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Hace quince años, imaginar una Venezuela sin el bipartidismo inaugurado por Acción Democrática (AD, socialdemócrata) y COPEI (democracia cristiana), que se había alternado en el poder durante cuatro décadas a raíz de la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez en 1958, resultaba para muchos venezolanos sencillamente imposible.
A principios de 1998, apenas comenzaba la carrera hacia las elecciones de diciembre de aquel año, publiqué en El Universal de Caracas un artículo titulado “¿Por qué no me asusta Chávez?”, menos por mortificar las alarmas y aprensiones de los lectores más conservadores de ese matutino que por encarecer la candorosa idea que por entonces me hacía yo de la inconmovibilidad del sistema político venezolano que nos había regido durante cuarenta años.
Hallaba esa idea, en verdad, muy tranquilizadora, y por eso la sacaba a dar una vuelta para tratar de sosegar, a mi vez, a las buenas personas que consideraban abismalmente aterradora la sola perspectiva de una Venezuela donde no gobernasen ni AD ni COPEI. Mi idea se formulaba, en espíritu, más o menos como sigue:
Tranquilícense. No importa cuán extemporáneas y retrógradas luzcan ahora las posturas de Chávez, ni cuán fundadas sus acres críticas al sistema político vigente ni cuán radicales sus consignas en materia social, ni mucho menos la arrolladora simpatía popular pese, o quizá gracias, a su fracasado golpista que reflejan los sondeos de intención de voto. Tengan ustedes en cuenta, por cierto, que la lidia con las masivas e imponentes realidades de un país tan complejo como el nuestro, pero, al cabo, un país hecho a los usos democráticos y, todo hay que decirlo, hecho también a las artimañas moderadoras del munificente petroestado, habrá de apaciguar al exgolpista trocado en gobernante.
¿No hay en esto mismo, en el solo hecho de que, derrotado Chávez en toda la línea como conspirador jefe de una logia militar golpista, no haya tenido más remedio que entrar por el aro del juego democrático, al grado de lanzarse como candidato a la presidencia, una demostración de la salud y la supremacía moral de nuestra democracia?
Créanme: Chávez no pasará de ser el pintoresco y dicaz mandatario de un populista, clientelar y corrupto petroestado caribeño. Chávez ganará las elecciones, quién lo duda, y el chavismo, sea lo que fuere, habrá llegado para quedarse y muy posiblemente mutará en endemia, como el peronismo. Será algo traumático y quizá bochornoso de ver, pero nunca tan catastrófico como se piensa. Fracasará, por descontado habrá de fracasar, y entonces volverá el desencanto cual torna la cigüeña al campanario: en un par de quinquenios el electorado dará una segunda oportunidad a los partidos de antaño que, con seguridad, habrán aprendido la lección. Dejen la alharaca, señores, y sírvanse otro whisky. Alternancia es el nombre del juego. Todavía tenemos petróleo en el subsuelo. No es el último inning: volverán lluvias suaves. ¡Compórtense! ¿Tragedia? Trágico es lo que pasa en Kosovo.
Me apresuro a decir que no era yo el único en pensar que, de llegar Chávez a la presidencia, la agreste realidad completaría la educación requerida por un inquieto oficial de paracaidistas, pobre, provinciano, bienintencionado pero de mostrenca formación política, para trocar de epígono de Fidel Castro en insuficiente Juan Domingo Perón en guayabera. Poca gente tal vez, pero la suficiente, pensaba igual que yo.
Los ricos de Caracas, sin buscar más lejos, pensaban así. Los barones de la prensa y el arrogante mundo de los altos ejecutivos de la petrolera estatal, convencidos estos últimos de su imprescindibilidad, también. Su única diferencia conmigo estaba en que no eran bocones y no lo decían. Los proverbiales “poderes fácticos” gesticulaban alarmados pero, llegado el momento, ninguna de las Venezuelas sauditas dejaría de ofrecer desayunos en la sala de redacción, ni de costear viajes, allegar compañía femenina y buenos negocios, tratando de hacerlo despertar de su extático sueño de torcer el rumbo de la Historia planetaria desde un pequeño país suramericano y apaciguar su fogosidad antisistema.
