Ilustración: Martín Elfman

¿De quién son los derechos del “Hombre”?

El liberalismo debe acotar al Estado o a los poderes fácticos? ¿Es una obligación liberal amar al país propio o a las instituciones democráticas? ¿Es posible un orden internacional liberal que prescinda del imperialismo? ¿Son los derechos del hombre una expresión masculina o universal? ¿Desde qué valores, si no los religiosos, pueden las democracias sancionar conductas? López Noriega, Peña Rangel, Iber, Vela Barba y Zaid evitan los facilismos al momento de plantear estas y otras interrogantes en torno al quehacer liberal.
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Recuerdo que cuando comencé a leer sobre feminismo, una frase de John Stuart Mill me acompañaba al recorrer las páginas: “Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu, el individuo es soberano.” En las mujeres veía vidas que desmentían a Mill. En los hombres, también. Sueños, proyectos, profesiones, familias, deseos, amores restringidos por normas –a veces jurídicas, otras sociales, a veces explícitas y, en ocasiones, casi imperceptibles– que carecían de un sustento razonable. Lo sorprendente era cómo una y otra vez principios fundamentales del liberalismo –por ejemplo, la libertad y la igualdad– parecían malograrse en la relación entre los sexos y los múltiples ámbitos afectados por ella: desde la reproducción y la sexualidad, hasta la familia, el mercado y la política. De una forma u otra, si lo que estaba en juego era el significado de los hombres como hombres y de las mujeres como mujeres, la razón –ese otro gran pilar del liberalismo– insistía en ser elusiva: este era el mundo de las tradiciones incuestionadas, las presunciones sin prueba, las naturalezas incontrolables (e inmutables) y los sacrificios individuales en nombre de la colectividad. Ya en su precioso ensayo sobre La esclavitud femenina, John Stuart Mill lo había denunciado: “Lo que en cualquier otra discusión sería ley, no lo es en esta.”

Pero esa es, precisamente, la invitación del feminismo: someter al escrutinio de la razón –por difícil que sea– nuestras creencias y prácticas a propósito del sexo, el género, la sexualidad, la reproducción, la familia, la política y el mercado. Existen muchos feminismos, pero lo que comparten todos, creo, es su compromiso con el debate: hacer explícitas las razones en las que se sustentan sus concepciones –sea con números, anécdotas, lemas, encuestas, manifiestos, marchas, novelas, poemas, diarios, películas, teorías–. (Re)valorar lo femenino, liberar la sexualidad, reconceptualizar la masculinidad, reestructurar las relaciones familiares, blindar las decisiones reproductivas, luchar en contra de la violencia –familiar, sexual, militar–, deconstruir la maternidad, responsabilizar la paternidad… Cada propuesta no es más que un diálogo que pretende vencer las dificultades identificadas por Mill.

En este sentido, creo que un par de ejemplos de la historia mexicana pueden servir como plataforma para entender el tipo de cuestionamientos que el feminismo ha planteado –y puede seguirle planteando– al liberalismo.

Vista desde el feminismo, la imagen de la Ley del Matrimonio Civil de 1859 es distinta a la que por lo general se presenta. Dicha ley es considerada por muchos como uno de los bastiones del liberalismo mexicano: a fin de cuentas, fue parte de la legislación que separó a la Iglesia y el Estado. Sin embargo, la regulación del matrimonio que ofrece –y que sobrevivió hasta hace muy poco– dista mucho de ser un motivo de orgullo desde la perspectiva de la libertad y de la igualdad. Por virtud de este pacto, los cónyuges adquirían una serie de derechos y obligaciones entre sí y –en caso de que hubiera hijos– con estos. Existían obligaciones que eran idénticas para ambos –por ejemplo, el débito carnal podía (en teoría) ser exigido por cualquiera de los dos–.

((¿Cómo podía hablarse de soberanía sobre el cuerpo si, por definición, este le pertenecía al cónyuge?
))

Pero la mayoría diferían según el sexo del consorte: el hombre debía proveer y la mujer debía encargarse del manejo del hogar y el cuidado cotidiano de los hijos, si bien el primero mantenía el mando incluso en lo doméstico. No existía la posibilidad (jurídica) de revertir ese esquema (para ninguno de los dos). Además de la división de labores, el marido era el administrador único de los bienes de la sociedad y el representante legítimo de su mujer. Ella no podía pactar contratos sin el permiso de él. Y si él debía cambiar de domicilio, ella estaba obligada a seguirlo.

