En tiempos difíciles

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¿Para qué sirve la literatura en tiempos difíciles, podríamos preguntarnos hoy, con o sin Brecth? Porque siempre hubo tiempos —quizás no tan inmemoriales, porque finalmente fueron tiempos ensoñados, ideales o idealizados— en los cuales las fronteras, y las alambradas, y las lenguas, y los hombres, no eran moneda de cambio. Eran tiempos, quizás, si es que los hubo —y ciertamente que los hubo, porque podemos pensar en ellos, porque podemos representarnos esos tiempos aunque sea en la literatura, esa forma suprema o ínfima del sueño, de la realidad—, en que las primeras ciudades eran imágenes vivientes de alguna forma suprema, superior, donde podíamos existir y coexistir los hombres, como si la coexistencia fuera una forma de la felicidad, de la política aún como una cara de la verdad —¿qué verdad?—, y no una caterva o discrimen de normas, leyes, representaciones jurídicas, marcas, límites, sueño éste de la literatura —de la realidad, tal vez— donde los hombres nos parecíamos al secreto de la literatura, si es que la literatura tiene, aún hoy, algún secreto, pues puestos a pensar, a sonsacar las imágenes que nos depara la literatura, la poesía, la palabra, como la más cara contribución del hombre a sus sueños elementales, su secreto es abierto, cegador como el sol de mediodía.*
     Porque sí que la literatura es elemental. Es un elemento digno de tomarse en cuenta en estos y otros tiempos que corren, que correrán, que corrieron, a veces tanto o más veloces que la literatura, porque son tiempos en que la palabra alambrada, la palabra frontera, la palabra nación, la palabra patria, la palabra territorio, la palabra mío, la palabra tuyo, la palabra libertad de los seres, la palabra libertad de las palabras, también pueden servir para el crimen, o para el discrimen, que en eso estamos, desde tiempos inmemoriales.
     Tiempos en que el lenguaje, la lengua o las lenguas en que podíamos entendernos, extendernos, ha sido secuestrado por el poder de una imaginación que algunos llaman “imaginación o imaginario de lo político”, y que no es más que aquello que los poetas llaman “el mentón duro de las ideologías”.
     Dicen que hoy el mundo se ha vuelto global, y que el capital es la moneda de cambio más ventajosa para que la globalidad no se nos esfume como una pompa de jabón. Y ciertamente que no se esfumará, nada se esfuma tan rápido o tan tremendamente lento como la realidad, nada que las palabras de la literatura —aún hoy, en estos tiempos difíciles que corren— no puedan anticipar con su proverbial rapidez, con la especiosa y espaciosa lentitud con que algunos poetas, novelistas, cuentistas, pensadores, hombres en general y en particular, a pesar de sus distintas lenguas y gracias a sus distintas lenguas, saben todavía advertirnos de que la literatura, hoy, no es simplemente una moneda de cambio, ni una forma de dominación de una lengua por otra, ni practican la “cultura de la queja o suspicacia” por ser una “lengua menor” porque: ¿quién que de veras escribe no escribe en “lengua menor”?
     Porque hay un lugar —en la vida y la literatura— donde cada lengua es todas las lenguas, y cada hombre que habla su lengua debe ser respetado y entendido, y cada hombre que hace gestos desde la lejanía debe ser respetado y entendido, y visto como imagen, imago, como quieren, quisieron algunos escritores, no esa imagen moneda de cambio que recorre la velocidad de la vida en nombre de la vida —perra vida para muchos, pobres y ricos—, y que se vuelve crimen o discrimen, terrorífica verdad-velocidad de la vida en que el tiempo de la vida inmemorial no quiere tener lugar, hospitalidad, alojamiento, acogimiento.
     Hay ciudades, aún, donde los hombres que son expulsados de otras ciudades, o que por arbitrio de la libertad y el azar se desplazan de sus ciudades o remedos de ciudades, encuentran materia para su vida, porque quizá son ciudades, a las que arriban, que han sido hechas con la dura y dúctil materia del sueño, no exenta de lucha, violencia, amor, crueldad, entendimiento. Ciudades donde los hombres que no encontraron resonancia ni respeto para su palabra en sus ciudades de origen —¿qué origen?—, encontraron a otros hombres que no les reclamaron que fueran idénticos a ellos, que no dijeron, , el otro, que llegas de la lejanía, hazte carne de mi carne, hazte verbo de mi verbo, sino sólo ven conmigo, o quédate ahí, para mirarte, encarnarte como imagen desde mi lejanía. Sueño de la hospitalidad —donde finalmente no hay acogidos ni acogedores, lengua de vencedores ni lengua de vencidos, todos librados a la misma suerte, a parecida muerte—, que pudo, puede ser Barcelona, Cataluña, aún hoy, en estos tiempos difíciles que corren. –

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