España en su historia. Cristianos, moros y judíos de Américo Castro, seguidas poco después por los trabajos esclarecedores de Domínguez Ortiz, Albert Sicroff y Julio Caro Baroja, abrieron una serie de perspectivas fecundas e innovadoras en nuestra percepción del pasado. Este variado conjunto de reflexiones y enfoques prueba sin lugar a dudas que la imagen icónica forjada por los adeptos del esencialismo hispano no corresponde al nivel actual de nuestros conocimientos ni abarca la riqueza y variedad de su propio contenido. Si tenemos en cuenta la abundante y a menudo polémica bibliografía en inglés sobre los "marranos", los cristianos nuevos y el judaísmo de la diáspora, desde Cecil Roth a Netanyahu, Yerushalmi y Révah —por citar sólo unos pocos nombres—, podemos concluir que el lector de hoy dispone de unos elementos contrastados y fiables que posibilitan una mejor comprensión de lo que fue la España medieval —no idealizada y embellecida como la de los románticos— y del drama vivido por los conversos y sus diferentes respuestas al mismo en la acertadamente llamada por Castro "Edad Conflictiva". La reciente polémica entre Netanyahu y Domínguez Ortiz sobre la índole de la persecución que sufrieron en la península las comunidades o grupos familiares de los cristianos nuevos me parece un reflejo de la variedad de situaciones vividas por éstos. ¿Actuaron dichas comunidades de forma soterrada como grupos geográficamente dispersos pero bien trabados? ¿O fueron una creación imaginaria de la mayoría castiza en razón de sus orígenes? Probablemente ambas cosas a la vez. Como en otros países, el antisemitismo obsesivo perduró en una España oficialmente libre de judíos.
     Con el paso de la dictadura a la democracia y la feliz inserción de España en el ámbito de la Unión Europea, la vida española cambió de forma espectacular en términos políticos, económicos y de apertura cultural pero, en reacción al previsible auge de los nacionalismos periféricos y al delirio sangriento de los discípulos armados de Sabino Arana, asistimos últimamente a una lenta resurrección y manipulación electoralista de nuestras esencias castizas: el canal de televisión estatal que capto en Marrakech, "Hecho en España para el mundo", brinda una florería de imágenes de una España aggiornata, sí, pero muy similares en cuanto al fondo a las promovidas por el franquismo. Paralelamente a ello, la visión tradicional y acrítica de nuestra historia en el escalafón oficial y académico mantiene su vigencia —con los indispensables retoques impuestos por una posmodernidad huera—, en perfecta simetría con las historietas de las comunidades históricas o autonómicas, cada una de ellas aislada de las demás y en amorosa contemplación de su propio ombligo.
     Pese a los avances historiográficos de las últimas décadas, el encubrimiento más o menos discreto de la influencia árabe y judía en las culturas castellana, catalana y galaico-portuguesa, así como la tendencia a desdibujar o minimizar las estrategias literarias de los conversos contra la "negra honra" y los muy anticristianos estatutos de limpieza de sangre, siguen a la orden del día, a veces por pura inercia. Mencionar el origen judío de la expresión "duelos y quebrantos los sábados" al referir la dieta de don Quijote en el primer párrafo de la novela es incurrir en algo inconveniente, que la cortesía o buen gusto aconsejan silenciar. Evocar el agnosticismo de Fernando de Rojas y Mateo Alemán, paralelo a la difusión del racionalismo entre los sefardíes refugiados en Amsterdam, disgusta a los defensores de una España "normalizada" en el marco de la Unión Europea: una España sin influencias orientales ni pasado semita más allá de un Ándalus irremediablemente extinto y un Toledo museizado para la galería. Una obra como la de Francisco Márquez Villanueva, tan valiosa para la comprensión del mudejarismo literario y el desgarro íntimo de los cristianos nuevos, es acogida en España con el silencio incómodo de quienes no disponen de argumentos válidos para rebatirla. Lo mismo puede decirse de los trabajos de Eduardo Subirats, Paloma Díaz Mas, Pilar Huerga Criado, etcétera, capsulados en los departamentos con aire acondicionado de una especialidad en las afueras del saber almacenado en el alma mater. De este modo se pasa muy fácilmente del encubrimiento a la manipulación y de ésta a la falsificación. En lo que concierne a la influencia hebrea en la península y la cultura elaborada por los sefardíes en el exilio, primero en Portugal y luego en Holanda, su extrañamiento de los manuales de enseñanza o la referencia tangencial a las mismas, revela la instrumentalización de una amnesia convertida en institución estatal no obstante las invocaciones vacuas a Sefarad y la totémica "España de las tres culturas".
