Ilustración: Martín Kovensky

Las transformaciones modernas del arte y del surrealismo

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[Falta la primera página] Antes que nada, es importante considerar que esta iniciación a los fastos de la naturaleza mexicana, que arranca con Rimbaud y, luego, por intermediación suya o por vías directas, continuaron los poetas europeos, está en la raíz de un trastorno profundo de la sensibilidad. Quiero decir que es toda una percepción de la naturaleza lo que, a partir de ahí, sufrirá una sacudida y tenderá a afianzarse sobre nuevos fundamentos. Los escenarios americanos de Chateaubriand no habrían constituido más que un precedente ilusorio. Fue necesario todo el genial poder de evocación de Rimbaud para provocar esta crisis que, considerada desde diversas perspectivas, fue dramática. Para que tomáramos conciencia de la amplitud de miras que nos estaba siendo negada, fue necesario que él participara, como ningún otro hombre, en la enorme afluencia de todas las savias. Este ardor fue definitivamente transmitido por él a la poesía. Su única consecuencia desfavorable fue habernos aportado una creciente desafección por los lugares en donde tenemos que hacer la vida, en donde la tierra responde con avaricia a los requerimientos del ojo y de la mano, en donde la creación parece haberse estancado. Nunca se sació Rimbaud de dirigir allí sus sarcasmos:

En vuestros prados y bosques,

oh fotógrafos tan serenos,

la flora es más o menos tan variada

como los tapones de botella.

Siempre la vegetación francesa,

huraña, ridícula, tísica,

por donde el vientre de los perros pachones

navega en paz, al atardecer.

Esta desafección alcanza hoy su cima. Y por lo demás, se extiende del plano floral al humano. Es muy sintomático leer en una revista mexicana, bajo la firma de un hombre al que muchas maneras de pensar me oponen, pero cuyo lenguaje es de los más mesurados, el señor Paul Valéry, esta declaración que no puedo menos que suscribir: “La desventurada Europa es presa de una crisis de estulticia, de credulidad y de bestialidad demasiado evidente. No es imposible que nuestra añeja y riquísima cultura se degrade al máximo en pocos años […] Cada vez que mi pensamiento se ennegrece, y que desespero por Europa, no encuentro otra esperanza que pensar en el Nuevo Continente.” En estas líneas hay casi un consejo de evasión que hoy viene a dar forma al presentimiento lírico de Rimbaud. Rimbaud exigió al poema que respondiera funcionalmente a la exuberancia que posee la naturaleza en los climas de ustedes, que huyera para siempre de la ingratitud de los nuestros. Le dio carta de naturalización americana a la poesía:

[Háblame] del tabaco, de los algodoneros.

Háblame de las cosechas exóticas.

[…]

Comerciante, colono, médium,

tu rima brotará, blanca o rosada,

como un resplandor de sodio,

como el caucho que se derrama.

Igualmente, cuando al final del siglo XIX sobrevino una gran bocanada de aire en la pintura, cuando se hizo necesario que esta se sumergiera en un baño de primitivismo, le correspondió actuar a un hombre totalmente extranjero a la civilización europea de su tiempo. Hoy sabemos reconocer, más allá de tantas pullas que acribillaron a su autor incluso después de muerto, el valor tanto esencial como revolucionario de la obra de Henri Rousseau. Desde mi llegada a México, casi no he dejado de meditar sobre su caso al hallarme por primera vez en circunstancia de apreciar las formas de comunicación en cierto modo magnéticas que él estableció entre los dos mundos. Se me hizo claro, así, el sentido de aquella ocurrencia en la que solo se ha querido ver una puerilidad de su parte, ocurrencia que me evocó recientemente mi gran amigo Diego Rivera: cuando le preguntaron al aduanero Rousseau quiénes, en su opinión, eran los más grandes pintores contemporáneos, respondió luego de reflexionar: “Picasso, en el género egipcio, y yo en el género moderno.” Sobre todo comprendí, al visitar aquí el Museo de Arte Popular,1 que la aparición de Rousseau en el firmamento de la pintura no constituía, como tiende a pensarse en Europa, un anacronismo, sino que, por el contrario, él se mantuvo toda su vida en la tradición pura de los pintores anónimos mexicanos.2 No hablo solamente de aquellos cuyos cuadros uno puede admirar en ese museo, sino también de los mejores decoradores de pulquerías, así como de esos extraordinarios ornamentadores de pueblo que, según se me ha dicho, dependiendo de sus habilidades se reparten la ejecución de las casas, los árboles y los personajes que adornan los cofrecillos. Irrefutablemente, Rousseau es de esa estirpe, y por ello es significativo asistir, como he podido hacerlo en París, al afianzamiento creciente de su poder sobre los artistas más evolucionados. Lo digo de nuevo, se trata de una obra que inspira la nostalgia de un clima totalmente diferente de aquel en el que se produjo, habiendo sido no obstante concebida en ese clima. Tal como le dijo Guillaume Apollinaire al aduanero:

Te acuerdas, Rousseau, del paisaje azteca,

de las selvas donde crecen el mango y la piña,

de los monos que derraman la sangre de sandía

y del rubio emperador que fusilaron.