La flemática pachorra con que el funcionariado estatal cumpliría sus órdenes, asintiendo con la cabeza y arrastrando los pies, acabaría por amansar los arrestos revolucionarios. Pero nada costaba ser ecuánime: el bipartidismo cleptómano se había ganado a pulso la anunciada derrota electoral con su indignante descaro y su criminal insolidaridad hacia los pobres. Se merecía una tonificante derrota electoral que habría de concretarse cuando el 56% del universo votante posible votó por Chávez en 1998.
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En cuanto a lo que vendría luego, mi artículo declaraba fe en una opiácea superchería enérgicamente difundida por historiadores de mucho predicamento en aquellos días: la “singularidad” venezolana. “Somos únicos –rezaba la versión más legible–; no somos violentos como los colombianos ni adoradores perpetuos de Eva Perón; nuestro bipartidismo, imperfecto como es, es sin duda alternativo y no se parece en nada a la dictadura perfecta del PRI; somos la democracia más antigua y sólida de la región.” La última batalla de nuestras guerras civiles se había librado en 1903; el país era pacífico, democrático, antimilitarista, plural y solidario. Laico hasta lo profano, “mamador de gallo”, aficionado al beisbol y a los concursos de belleza. ¡Ah!, y el petróleo obraba como gran amortiguador de las inequidades. El corolario de aquella martingala sobre la singularidad venezolana era este: lo que se nos venía encima no era más que un “cambio de elenco” –así lo llamábamos–, ruidoso, cierto, pero fatalmente destinado a fundirse con la élite social hasta entonces dominante.
Solían venir de tiempo en tiempo estos radicales relevos, cabalísticamente en años terminados en ocho: la guerra federal en 1858, el fin del llamado “liberalismo amarillo” en 1898, la irrupción de la llamada “generación del 28”, el derrocamiento de Rómulo Gallegos en 1948, la caída de Pérez Jiménez en 1958. Otro elenco estaba llamado a hacerse presente en 1998, pero la sangre no llegaría al río porque éramos, como llevo dicho, democráticos, pacíficos, antimilitaristas, “policlasistas”, viajeros frecuentes a Miami. Nuestra religión laica era el populismo redistributivo y la movilidad social, nuestro santo y seña. ¿Otro cambio de elenco? Las élites se encargarían de cooptarlo. ¿Una dictadura militar de extrema izquierda? Difícil de creer: a la Venezuela de hace quince años le venía como un guante el título de una novela de Sinclair Lewis: Eso no puede pasar aquí.
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Casi quince años más tarde, un amplio consenso académico considera el desempeño de Chávez en el poder como uno de los más acabados ejemplos contemporáneos de lo que ya en 1997 Fareed Zakaria describió y llamó “democracia no liberal”: la forma de tiranía más popular desde que desaparecieron los totalitarismos “clásicos” del siglo XX. En los hechos políticos, se ha cumplido domésticamente un tortuoso proceso en el que un régimen, legitimado en origen por el voto popular, se deslegitima cada día más con prácticas autoritarias y excluyentes.
El desmantelamiento total del aparato institucional del país –de suyo débil y afectado, de antiguo, por el socarrón régimen bipartidista de cuotas de poder– ha logrado poner al servicio de una única facción personalista el poder judicial, el legislativo y la fuerza armada.
Una insidiosa federación con Cuba ha asegurado a Chávez recursos de inteligencia, contrainteligencia, intimidación policial y extorsión judicial sobre cualquier disidencia que pueda surgir en cualquiera de los poderes, notablemente en el sector militar. La pugna por el control de los medios de comunicación no ha cesado ni por un instante y en ella Chávez ha logrado éxitos tan aplastantes como el cierre y expropiación de un importante canal de televisión, la clausura y embargo de circuitos radiales enteros y la autocensura de muchísimos de los restantes medios, ya sean impresos, radioeléctricos o virtuales.
