Historia del sionismo

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Richard Lichtheim, uno de los primeros historiadores del sionismo, lo definió como "el don de Europa al pueblo judío". Esta afirmación, que sitúa el sionismo en el tiempo y en el espacio, es objeto de debate. Por ejemplo, un judío religioso probablemente afirmaría que el sionismo ha sido parte de la fe judía desde la destrucción del Templo y el exilio del pueblo judío de su tierra.
Los judíos oran a diario por su regreso a Jerusalén y por el restablecimiento de la majestad del reino de David. La dicotomía del exilio y la redención ha sido uno de los símbolos primordiales del judaísmo. El exilio representa todo lo negativo de la existencia de los judíos, así como del estado cósmico. La redención representa el establecimiento del reinado de la justicia en la tierra y la llegada del Mesías. El regreso de los judíos a su antigua patria también se ha considerado parte de este proceso místico.
     Sin embargo, la afirmación de Lichtheim resiste la prueba de la historia. De no ser por la interacción de los judíos con la cultura europea, nunca se habría desarrollado el nacionalismo judío, del que el sionismo es la quintaesencia. Paradójicamente, los judíos tuvieron que abandonar su fe mesiánica para poder adoptar el sionismo. El sionismo no podía surgir mientras esperaban la ayuda del cielo y aceptaban dócilmente su destino como minoría nacional y religiosa que vivía entre naciones mayoritarias. Las condiciones para que surgiera el sionismo eran que los judíos se abrieran a los procesos que estaban desenvolviéndose en la sociedad europea en general y se liberaran de las limitaciones religiosas.
     La historia se inicia con la Revolución Francesa, cuando los Estados europeos comenzaron a otorgarles derechos iguales a los judíos. Por primera vez en la historia, los judíos podían integrarse a la sociedad cristiana como ciudadanos, en condiciones de igualdad, sin tener que convertirse. Esta emancipación condujo a la secularización, así como a la integración cada vez mayor de los judíos a la sociedad europea. Para la segunda mitad del siglo XIX, se había formado una clase instruida de judíos en la Europa Occidental y Central, que deseaba integrarse a sus países de origen. Sin embargo, en la Europa Oriental, donde vivían millones de judíos, la emancipación seguía siendo una aspiración cuyo cumplimiento estaba aún lejano. Pero también allí surgió una moderna clase instruida de judíos, sensible a las tendencias y a las ideas que por entonces influían en Europa.
     El siglo XIX fue el siglo del nacionalismo europeo. Los Estados nación que cristalizaron después de la Revolución Francesa, y las guerras napoleónicas, generaron una nueva identidad civil secular que sustituyó las identidades religiosas, tribales y locales tradicionales. Pequeñas naciones, que durante cientos de años carecían de gobierno propio, ahora se rebelaban para luchar por su libertad. Grecia, Italia, Polonia, Checoslovaquia y Alemania se transformaron de meros conceptos geográficos en símbolos del nacionalismo, en su lucha por ocupar un lugar bajo el sol. Los judíos también eran conscientes de este proceso. Así le sucedió al compañero de Marx, el filósofo socialista alemán Moses Hess, inspirado por la unificación de Italia y convencido de que la reconstrucción de Jerusalén por los judíos seguiría a la liberación de Roma. También el místico serbio, el rabino Yeduda Alkalai, bajo el entusiasmo de las luchas nacionales por la libertad que se desplegaban en los Balcanes, aspiraba a lo mismo. Para mediados del siglo XIX, éstos y otros pensadores escribían para apoyar que el pueblo judío realizara los conceptos de libertad y autodeterminación en su patria histórica.
     La adopción del nacionalismo representó para el pueblo judío un conflicto con su deseo de integrarse a la sociedad de sus países. El proceso de emancipación, tendencia dominante del momento, se basaba en la premisa de que los judíos estaban dispuestos a renunciar a los elementos nacionales de su identidad. "A los judíos como individuos, todo; como nación, nada", declaró Clermont-Tonnere durante la Revolución Francesa. Mientras no se hizo distinción entre la identidad civil y la identidad religiosa de los judíos, nunca se discutió si los judíos eran una religión o una nación. Y, hasta el siglo XIX, los judíos no distinguían entre sus identidades nacional y religiosa. Con todo, mientras los judíos no utilizaron la terminología del moderno nacionalismo (que aún estaba por crearse), se ajustaban a la definición de etnicidad de Anthony Smith, que constituía los fundamentos del nacionalismo. El elemento básico de esta identidad étnica era un pasado común: la conexión con Sión [Jerusalén], la utilización del hebreo como lengua sagrada, y el sueño de volver a la tierra de Israel.
