Martín Kohan nació en Buenos Aires en 1967: la dictadura argentina abarcó desde los nueve hasta los dieciséis años de su vida. Es él, sin embargo, quien ha asumido con mayor persistencia el compromiso de narrar esos años horribles, que están en el trasfondo de buena parte de sus novelas, como Dos veces junio (2002) y Museo de la revolución (2006). (Es curioso que Alan Pauls, nacido en el 59, en su reciente Historia del llanto, incide a su manera sobre la época oscura que empezó con el golpe de Estado de Pinochet en Chile, pero sin desvincularla de una crítica mordaz a la cultura de izquierda que adoptó la clase media argentina desde los sesenta hasta el advenimiento de Videla y compañía.) Ahora bien, lo que en aquellos libros era explícito y hasta brutal (“¿A partir de qué edad se puede empezar a torturar a un niño?” era la frase que abría Dos veces junio) se transforma, en Ciencias morales, en el peso del silencio y las medias palabras; ésta es, en parte, una novela acerca de la jerga de eufemismos que toda dictadura crea como un absceso en la lengua. Kohan toma como escenario –y como asunto– una escuela secundaria para mostrar, desde la perspectiva de una celadora ingenua y progresivamente perversa, el clima, el aire opresivo en que viven los alumnos.
No es cualquier escuela sino el Colegio Nacional de Buenos Aires, una de las instituciones paradigmáticas de la idiosincrasia porteña: institución pública y elitista al mismo tiempo, descendiente del Real Colegio de San Carlos –la principal casa de estudios del breve Virreinato del Río de la Plata–, que después se llamó Colegio de Ciencias Morales, adyacente a la Plaza de Mayo y por tanto a la Catedral, al antiguo Cabildo y a la actual Casa de Gobierno. El Colegio Nacional fue fundado por Bartolomé Mitre, prócer militar y creador del diario La Nación; en él estudiaron varios de los políticos y escritores más relevantes del país, como Manuel Belgrano, héroe de la independencia, y Miguel Cané, quien se refiere al Colegio en su Juvenilia (1884), la novela clásica argentina, cuyo eco es explícito y paródico en el libro de Kohan.
Kohan suele jugar, en sus ficciones, con el paralelismo entre dos series narrativas independientes que se contraponen o convergen en algún punto del relato. En Dos veces junio eran la historia de un cabo que, en lo más crudo de la represión, no sabe cómo interpretar la despiadada orden que ha recibido, y el ambiente ominosamente festivo del Mundial de Futbol de 1978; en Segundos afuera (2005), un match de boxeo marcaba el contrapunto de la larga conversación entre dos amigos de sensibilidades opuestas; en Museo de la Revolución, la investigación de un escritor argentino en México se contraponía al relato del secuestro y desaparición de un militante de la izquierda argentina a mediados de los setenta. En Ciencias morales la atmósfera pesada y densa de la escuela es el verdadero personaje: es una narración sorprendente en su modo de palpar el aire opresivo sin el concurso de un yo que lo exponga o lo rememore. O, más bien, con un yo colectivo, que
es el del alumnado del colegio al que sin embargo se lo ha despojado de su capacidad de personalizarse y es, al mismo tiempo, evidente alegoría de toda la sociedad argentina de aquellos años; o de una buena parte de ella, porque no hay dictadura sin infantilización y despersonalización de la sociedad. A diferencia de, por ejemplo, La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa, en Ciencias morales interesa menos el contraste de los temperamentos de los alumnos que la atmósfera de grisura cuasi castrense a la que todos son sometidos como una aplanadora igualitaria. Kohan parece mostrar, sobre todo en la primera mitad de la novela, que así como las aulas del Colegio Nacional traducían a su rígida legalidad interna el horror silenciado y al mismo tiempo estridente que estaba viviendo el país, a la vez toda Argentina parecía levantarse y acostarse cada día vigilada de cerca por celadores novatos y jefes de celadores a los que su propia mediocridad parecía disculparlos de la crueldad y la culpa criminal.
Ciencias morales va dejando poco a poco el primer plano al oscuro acercamiento entre María Teresa, la celadora novata, y el señor Biasutto, el jefe de celadores. De éste se dice que confeccionó “listas” de estudiantes, algo que, en plena dictadura, significaba poco menos que entregarlos a la tortura y a la muerte: “El señor Biasutto le cuenta lo que fueron los años difíciles para el colegio y para el país. Una etapa que felizmente parece haber sido superada, aunque confiarse sería el error más terrible. María Teresa siente que éste es el momento de preguntarle por las listas, el momento de pedirle que le cuente sobre la confección de las listas; pero no se anima y calla.” María Teresa quiere ofrendar a Biasutto, como víctima propiciatoria, algún alumno cazado en el momento de fumar dentro del colegio; para eso, la celadora se convierte en una espía de los cubículos del baño masculino, trabajo en el que encuentra un goce inesperado y, después, un giro sorprendente en sus relaciones con el jefe de celadores.
De modo que, en este caso, las series narrativas no se superponen sino que una se disuelve en la otra, cuyo desarrollo depende a su vez del final de la dictadura argentina, con el patético episodio de la guerra de Malvinas. Todo pasa como si nada hubiera pasado, como si las ciencias morales pudieran silenciar con sus eufemismos las bestialidades que esconden. Kohan no parece pretender, a esta altura, denunciar nada, pero sí recordar que todo eso pasó y que de algún modo sigue estando ahí, en el aire que se respira. ~