     En contra de lo que generalmente se cree, el antisemitismo sin judíos no se extinguió en el siglo XVIII. Como mencioné antes, Galdós evoca su presencia en su vasto fresco social y literario de la España del XIX. Más cerca de nosotros —en el periodo tan agitado como fecundo de la Segunda República y, sobre todo, de la Guerra Civil— es interesante y significativo cotejar las fobias y fantasmagorías históricas de España perfectamente divididas en dos campos en razón de las circunstancias: a la imagen racista y truculenta del "moro" trazada por los periodistas y escritores republicanos al denunciar la utilización por los franquistas de mercenarios rifeños miserables y analfabetos, se contrapone la del judío de los propagandistas de Falange y del nacional catolicismo de la Cruzada, con sus referencias a "la raza vagabunda sin patria y sin Dios", la "sarna internacional" y la "judería harapienta centroeuropea" (el lector puede consultar la elocuente antología reunida y prologada por Julio Rodríguez Puértolas, cuyo fétido contenido aconseja el empleo de mascarillas). ¡Algunos autores exigían en 1937 el restablecimiento de la Inquisición y reivindicaban su condición de "hispano-romano-góticos" opuestos a los "judeo-moriscos"!
     Si las opiniones antisemitas de Pío Baroja son sobradamente conocidas, las de un célebre novelista de mi generación no suscitaron reacción alguna con excepción de una comedida respuesta de Mario Muchnik. Los prejuicios y antipatías tienen la vida muy larga. Una encuesta publicada en enero de 2000 con el título de "Los españoles y la inmigración" —encuesta realizada nada menos que por el Ministerio de Asuntos Sociales con dinero del contribuyente— revela la persistencia tenaz del pasado en el subconsciente hispano: la puntuación más baja corresponde a los gitanos clasificados aún entre los inmigrantes después de cinco siglos y medio de estancia ininterrumpida en la península; la inmediatamente superior, cómo no, a los árabes (léase "moros"), y la tercera, en este singular palmarés de la infamia, nada menos que a los judíos. Ahora bien, como pregunté en las páginas del diario El País: ¿hay inmigrantes judíos en la España de hoy?; y en caso de que los hubiere, ¿serán identificables? ¿No se trataría más bien de "judíos mentales", fruto del secular enfrentamiento intercastizo y de la sobada "conspiración judeo-masónica" de tiempos del franquismo?
     Por dichas razones, una empresa como la de El legado de Sefarad, patrocinada por Raíces, revista judía de cultura, acerca de la huella dejada por los sefardíes en la literatura e historia de España, Portugal, Iberoamérica y varios países de Europa —ámbito que habría que ampliar para incluir Sarajevo, Salónica, Estambul y otras ciudades mediterráneas— merece el aplauso de todos los españoles interesados por el conocimiento de su propia historia: no la expurgada y reductiva que se suele enseñar en nuestras aulas sino una más vasta y fecunda, capaz de integrar las diferencias y ampliar los horizontes de la aportación hispana a la cultura mundial. Debemos partir del principio de que la historia, como toda ciencia, es por principio incompleta y exige revisiones y añadidos en función de los nuevos elementos y datos aportados por una rigurosa investigación del pasado. En ello se diferencia de los mitos y doctrinas esencialistas al servicio de una imagen autocomplaciente pero inventada por quienes sueñan todavía en una inexistente pureza cultural, despojada de los diversos aportes que la configuraron a lo largo de los siglos. La obra de Gaudí y de Picasso está ahí para decirnos que la cultura debe incluir y no excluir, sumar y no restar y que su curiosidad voraz ha de extenderse por toda la rosa de los vientos en este planeta minúsculo que llamamos mundo. ~

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(Barcelona, 1931) es escritor, uno de los miembros más relevantes de la llamada Generación del 50 española. La editorial Galaxia Gutenberg publicó sus Obras completas.


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