     Para disfrutar de derechos iguales, ahora se les pedía a los judíos que renunciaran a estos elementos, lo que hicieron de buena gana. Muchos consideraban la igualdad de derechos como el nuevo Mesías, que redimiría a los judíos del extrañamiento del exilio. De esta manera, dos tendencias caracterizan la historia judía durante la segunda mitad del XIX: la tendencia a la renuncia de la identidad nacional judía a cambio de un billete de ingreso a la sociedad europea, y la tendencia a adoptar la versión europea del nacionalismo y aplicarlo a la condiciónjudía contemporánea. Seguía predominando la primera de estas tendencias, pero la segunda iba ganando terreno.
     ¿Surgió el sionismo como reacción ante el antisemitismo moderno, o fue un movimiento de resistencia nacional? Esta pregunta molestaba a los fundadores del sionismo. Era humillante la idea de que el movimiento nacional judío no fuera el resultado de un proceso inmanente, sino de las actitudes de los gentiles, los que no son judíos, con respecto a los judíos. En realidad, cabe afirmar que todos los movimientos nacionales han surgido por factores externos e internos por igual. ¿Habría surgido el nacionalismo español sin la invasión de Napoleón? ¿Habría surgido el nacionalismo checo sin la discriminación alemana? ¿Alemania habría formado su Estado unificado si los franceses no lo hubieran propiciado? La historia europea está llena de ejemplos de presiones externas, discriminación y conquista que propician la evolución de los movimientos nacionalistas. Los judíos no fueron diferentes de las demás personas con las que convivían. El sionismo surgió a la sombra de las frustradas esperanzas de emancipación de los judíos en Rusia, después de la oleada de pogromos que hubo en el sur de ese país en 1881, y evolucionó como reacción ante el antisemitismo racista que despuntó como influyente fuerza política en Europa Occidental y Central en el último cuarto del siglo XIX.
     Para Theodor Herzl, fundador del movimiento sionista, el sionismo fue una reacción ante el rechazo que sufrió de los alemanes: "Nosotros, los judíos, hicimos todo lo posible por integrarnos en las naciones en que vivíamos, pero no nos quieren; —y concluyó Herzl— somos una nación que necesita su propio Estado." Sólo una persona socializada y formada en la cultura europea, y expuesta a la amenazante y creativa fuerza del nacionalismo, podía llegar a semejante conclusión. El nacionalismo europeo intensificaba los problemas de los judíos como minoría nacional que vivía dentro de otros Estados nación. Se trató de un tipo de nacionalismo exclusivo, que rechazaba a los que no eran considerados miembros auténticos de esa nación. Por otra parte, el nacionalismo europeo también señaló a los judíos la solución a su problema: adoptar y aplicar el concepto de nación a su propia condición. La consigna "El Estado judío" (título de un opúsculo publicado por Herzl) produjo efectos electrizantes. Pero lo decisivo fue el establecimiento del Congreso Sionista, una especie de parlamento de los sectores que, en los barrios judíos, se identificaban con la revolucionaria idea de un Estado judío. La inigualable contribución de Herzl al movimiento sionista fue pensar políticamente. Su percepción de la necesidad de crear un órgano en cuyo nombre fuera capaz de negociar con los dirigentes del mundo —una especie de organismo ficticio de representación del pueblo judío— procede de la historia de los movimientos nacionales europeos. Los símbolos que promovía —comprendidos una bandera y un himno— también se tomaron de la historia europea.
     Herzl dotó al movimiento sionista del savoir faire de alguien familiarizado con la política europea y su forma de proceder. En la Europa Oriental, que aún estaba en la etapa previa a su emancipación, los judíos no tenían ocasión de adquirir estos conocimientos sobre el Estado y sus mecanismos. De esta manera, la primera generación de dirigencia del movimiento sionista salió de Europa Central. No obstante, el núcleo del movimiento, las masas que lo apoyaban, estaban en Europa Oriental.
