Thoreau: cartas desde la montaña

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Henry David Thoreau

Cartas a un buscador de sí mismo

Traducción de Antonio García Maldonado, Madrid, Errata Naturae, 2012, 168 pp.

 

Henry David Thoreau (Concord, Massachussets, 1817-1862) fue un solitario que nunca se sintió solo porque siempre estuvo acompañado: “Tengo mucha compañía en mi casa, en especial por las mañanas, cuando nadie me visita”, escribió. Los testimonios de quienes lo conocieron coinciden en hablar de su rectitud y su amor a la soledad. Fue un verdadero contemplador de la naturaleza, por un lado, pero también un artífice, alguien que elabora la materia, comenzando por la producción (de origen familiar) de lápices. Quiso conocerse a sí mismo, sin duda, pero ese sí mismo está siempre contextualizado. No es una mónada sino una relación. Pensó en una educación de los ciudadanos, de la polis, pero solo para propugnar una educación y un conocimiento del individuo, una apuesta por él. Aquí, en la obra de Thoreau, hay una tensión contradictoria que, en sus mejores momentos, coincide con un problema real: la tensión entre lo individual y lo colectivo. Thoreau defendió la “desobediencia civil” en relación con el Estado. Las características políticas de su tiempo sin duda influyeron decisivamente en su reflexión, por ejemplo: la existencia de la esclavitud, contra la que luchó. Thoreau no recurre a los hombres, como Emerson, del que fue deudor y algo opositor, sino a un sí mismo cuya sociedad es el mundo natural, que, sin embargo, como constata, guarda silencio.

El biólogo y naturalista Edward O. Wilson ha escrito que la conciencia no estaba diseñada para el examen de sí misma sino para la supervivencia y la reproducción. De ser cierto, la conciencia autoexaminadora es una adaptación cultural que a su vez ha modificado la naturaleza (humana). Buscarse (conocerse) a sí mismo es una tarea difícil, pero es el mandato délfico que filósofos y cualquiera que trate de tener una vida digna no puede eludir. Para este buscador de sí mismo lo más íntimo es lo más lejano, y por lo tanto todo lo importante colinda con lo inacabado e insondable, de ahí, quizás, su misticismo, y su búsqueda de una actitud adecuada, de situación expectante. Misticismo, sí, pero al mismo tiempo se da en él una actitud intelectual, una conciencia desdoblada que se observa en la observación.

Cartas a un buscador de sí mismo es la correspondencia de Thoreau con un maestro de la zona, Harrison Blake, quien le había escrito expresándole su admiración y su deseo de aprender. Thoreau le escribió desde marzo de 1848 hasta el final de su vida. Se conocieron, se internaron en los bosques y montañas de Concord, y siguieron carteándose. Lo primero que le dice Thoreau es que “haga lo que ame”, que es una forma de estar por encima de la moral porque es el amor el que informa de los contenidos. De hecho, eso es lo que le dice: “No sea demasiado moral […] No sea simplemente bueno, sea bueno por algo.” El otro aspecto de su enseñanza: actúe pero sepa que está solo en el mundo. La experiencia personal es irrenunciable en una vida auténtica y de conocimiento. A diferencia de otros solitarios, Thoreau no sufre de soledad; “el lugar del sufrimiento lo ocupa, tal vez, una suerte de dura y proporcionalmente estéril indiferencia”. Una paciencia en realidad no estéril, porque, como Goethe, siempre sacó de ella algún poema, algún pensamiento. Lector de los hindúes y budistas, pensaba que, de alguna manera, en ocasiones él era realmente un yogui. La verdad es que no fue un hombre sentimental, sensible a las vicisitudes cotidianas y los afectos. Cuando fue a recoger los restos de su amiga, la también trascendentalista Margaret Fuller (no se encontró su cadáver ni el libro inédito que portaba), ahogada en un naufragio junto con su marido y su hijo, no parecía nada conmovido, y de hecho le confesó que los “asuntos cotidianos […], todo eso que generalmente denominamos vida y muerte, me afectan menos que mis sueños”. Thoreau es magnífico en su observación de la experiencia en la naturaleza, pero no fue un psicólogo ni su comunidad fue la de los hombres. Sin embargo, supo valorar a Whitman, al que conoció en 1856, aunque le molestó la sensualidad de algunos de sus poemas: le pareció que el amor descendía al erotismo en vez de elevarse a la pureza. Blake le preguntó en una ocasión lo que pensaba sobre el amor y el matrimonio. Sus respuestas son interesantes, pero sobre todo para conocerlo a él. El más profundo de los secretos no se puede revelar ni a la persona amada, porque al divulgarlo se disipa. Hay que conocerlo por afinidad. Relaciona el amor con la pureza, de ahí que pueda hablar de castidad en relación con el matrimonio, porque “es la virtud propia de los esposos”. Thoreau supone que no se habla de sexualidad y que las parejas no lo hacen (ay, si hubiera leído las correspondencias francesas de los siglos XVIII y XIX…). Thoreau en este sentido fue un puritano cuya filosofía amorosa se apoya en la escala ascendente platónica. Por lo demás, no estuvo casado ni se le conoció pareja. Todo esto es muy poco interesante en su obra.

Lector de Platón y de los místicos hindúes, Thoreau al parecer creyó en la reencarnación (“Las mismas estrellas que me miraban cuando era un pastor en Asiria”). Su relación con el Dios cristiano es atípica. No recurrió a él a la hora de su muerte, porque de hecho su Dios es inmanente a la naturaleza (Spinoza). En cuanto a la moral es, como Emerson, kantiano, y apela a la conciencia, a la acción derivada de aquello que creo mi deber: “Hay un vecino más cercano dentro de cada uno de nosotros que constantemente nos dice cómo deberíamos comportarnos.” Lo que se nos señala desde fuera es erróneo, incluso si coincide con nosotros, porque no forma parte de nuestra experiencia intelectual o moral. En muchos sentidos fue un poeta, un hombre que hizo de su vida –lo afirma– un poema que no podía pronunciar. “Mantengo una montaña anclada un poco hacia el Este, y la escalo en sueños, tanto dormido como despierto”, le cuenta a Blake. “Prefiero cabalgar sobre esta montaña antes que sobre cualquier caballo.” Thoreau fue un caminante y un solitario que apuntó hacia lo más alto, aunque a riesgo de perder de vista muchas cosas importantes. No importa: lo que vio, sintió y pensó es insustituible. ~

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(Marbella, 1956) es poeta, crítico literario y director de Cuadernos hispanoamericanos. Su libro más reciente es Octavio Paz. Un camino de convergencias (Fórcola, 2020)


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