Lo importante es que todo esto haya sido nombrado, que a través de la poesía y la pintura estas cosas hayan entrado en el sueño milenario de una Europa demasiado segura de sí misma, demasiado confiada en la duración ilimitada de su ascendiente espiritual sobre el resto del mundo. No es un azar, es un signo de los tiempos el que una sed insaciable, un deseo de penetración más y más profunda de los misterios de este continente se desprenda de dos obras que influyen en el más alto grado a la poesía europea, las de Rimbaud y Lautréamont, tal como brotan entre los follajes gigantescos de Rousseau animales singulares, terribles y juguetones, y renacen los dioses en un relámpago.

Lo que aún conmueve de este país es que no acaba de despertar de su pasado mitológico. Ese pasado mexicano es casi mejor conocido en París que su presente, y los admirables objetos que fueron testigos de semejante pasado tienden cada vez más a desbordar, a hacer pedazos los marcos arqueológicos en que se mantenían. Esos objetos, de los que algunos especialistas se apoderaron únicamente para abrumarlos de etiquetas, hoy comienzan a ser vistos universalmente como obras de arte y, como tales, poseen una irradiación que no cesa de crecer. Es fácil calcular las consecuencias que necesariamente tendrá semejante descubrimiento, término que no es exagerado si se piensa que esos objetos estuvieron apiñados durante mucho tiempo sin la menor selección que permitiera apreciarlos desde otro punto de vista que el de su origen: para captar toda la importancia de su naciente valoración, baste con evocar la influencia revivificante que ejerció el arte chino sobre el arte francés –en tiempos de la fundación de la Compañía de Indias–, o el arte japonés a fines del siglo XIX–se le debe en gran parte el impresionismo en pintura, y en literatura el estilo artístico de ciertos naturalistas y simbolistas–, o el arte africano a principios del siglo XX, influencia sin la que no podrían explicarse plenamente dos de los más recientes movimientos plásticos, el fauvismo y el cubismo. Conjuntamente con el arte de Oceanía, de igual modo mal conocido hasta la fecha, y cuya riqueza es desgraciadamente más extinguible, es de esperarse que el arte mexicano sea objeto de un examen cada vez más apasionado, y que surjan nuevas obras en relación con él. Lo más emocionante es que no se trata en su caso de un tesoro inanimado: he podido comprobar, en unos cuantos días, qué raíces tan profundas atan al indio de este país con la magnífica tierra que aún cubre parcialmente ese tesoro, y que está totalmente penetrada por sus resplandores. No conozco nada más sugestivo y turbador que comprobar la coexistencia y mezcolanza, en la vida del indio, entre las prácticas a las que lo sometió la conquista cristiana y la impregnación pagana que le inspira a organizar espléndidos fuegos de artificio frente a las iglesias, y a deslizar en sus rezos los conjuros usados para apaciguar al “Señor de las Aguas”. La supervivencia en él de los antiguos mitos salva a las antiguas piedras esculpidas de México de la luz fría que cae sobre los ídolos egipcios. Es en este sentido que es posible considerar el arte mexicano de origen popular, a lo largo de toda su trayectoria, como el producto de una corriente mental ininterrumpida. No me refiero solo al arte popular campesino, sino a todo el arte mexicano moderno que da al mundo el ejemplo impar de mantenerse estrechamente en contacto con la tradición popular. Sería esencial, en Europa, dar a conocer este ejemplo. La mejor manera de hacerlo sería organizar en París, a invitación expresa del gobierno francés, una exposición de arte mexicano, desde sus orígenes precolombinos hasta la actualidad. Considero que ese sería el mejor medio de rendir homenaje a todo un pueblo cuyo sentido plástico es innato y que demuestra ser imperecedero, tal y como lo comprueba quien contempla a los más humildes compradores manipular las ollas en los mercados.