     A fines del siglo XIX los judíos sufrieron una profunda transformación revolucionaria: dejaron de aceptar pasivamente su miserable destino. Emigraron en masa a Estados Unidos en busca de un futuro mejor. Otro grupo se unió al movimiento revolucionario ruso, con la esperanza de que el mundo que surgiría después de la revolución aceptara como iguales a los judíos. Otros más encontraron en el sionismo la ruta a la redención, para los judíos en lo individual y también colectivamente. De esta manera nació un movimiento cuyos dirigentes venían de un mundo cultural, y sus bases de otro diferente.

     Herzl era un discípulo de la cultura alemana, y sus raíces judías eran más bien endebles. Con todo, las masas de la Europa Oriental estaban impregnadas de la tradición judía. Su secularización no los hizo abandonar la colectividad judía, sino enfatizar su carácter nacional. En Europa Oriental millones de judíos vivían en estrecho contacto, hablaban la misma lengua, participaban del mismo destino y compartían una cultura común. El sionismo no sólo ofrecía a los judíos redimirlos de la humillación y la opresión que sufrían, sino que era un movimiento de renacimiento espiritual y cultural que se empeñaba en renovar a los judíos en lo individual, como sociedad y como cultura. La nueva sociedad judía conservaría los lazos con la tradición judía y sus símbolos históricos, pero también adoptaría nuevas normas: antes que nada, y sobre todo, el regreso a la naturaleza y un estilo de vida sencillo a través del cultivo de la tierra. Es evidente que el movimiento sionista no inventó estos conceptos, sino que los tomó del romanticismo europeo. El anhelo de una vida primordial, de la simplicidad original del hombre y la sociedad, el deseo de hallar refugio de la hipocresía de la gran ciudad mediante la adopción de la pureza ética del trabajo físico en general, y la agricultura en particular, habían caracterizado, desde Rousseau, todos los movimientos que se rebelaban contra la enajenación del industrialismo y el anonimato de la vida moderna. Estas ideas entrañaban un significado especial para los judíos, que durante siglos habían vivido sobre todo en las ciudades y daban más valor a las capacidades intelectuales que a las aptitudes físicas. El judío moderno se identificaba con la refinada intelligentsia y no con los ingenuos campesinos. El sionismo cuestionaba, pues, los valores tradicionales de los judíos. La entidad judía en Eretz Yisrael (la tierra de Israel) representaría una completa transformación de la sociedad judía y del individuo judío. El judío nuevo adoptaría las aptitudes y habilidades necesarias por un pueblo que estaba construyendo una nación al asumir la responsabilidad del Estado. Podría desempeñar dos funciones consideradas fundamentales en todo Estado: el labrador y el soldado. Sería honesto, orgulloso y valiente, y libre de pretensiones y servilismo. Sería un ciudadano leal a su Estado y un digno ciudadano del mundo.
     El nacionalismo europeo consideraba el idioma como uno de los indicadores básicos de lo nacional. Los pueblos transformaban su identidad nacional y a continuación trataban de revivir sus lenguas originales, como el checo y el celta. El nacionalismo judío puso en marcha la recuperación del hebreo, que era principalmente una lengua destinada a la oración y el idioma de las sagradas escrituras. En la vida cotidiana los judíos hablaban yiddish, ladino y judeoárabe. Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XIX comenzaron a aparecer una literatura y un periodismo en hebreo. Desde principios del siglo XX el hebreo se convirtió en una lengua hablada, en la que conversaban los académicos, jugaban los niños y se escribía una literatura. La Biblia era un elemento integral de la nueva cultura hebrea. En la cultura judía tradicional la Biblia se había considerado inferior al Talmud. Ahora se la elevó al lugar de honor de la mitología sionista, como sublime proeza intelectual y conquista ética del pueblo judío, y como fuente y testimonio del vínculo histórico del pueblo judío con su tierra. De ahí el sionismo transformó la tierra santa en el Estado judío, la lengua sagrada en un idioma de todos los días y las sagradas escrituras en una epopeya nacional.