En lo que atañe a transparencia, es un hecho documentado que el árbitro electoral infunde sospechas todavía al 40% del electorado que se dice de oposición.
Las paradojas de la globalización y la empatía mutua entre los autoritarismos híbridos han acercado a Venezuela no solo a Cuba, Nicaragua, Bolivia y Ecuador, sino también a potencias como China y regímenes como los de Irán, Bielorrusia y Siria. A ese conjunto de factores e intereses extranacionales se han sumado el narcotráfico y otras formas de criminalidad organizada que han colonizado, con aquiescencia de Chávez o sin ella, importantes organismos del gobierno, notablemente, insisto, los del sector militar.
La impunidad, producto de la destrucción del poder judicial, y crueles factores distorsionantes como pueden serlo el narcotráfico y el tráfico de armas, han llevado los niveles de criminalidad letal a cotas nunca antes alcanzadas. La inflación, que pasa ya del 30%, fruto del control de divisas y de la destrucción deliberada del aparato productivo privado, es la más alta del mundo, luego de la de Zimbabue.
El hecho escueto es que, hoy por hoy, Chávez gobierna un país política y económicamente a su merced, sin ningún contrapeso institucional e indiscutido señorío personal, ejercido con delirante imaginación y sin contraloría, sobre los colosales ingresos del petróleo. Con todo, al parecer, las cosas comienzan a moverse en favor de la oposición.
Las novedades que signan las elecciones del venidero octubre son la enfermedad de Chávez y la conformación de una vasta coalición opositora cuyo candidato único, Henrique Capriles Radonski, encarna una propuesta que no es exagerado calificar de centroizquierda liberal. Considérese que todos los partidos venezolanos adscritos a la Internacional Socialista, sumados a Bandera Roja y Podemos, ambos desprendimientos radicales de la coalición que originalmente apoyó a Chávez, apoyan a Capriles Radonski. Esto último no carece de importancia en un país cuyo electorado ha propendido históricamente a la centroizquierda, y visto que, durante años, Chávez se ha apropiado el cognomento “izquierda” y le ha sido sumamente fácil despachar a sus adversarios señalándolos como candidatos de “la derecha” y el imperialismo yanqui.
Esa amplia coalición (cuyo organismo concertador es la Mesa de la Unidad Democrática, MUD) y la candidatura única de Henrique Capriles Radonski son, sin exageración, el milagro que premia la travesía del desierto de una oposición que logró aislar y neutralizar a los factores golpistas y a los partidarios de aventuras y atajos que, como el fallido paro petrolero de 2003 o el llamado a la abstención en las parlamentarias de 2005, facilitaron, en definitiva, el monopolio del poder que hoy favorece a Chávez.
Capriles ganó holgadamente las elecciones primarias convocadas por la MUD para designar un candidato único de oposición. Capriles se ha declarado admirador del papel jugado por Felipe González en la transición española y, en lugar de la Cuba castrista, propone al Brasil de Cardoso, Lula y Rousseff como modelo. Como gobernador del estado de Miranda, el segundo más poblado de Venezuela, Capriles ha administrado con éxito una réplica demográfica del resto del país. Ganó esa gobernación en 2008, al derrotar, contra todo pronóstico, al candidato ungido por Chávez.
El creciente apoyo a Capriles Radonski se refleja en las encuestas más fiables: a cien días de la elección, figura ya en “empate técnico” con Chávez. Sin exagerar, también en el fervor de la calle, un fervor que recuerda al que nimbó a Chávez en su mejor momento electoral, allá por 1998.
Como tantos venezolanos que anhelan el retorno a los usos democráticos sin que ello entrañe la restauración de los vicios que abrieron la puerta a Chávez, votaré por Capriles Radonski, teniendo presente el formidablemente inescrupuloso adversario que es Chávez y sin olvidar el proverbio de Antonio Machado: “Confiemos en que no será verdad nada de lo que sabemos.” ~
(Caracas, 1951) es narrador y ensayista. Su libro más reciente es Oil story (Tusquets, 2023).