En Aragón ha habido algunos maestros del absurdo en la pintura, la literatura y el cine, pero la nueva normativa lingüística de la comunidad parece extender esa tradición surrealista a la legislación. La Ley de Lenguas, aprobada el 9 de mayo por las Cortes con los votos del Partido Popular y el Partido Aragonés, habla de la lengua aragonesa propia de las áreas pirenaica y prepirenaica, y de la lengua aragonesa propia del área oriental. No aparecen en la ley los dos acrónimos que se han hecho famosos, LAPAPYP y LAPAO, pero los largos sintagmas son una forma de no llamar las cosas por su nombre: aragonés y catalán. Pese a su fama de lacónicos, hay aragoneses que pueden decir muchas palabras solo para no decir una. Se argumenta que en localidades de la Franja la gente no piensa que habla catalán, y la nueva normativa permitirá a los ayuntamientos decidir la determinación de su “lengua tradicional”, pero no sé si la tendencia se extenderá y las Cortes de Aragón dejarán en manos de los ciudadanos la potestad de escoger, por ejemplo, el nombre de las enfermedades que padecen. Existe en algunos ámbitos un desdén hacia las lenguas minoritarias, y en ciertos sectores una prevención ante lo catalán, alimentada por contenciosos fronterizos, como los bienes eclesiásticos de la Franja que Cataluña no se decide a devolver contraviniendo siete sentencias, las anexiones pancatalanistas de la zona oriental de Aragón en manuales o la manipulación sistemática de la historia de la Corona de Aragón. Por otro lado, existen intereses comunes y un largo vínculo de admiración y afecto, que se remonta a siglos pero se ha visto reforzado en las últimas décadas: miles de aragoneses emigraron a Cataluña, y la costa de Tarragona es uno de los lugares preferidos por los zaragozanos en verano: un chiste dice que en Salou los zaragozanos se queman sobre todo la axila, porque se pasan las vacaciones saludando. El cineasta catalán Bigas Luna rediseñó la ofrenda de flores a la Virgen del Pilar. Existe también una comprensión del sentimiento de pertenencia a un territorio.
El desvarío de la Ley de Lenguas parece una copia de las actitudes del nacionalismo catalán: los dos manipulan la realidad e inventan nuevos nombres. Los más entusiastas han hablado, a ambos lados de la frontera, de “genocidio lingüístico”. Los dos niegan su patrimonio: el castellano en Cataluña o la obra de escritores aragoneses que se expresan en catalán, como Jesús Moncada, ganador del Premio Aragón de las Letras. Se parecen hasta en los apóstatas: Pilar Rahola lamenta furibunda que una catalana “traidora” y “patética” como Dolores Serrat, consejera de educación de Aragón, haya sacado adelante la ley, y la Plataforma No Hablamos Catalán dice que Duran Lleida, nacido en una localidad de Huesca, no escribe en tamaritano sino en un catalán salpicado de términos de esa noble variante del LAPAO.
Pocas semanas después de la aprobación de la Ley de Lenguas, se hizo público uno de los primeros actos para conmemorar el tricentenario del final de la Guerra de Secesión, tímidamente titulado “España contra Cataluña: una mirada histórica (1714-2014)” y organizado por el Centro de Historia Contemporánea de Cataluña, que depende del Departamento de Presidencia de la Generalitat, y por el Instituto de Estudios Catalanes. El congreso, que se celebrará en diciembre, tiene por objetivo “analizar con criterios históricos, desde el siglo XVIII hasta nuestros días, las consecuencias que ha tenido para el país [Cataluña] la acción política, casi siempre de carácter represivo, del Estado español en relación a Cataluña”. Además,
incidirá en los efectos de la represión institucional, política y administrativa a lo largo de los siglos XVIII, XIX, XX y XXI, y destacará, también en este aspecto, la represión militar y la presencia de trescientos años de españolismo en Cataluña. La represión económica y social también subrayará el hecho inmigratorio y la acción de la Iglesia catalana. Otro ámbito de actuación constante del Estado español es la represión lingüística y cultural. Aquí, se incidirá, además, en la falsificación de la historia, la represión sobre los medios de comunicación y la españolización del mundo educativo.
Las veintidós conferencias tienen títulos como “El catastro: el arranque del expolio económico: siglo XVIII”, “La apoteosis del expolio: siglo XXI” o “El hecho inmigratorio, ¿factor de desnacionalización?”. El apoyo de algunos “intelectuales” insinúa que las principales lecciones que se pueden sacar del congreso son sobre la hipnosis colectiva o acerca de la venalidad del mal. No se recurre a la navaja de Ockham sino a su escoba, destinada a apartar los hechos obvios e incómodos. Entre ellos, se encuentra que la guerra de Sucesión no fue un conflicto secesionista o el esplendor, apoyado por decisiones estatales, de la economía catalana en buena parte de esos tres siglos: aparte del Wonderbra, es difícil encontrar una opresión más favorecedora. Tampoco figura la decisión, en tiempos democráticos, de apoyar los Juegos Olímpicos de Barcelona (cuando un país quiere subyugar a una región, normalmente decide usarla para su presentación en la sociedad mundial, y gastar dinero en infraestructura y promoción), por no hablar de la presentación quintacolumnista del “españolismo en Cataluña” y el tono inquietante con que se aborda la inmigración. Tras una guerra y una posguerra durísimas, algunos familiares de mis abuelos emigraron desde pueblos de Teruel a Zaragoza y otros a Cataluña: parece ser que unos se buscaban la vida y otros estaban desnacionalizando. Los más perversos incluso se casaron con catalanes.
En los últimos tiempos, el embellecedor espejo deformante del independentismo tiene una pátina de pseudociencia económica: la pseudociencia es una vieja aliada del nacionalismo y la economía es la ciencia del momento. Si se distorsiona de manera adecuada sirve para presentar a unos seres virtuosos frente a una colección de señoritos y destripaterrones sacada directamente de Los santos inocentes. Por supuesto, se puede negociar un nuevo régimen fiscal y avanzar hacia el federalismo, pero para ello conviene limpiar el campo de mitos. Las declaraciones más recientes del presidente catalán Artur Mas señalan que su debilidad política y algunos encontronazos con la realidad han suavizado su ardor: la Unión Europea no le abrió la puerta de casa con un negligé, las encuestas indican que puede seguir perdiendo votos y la idea de oponer Estado de derecho y una supuesta voluntad anterior es peligrosa: la democracia es el respeto a los procedimientos. Uno de los problemas de la política sentimental es que es incapaz de tener en cuenta los sentimientos de los otros. Quizá, con rigor, racionalidad, empatía y lucidez, se pueda llegar a un entendimiento. Esperemos que el arrebato mesiánico no haya destruido demasiadas cosas. ~
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).