     La primera mitad del siglo XX estuvo saturada de esperanzas de redención inminente del mundo, a través de atrevidos movimientos revolucionarios utópicos que trataban de mejorar la sociedad. Las tendencias socialistas dirigieron durante más de cinco decenios el sionismo. El deseo de construir una sociedad por completo nueva, libre de las distorsiones, injusticias y desigualdades del viejo mundo, iluminó el horizonte sionista y lo dotó de profundidad moral y humana. Los judíos establecerían en Palestina una sociedad modelo que, desde el punto de vista ético, serviría de ejemplo al mundo. La ejemplar sociedad judía supuestamente lograría, en pequeña escala y sin coerción, lo que las personas ilustradas habían pensado (erróneamente, claro está) que estaba ocurriendo en la Unión Soviética. Las tendencias utópicas del sionismo inspiraban innovación y creatividad. Se trataba de establecer voluntariamente una sociedad justa, a partir del entusiasmo, la dedicación y la educación de sus integrantes. El movimiento cooperativista, los kibbutizim y el Batallón del Trabajo eran sólo algunas de las muchas novedades resultantes de esta irrepetible combinación de ideas sociales y necesidades nacionales.

ย ย ย ย ย Historiadores y sociólogos discrepan en la utilización del método comparativo. La sociología busca denominadores comunes, destacando las características universales de los fenómenos sociales, mientras que la historia hace énfasis en el carácter único de los acontecimientos y en la singularidad de la irrepetible experiencia humana. Al analizar los orígenes del sionismo, traté de situarlo en el contexto de la época en que se desarrolló, e integrarlo en los procesos históricos generales y en las tendencias predominantes que constituyeron el Zeitgeist de esa época. Sin embargo, este planteamiento no se puede aplicar para explicar el regreso del pueblo judío a la tierra de Israel. A fin de cuentas, la historia judía es sui generis. Ninguna otra nación tuvo continuidad desde la antigüedad hasta la época moderna, ningún otro pueblo existió durante siglos como pueblo disperso sin base territorial, y ninguna otra nación desenrolló hacia atrás el tapete de la historia para regresar a su patria histórica.
     El regreso de los judíos a la tierra de sus antepasados no fue un acontecimiento evidente. La tierra de Israel, que se había venido a conocer como Palestina, era una provincia pobre y poco poblada en la época del dominio otomano, peligrosa y atrasada.

Al reflexionar sobre posibles refugios para el pueblo judío, algunos de los primeros dirigentes sionistas propusieron establecer un Estado judío en la rica y desarrollada Argentina, o en la fértil África Oriental. Pero estas sugerencias nunca tuvieron oportunidad de conquistar a las masas sionistas. La opción de Eretz Yisrael no fue racional. Más bien, surgió de una profunda intuición histórica de que la construcción de un Estado judío requeriría absolutamente cada átomo de energía y toda la fuerza espiritual del pueblo judío, lo que sólo podría acopiarse en nombre de Eretz Yisrael. En el discurso intelectual de hoy está de moda definir el sionismo como un movimiento colonialista. Si se considera que el sionismo avanzó mucho bajo el patrocinio del gobierno británico en Palestina, parece atinada esta idea. Pero esta forma de ver las cosas no toma en cuenta las raíces ideológicas y sociales del sionismo, la variedad de factores que causaron su evolución y la singularidad del caso judío. Palestina tenía muy poco que ofrecer a los colonos europeos: carecía de recursos naturales, no tenía petróleo ni hierro. Su suelo no era particularmente fértil, y la escasez de agua y la necesidad de una significativa inversión antes de emprender una agricultura moderna la hacían inadecuada para un asentamiento europeo. Pero los judíos prefirieron no tomar en cuenta las desventajas de la tierra, porque para ellos era su legendaria patria. No se vieron como europeos en busca de riqueza y buena fortuna, sino como un pueblo que trataba de reconstruir la tierra de sus antepasados.