El matrimonio no solo determinaba –y limitaba– la vida cotidiana de la pareja: a ellos, por ejemplo, condicionándoles el tipo de relación que podían tener con sus hijos; a ellas, el acceso al empleo formal. Impactaba, directamente, derechos tan fundamentales como el del voto. Este es otro ejemplo histórico que resulta interesante analizar desde el feminismo. En el siglo XIX, para votar era necesario saber leer y escribir y contar con un patrimonio mínimo. La Constitución de 1917 buscó remediar específicamente esta situación. Ahora sí, se jactaban, habría sufragio universal. Todos podrían votar. El pueblo se lo había ganado. El texto constitucional, de hecho, parece ser congruente con esta postura: los mexicanos, alcanzada cierta edad (y estado civil), eran ciudadanos. Si se estudian los debates del Congreso Constituyente, sin embargo, queda claro que los mexicanos no era un calificativo universal: incluía solo a los varones y no a las mujeres. ¿La razón? ¿Qué podrían saber de la política las que se definían por lo apolítico (la familia)? Si bien admitían que existían mujeres “extraordinarias” capaces de ejercer la ciudadanía “satisfactoriamente”, esto no era suficiente para concederle el voto “a las mujeres como clase”.

((La ironía es que fue la conexión de las mujeres con la familia lo que justificó la concesión del voto a nivel municipal (local, comunitario, familiar) en 1947.
))

No es que no se planteara desde entonces el conflicto entre esa concepción de los hombres y de las mujeres y la igualdad. De hecho, el Código Civil de 1884, en su artículo 1, anunciaba que “la ley civil [era] igual para todos, sin distinción de personas ni de sexos, a no ser en los casos especialmente declarados”. El trato diferenciado entre hombres y mujeres era el caso paradigmático de la máxima “tratar igual a los iguales y desigual a los desiguales”. Era el principio de la igualdad –tal y como lo entendían entonces– el que justificaba esta regulación. Por esta razón, si bien mucho del feminismo ha girado en torno a cuestionar el concepto de la igualdad, su labor más importante ha sido desentrañar las razones por las cuales se consideraba que los hombres y las mujeres eran tan (natural, culturalmente) diferentes que ameritaban un trato jurídico (y social) tan distinto. El mismo John Stuart Mill dedica la mayor parte de su ensayo sobre La esclavitud de la mujer a desmentir esta presunción. ¿Son diferentes o los hemos hecho diferentes? Y si los hemos hecho así, ¿por qué? ¿Para qué? ¿A quién sirve esa sujeción?

Buena parte de las normas jurídicas que sostenían el trato diferenciado han sido derogadas en las últimas décadas. Sin embargo, los estudios empíricos muestran que muchas de las relaciones que normaban prácticamente permanecen intactas. Las mujeres pueden ya ser votadas, pero son pocas las que ocupan cargos de elección popular. Las mujeres pueden ya ser servidoras públicas, pero son pocas las que se encuentran en los altos mandos de poder. Cada vez son más las mujeres que se incorporan al mundo laboral formal, pero este tiende a estar segregado por sexo y, cuando no lo está, las mujeres siguen ganando menos que los hombres a pesar de desempeñar el mismo trabajo. En la casa la división de trabajo ha permanecido casi inalterada: en el 2010, la tasa de participación en el hogar de las mujeres era de 61.8% y la de los hombres de 26.3%.

((Véase Ricardo Raphael de la Madrid (coord.), Reporte sobre la discriminación en México 2012. Trabajo, Conapred, 2012, p. 43; véase también Banco Mundial, Informe sobre el desarrollo mundial 2012. Panorama general. Igualdad de género y desarrollo, 2011, pp. 13-19.
))

Por estos nuevos fenómenos, las feministas han hablado de los techos y las paredes de cristal –esos límites invisibles que impiden el movimiento libre de los hombres y las mujeres por el mundo–. Y desde el derecho se ha comenzado a hablar de la igualdad sustantiva –y no ya formal– que le exige al Estado se ocupe de los efectos de la regulación –y de la historia– para remediar esta situación.

Podríamos entender estos fenómenos como un ejercicio de la libertad: las mujeres y los hombres eligen –dada la ausencia de restricciones formales– estas vidas. Pero el feminismo, me parece, obliga al liberalismo a puntualizar: ¿cómo, precisamente, está entendiendo la libertad? ¿De quién? ¿Y por qué? La historia ofrece incontables ejemplos de cómo la igualdad puede ser utilizada para limitar vidas –subyugarlas, incluso–. ¿Puede permitirse la tradición liberal que se le dé el mismo uso a la libertad? ~

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responsable del Área de Derechos Sexuales y Reproductivos del Programa de Derecho a la Salud de CIDE. "El área en la que estoy es única."


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