No podría dejar de mencionar, entre las razones axiales que en Francia nos vinculan a México, que este país nos parece un maravilloso crisol social del que han surgido, a lo largo de los últimos veinte años, los mayores fulgores en la ruta del progreso. El conjunto de ideas que dio origen a la Revolución mexicana y posibilitó que saliera vencedora es nada menos que el que constituye el patrimonio común de la clase obrera internacional: el mismo reconocimiento del factor histórico determinante de la lucha de clases y los mismos esfuerzos para sustraerse de la sumisión al capitalismo explotador mediante la creación de un Estado que realice la socialización progresiva de los medios de producción. Cualesquiera que sean las artimañas intimidatorias que monten en la actualidad, con éxito provisional, los gobiernos totalitarios, nada podrá evitar que este poderoso comprimido ideológico estalle a escala universal, y que encarne para el mundo la liberación de las irreductibles contradicciones capitalistas. Para quienes, como yo, situamos por encima de todo la liberación del hombre, y que hacemos de ella la condición de la liberación del espíritu, el México de hoy brilla con un resplandor incomparable. Por más que se le haya ocultado o interpretado torcidamente –la prensa francesa, como otras, se ha dedicado a hacerlo–, su mensaje al resto del mundo se ha sustentado, por ventura, con acciones precisas que ha sido imposible falsear o mantener en silencio: por principio, su ayuda incondicional, la única, al pueblo español en lucha por su libertad; luego, la afirmación altamente independiente de su fidelidad, la única también, al principio del derecho de asilo a favor de un gran proscrito político; y finalmente, la medida de expropiación emprendida contra las compañías petroleras extranjeras, cuya discusión aún alimenta aquí todas las conversaciones. Es cierto, no estoy en condiciones –y por lo demás no sería el lugar indicado– de justificar económicamente dicha medida, de la que me han repetido una y otra vez, desde que arribé aquí, que fue inoportuna o prematura. Lo único que puedo testimoniar al respecto es que, en Francia, en todos los medios en los que hay una actividad de verdadera entrega a los esfuerzos por la emancipación humana, esta medida ha sido acogida con entusiasmo. No me preocupa afirmar que la noticia que nos llegó al respecto fue también, en el periodo que atravesábamos, la única en verdad reconfortante, la única que nos resarciría de una serie de decepciones y fracasos. No quisiera dejar de rendir público homenaje al presidente Cárdenas cuya voz, a cada paso, siempre que fue necesario, se alzó categóricamente sobre las de todos los jefes de Estado, y cuyo nombre, en Francia, y para todos los intelectuales dignos de ese nombre, es sinónimo de inteligencia profunda sobre el devenir humano, de lealtad y de valentía, y personifica nuestra esperanza inalterable en la victoria del derecho.

Para concluir sobre las causas que nos hacen, en diversos aspectos, tributarios del alma mexicana, me resta mencionar el papel de primerísima importancia que cumple esta en la exploración de un valor sensible al que hemos asociado cada vez una mayor estimación. Se trata de lo que denominamos en Francia el humor negro. A diferencia del que se propaga en los periódicos, este humor se caracteriza, según Sigmund Freud, porque “no solamente tiene algo de liberador, como el ingenio o la comicidad, sino que además añade cierto aspecto sublime y elevado”. Volveré a esto en el curso de una de mis próximas conferencias. Al cabo de las investigaciones que he conducido sobre el humor negro, señalo desde ahora que he podido asentar que el triunfo del humor en estado puro y manifiesto en el campo de la plástica debe reconocer como su primer y principal artesano al gran artista mexicano Posada quien, a través de admirables grabados, supo hacernos sensiblemente accesibles todos los remolinos de la Revolución de 1910. Por lo demás, a través de su espléndida juguetería fúnebre, México se impone como la tierra de elección del humor negro. A través de las miles de fantasías a las que da lugar, en el entorno de esta ciudad, y a través del encuentro con esos juguetes que yo conocía solo a través de imágenes, esta interpretación de la muerte ha terminado por conquistarme. Junto con el humor negro, esta interpretación constituye un hecho entrañable sobre el que se imprime hoy por hoy un énfasis supremo. En estas expresiones hay algo superiormente fino, aunque para muchos imperceptible, y también algo extremadamente agudo, que me lleva a pensar en el colibrí sagrado de la leyenda mexicana, que clava su pico en el corazón del águila de alas desplegadas bajo el sol. ~

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Fragmento de Las conferencias de México. 1938, que próximamente publicarán Auieo,

el Museo Frida Kahlo y el Museo Diego Rivera-Anahuacalli.


1 Este museo, que se hallaba en Pátzcuaro, Michoacán, era el museo favorito de Diego Rivera. Las notas son del traductor.

2 Breton suponía por entonces, siguiendo a Apollinaire, que el aduanero Rousseau había viajado a México.

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