     Los fundadores del movimiento sionista sabían relativamente poco de la Palestina contemporánea, como algo distinto de la Eretz Yisrael de las leyendas, la literatura y la Biblia. Con todo, los colonos pronto advirtieron que no era un territorio vacío. Al inicio de la inmigración sionista en Palestina (1881), ahí vivían unas cuantas decenas de miles de judíos y menos de medio millón de árabes. Los sionistas no ocultaron su intención de transformar la Palestina árabe en la Eretz Yisrael judía a través de la inmigración y la colonización. Mantuvieron que había espacio más que suficiente en el país para un millón de árabes y unos cuantos millones de judíos. La inmigración judía, pensaron, traería capital al país y estimularía el desarrollo económico que beneficiaría a toda la población. Es evidente que esta línea de pensamiento no tomaba en cuenta el sentir de la población árabe en cuanto a que el país había sido de ellos desde hacía cientos de años. Si bien Palestina no había sido una unidad política independiente desde el siglo i a.C., esto no niega el sentimiento de posesión y dominio que tenía la población árabe del país. Las promesas de amistad de los dirigentes sionistas no los conmovieron, no les interesaba conseguir socios en un país que consideraban exclusivamente suyo. Percibían a los judíos como invasores. Conforme se fortaleció la presencia de los judíos en el país, así creció también la oposición de los árabes. Es una ironía de la historia que el sionismo haya creado el nacionalismo palestino.
     El periodo más importante de la ejecución del proyecto sionista fue entre las dos guerras mundiales. La Primera Guerra Mundial produjo el desmantelamiento del Imperio Otomano, y en sus ruinas se formaron diversos Estados árabes. Al principio estos Estados estaban gobernados por los británicos o los franceses, y más tarde se independizaron. Al mismo tiempo, la comunidad internacional reconocía también la conexión histórica del pueblo judío con Palestina y su derecho a establecer allí un "hogar nacional". La Liga de las Naciones plasmó este reconocimiento en el Mandato británico sobre Palestina. Los tres decenios de gobierno británico en Palestina (1918-1948) sentaron las bases para la creación de un Estado moderno, y les dieron a los judíos la ocasión de establecer su "hogar nacional". En el periodo de entreguerras se aceleró el proceso de formación del Estado sionista ante la amenaza creciente que afrontaban las comunidades judías en Europa, con el ascenso de los nazis al poder en Alemania y los demás gobiernos antisemitas y protofascistas que surgían en la Europa Oriental. Al mismo tiempo, también avanzaba la intensidad del conflicto judío-árabe. Mientras más peligrosa se hacía la situación para los judíos europeos, y más se los humillaba y privaba de la dignidad como ciudadanos y como seres humanos, mayor predominio adquiría el proyecto sionista en la vida judía. El "hogar nacional" en el Mandato sobre Palestina era el único lugar del mundo que estaba dispuesto a aceptar a cualquier judío que quisiera llegar. Además de salvar vidas, el sionismo les devolvía a los judíos un sentimiento de pertenencia, una identidad y una renovada dignidad. Pero los árabes sólo se daban cuenta de que cada vez ingresaban en el país más judíos, y que éste perdía gradualmente su aspecto árabe y adquiría un carácter europeo. La estrategia árabe contra lo que percibían como una amenaza existencial fue la negación absoluta de todo vínculo judío con Palestina, y el rechazo a la legitimidad del proyecto sionista. Y, por lo mismo, rechazaron toda oferta británica o de los judíos de participar en el gobierno del país. En vísperas de la Segunda Guerra Mundial, los árabes seguían siendo una mayoría de dos tercios de la población del país. En aquel entonces, esta estrategia de rechazo total tenía sentido desde su punto de vista, pero también hizo evolucionar una cultura de extremismo y rechazo entre los palestinos, que los conduciría a la tragedia.
     En 1936 estalló en Palestina la rebelión árabe (algo parecido a una intifada). Su propósito era forzar a las autoridades británicas a poner un alto a la inmigración judía en el país, que había venido aumentando desde que Hitler llegó al poder en Alemania. Una Comisión Real dirigida por Lord Peel investigó los acontecimientos, y en su informe de 1937 recomendó dividir el país en dos Estados, uno judío y el otro árabe. Éste fue el primer reconocimiento internacional de que la comunidad judía en Palestina tenía los atributos de una nación y las capacidades necesarias para formar un Estado. La propuesta dio lugar a un tempestuoso debate entre los sionistas. ¿Para que servía un Estado judío —preguntaban muchas personas— si no incluía Jerusalén y otros lugares de importancia histórica? El plan de partición les asignaba a los judíos una pequeña porción del país: ¿bastaría una zona tan pequeña para establecer un Estado y absorber a las masas de refugiados judíos? Sin embargo, pese a los defectos ideológicos y prácticos del plan y pese a sus limitaciones, lo apoyó la mayoría. Por primera vez en dos mil años, los judíos se aproximaban a un gobierno judío en la tierra de Israel.
     El dirigente de esta mayoría era David Ben Gurión, que más tarde declararía la independencia de Israel y dirigiría el nuevo Estado a través de la guerra consiguiente. Entendía el nacionalismo palestino y lo respetaba, por lo cual buscó un acuerdo que garantizara la soberanía de los judíos sin negársela a los árabes. Éstos, por su parte, rechazaron el plan precipitadamente, y las propuestas de la Comisión Peel quedaron enterradas en la Oficina Colonial Británica. En vísperas de la inminente Guerra Mundial, los británicos trataron de apaciguar a los árabes para garantizar su lealtad. La lealtad judía en la guerra contra Hitler era un hecho. Los británicos, de esta manera, cedieron a las demandas árabes y detuvieron la expansión del "hogar nacional". El aspecto más trágico de esta política fue el cese de la inmigración judía, precisamente cuando eran mayores la zozobra de los judíos y su necesidad de un refugio seguro. Al leer los protocolos de los años de la Segunda Guerra Mundial, sobre los vetos árabes que negaban a unos miles de niños judíos el derecho de entrar en Palestina (y con eso evitaron salvarles la vida), es difícil no sentir cierto grado de frustración ante la falta de generosidad de los árabes palestinos.
     Desde 1937 se ha repetido la misma situación: los árabes inician una oleada de violencia, los judíos responden de la misma manera, y se presenta una propuesta de avenencia entre ambas naciones contendientes. Los judíos están dispuestos a hacer concesiones, y los árabes las rechazan. Desde entonces ha habido dos tipos de avenencias: división de la soberanía o división del territorio. En el decenio de 1940, los judíos que querían la convivencia entre judíos y árabes proponían un Estado binacional, en el que ambos pueblos vivieran en condiciones de igualdad, independientemente de la proporción numérica entre ambas poblaciones. Desde entonces, estas propuestas han tenido popularidad entre los círculos sionistas más radicales que tratan de evitar el enfrentamiento entre judíos y árabes, y de crear una lealtad común a una ciudadanía arabejudía en un solo Estado. Pero aunque esta idea tiene un gran atractivo intelectual, no garantiza en modo alguno los intereses básicos de ambos pueblos. Para los palestinos, así como para los judíos, un Estado independiente es un símbolo de identidad y un medio de restablecer su dignidad y su orgullo. No es coincidencia que, aparte de algunos idealistas, el Estado binacional nunca haya gozado de verdadero apoyo en ninguna de las dos partes interesadas.
     El compromiso funcional siempre ha sido de carácter territorial, una especie de "juicio salomónico" al revés, que resulta en que "yo lo voy a tener y tú también". La solución territorial no era una conclusión inevitable, ya que tanto los judíos como los árabes alegaban que "todo es mío". Pero en los hechos, en las coyunturas históricas, la mayoría de los judíos estaban dispuestos a aceptar las soluciones territoriales. Por ejemplo, el 29 de noviembre de 1947, la Asamblea General de las Naciones Unidas resolvió dividir Palestina en un Estado judío y un Estado árabe. Este plan quedaba muy lejos de las aspiraciones judías: la derecha sionista e incluso algunos elementos de la izquierda se opusieron. Con todo, la mayoría de los judíos lo aceptaron, salieron a las calles y bailaron toda la noche para celebrarlo. Los árabes rechazaron el plan y al día siguiente emprendieron una oleada de ataques violentos. La Guerra de Independencia israelí comenzó, de esta manera, como una guerra entre las dos comunidades nacionales que vivían en Palestina, y se convirtió en una guerra entre el nuevo Estado de Israel y los vecinos países árabes. Israel salió victorioso de la guerra, y logró ampliar las fronteras establecidas en el plan de partición de las Naciones Unidas. Durante la guerra, la mayoría de los árabes que había vivido en el territorio incorporado en el nuevo Estado huyeron o fueron expulsados. Fue una guerra cruel, en la que la comunidad judía perdió el 1% de su población. Los árabes destruyeron todos los asentamientos judíos que conquistaron, y asesinaron a los colonos o los hicieron prisioneros. Pero no es ésta la ocasión de repasar la guerra de 1948. Lo que interesa aquí es la pauta del comportamiento palestino: la negativa inamovible a reconocer, aun parcialmente, los derechos de la parte contraria, y un intento constante de resolver el problema mediante la violencia, rechazando toda concesión.
     En 1998 Israel celebró su 50 aniversario. Parecía haberse realizado el sueño sionista por encima y más allá de lo que imaginaran sus artífices. Durante los cincuenta años de vida del Estado de Israel, éste ha recibido a 4,500,000 inmigrantes judíos, comprendidos quinientos mil sobrevivientes del exterminio nazi y un millón de refugiados de los países árabes, que se vieron obligados a abandonar sus hogares debido a la violencia antijudía que estalló tras la derrota árabe en la guerra de 1948. En fecha más reciente, se han incorporado más de un millón de inmigrantes procedentes de lo que fuera la Unión Soviética. El dinamismo de Israel se hace patente en su riqueza cultural, en su creatividad social y económica y en su nivel de desarrollo científico, que es la envidia de los países desarrollados. La combinación de las influencias occidental y oriental ha creado una mutación cultural mediterránea singular, expresada en la lengua, la literatura, la música, el arte y en muchos otros ámbitos. La cultura israelí nunca ha sido más fascinante en su diversidad, pluralismo, localismo y cosmopolitismo.
     Pero en el 50 aniversario de Israel, coronaba el proyecto sionista la histórica reconciliación entre Israel y los palestinos que parecía estarse forjando. Los fundadores de Israel creían en la paz y contemplaban el día en que la alcanzarían con los árabes. Creían que llegaría ese día cuando los árabes perdieran toda esperanza de desarraigar por la fuerza a los judíos. Los Acuerdos de Oslo se basaron en la idea de los dirigentes israelíes de que los palestinos habían llegado a esta conclusión y abandonado la estrategia bélica. Los últimos dos años han demostrado lo prematuro de esa idea: la reconciliación llegará algún día, pero no ha llegado todavía. En Campo David, en el año 2000, se repitió la pauta tradicional del comportamiento palestino. Cuando se les propuso un acuerdo territorial (en extremo generoso y, desde el punto de vista israelí, posiblemente peligroso), no lo aceptaron. Reanudaron la estrategia de violencia, ya que sintieron esta solución como equivalente a rendirse. En muchos aspectos, la intifada más reciente hizo retroceder ambas partes a una forma de ver la situación que quizá habría sido adecuada en 1948, pero que sin duda es inapropiada para la realidad de 2002.
     Amos Oz, destacado escritor israelí, publicó recientemente una novela titulada Una historia de amor y oscuridad. Esta autobiografía entreteje la historia personal de la familia Oz en una narración nacional general de los decenios de 1940 y 1950. Oz era uno de los intelectuales israelíes más identificados con los que buscaban el camino a la reconciliación entre árabes y judíos, y con los Acuerdos de Oslo. Pero entre renglones, en esta nueva novela, Oz ventila su amargura y desilusión de los palestinos después de la intifada de Al-Aqsa. Hacia el final del libro, Oz utiliza el personaje de un miembro de un kibbutz para expresar su propia opinión, y la de la mayoría de la izquierda y la corriente principal de Israel, que apoyaba plenamente la reconciliación. Si bien comprende la tragedia de los refugiados palestinos, exiliados de sus propias aldeas en 1948, y por eso se niega a llamarlos "asesinos", el kibbutznik hace hincapié en que ellos comenzaron la guerra, con el fin de destruir a toda la comunidad judía. Los judíos deberían conformarse con lo que habían conquistado en 1948 y no buscar nuevas conquistas, afirma. Sin embargo, hasta no alcanzarse la paz, añade, no queda más remedio que luchar con toda nuestra capacidad "por el simple motivo de que tenemos el derecho a existir, y por la simple razón de que tenemos derecho a una patria". "Si no es aquí —pregunta el kibbutznik—, ¿entonces dónde está la patria del pueblo judío?… O bien ¿de todos los pueblos de la tierra, sólo los judíos no merecen un pequeño territorio?" Esta pregunta, que parecía haberse resuelto en 1948, sigue siendo la médula del conflicto palestino-israelí hoy en día. ~
— Traducción de Rosamaría Núñez

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