Pool Moncloa/Fernando Calvo

Zelenski y el ardor

Quizá Rusia pueda ganar la guerra, pero no parece que pueda ganar con la guerra. En lo económico, el empobrecimiento será inmediato, y en lo político, se atisba ya el camino hacia un “despotismo oriental” sostenido sobre el control del gas.
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Conceda el lector esta evocación de La Movida, porque hay algo muy punky en Volodimir Zelenski. Y también un ardor que forja europeos como no lo hizo ningún tratado de la Unión. Acertó a ponerle palabras Josep Borrell hace algunas semanas: estamos asistiendo al “nacimiento de la Europa geopolítica”. La vieja burocracia sin demos parece, por fin, dispuesta a afirmar su soberanía. Y probablemente necesitaba un enemigo tan formidable como Putin, un malo sin aristas, esférico, para comprender que nosotros no somos eso. Que somos otra cosa. Nosotros.

España fraguó su nación moderna en el brete de una invasión extranjera y también Europa necesita explorar la fricción en sus fronteras para conocerse. Para saber dónde empieza y dónde acaba, física y moralmente: para aprender qué significa ser europeo. Porque la soberanía se proclama hacia fuera, en la asertividad territorial frente a otros estados, pero también hacia dentro, en el sujeto que define al soberano. Y ese sujeto somos usted y yo. Nosotros somos la Europa de los ciudadanos, que no es la Rusia del tirano que masacra civiles ni esa China del politburó que estos días trata a su población con deferencia de ganado. 

La gesta ucraniana tiene algo de alumbramiento, por más que se le nieguen las parteras. A la izquierda hay unas élites indignas del apellido de intelectuales, que hacen gala de un pacifismo que no es más que complejo heredado de las dictaduras militares, merecedor, a estas alturas, de diván y electroshock. Hay también una nostalgia de la URSS, incluso bien instalada en el Gobierno, que sugiere tribulaciones profundas: mal asunto cuando la división política no es la expresión de preferencias distintas sobre el tipo máximo del IRPF o la idoneidad de la escuela concertada, sino el fruto de un desacuerdo fundamental sobre los cimientos liberales de la convivencia. Habría que llamarles en voz alta colaboracionistas si tuviéramos el arrojo de admitir que estamos en guerra. 

También en la derecha hay una fascinación apenas disimulada por el autoritarismo, y así anda Vox buscando peros a Zelenski y matices al bombardeo nazi de Guernica. Ahora los matices. Hemos pervertido tanto el uso de los argumentos morales que, cuando al fin tenemos delante el caso que los justifica, nos perdemos en los matices. Por no hablar del bochorno nacional que supone esta lectura autorreferencial, narcisista y provinciana de la intervención en el Congreso del tipo que está librando una guerra contra Putin. 

Por lo demás, exmandos de la OTAN compiten con excargos de la ONU en declaraciones (no) alineadas, y el nacionalismo se apresura a desviar la atención sobre el rastro del dinero que va del Kremlin a la Generalitat. Entenderán que me ahorre aquí el análisis de afinidad ideológica: la pela es la pela. 

Y con estos bueyes hay que arar. 

Hay quien se pregunta hasta qué punto la invasión de Ucrania restaura la continuidad histórica: ¿Es el fin del fin de la Historia? Pero me temo que no haya tema. La megalomanía de Putin no puede eclipsar la realidad: que Rusia es un país pequeño por vasta que sea su tundra y que su desafío militar no puede significar una alternativa al orden político liberal. Su peripecia ucraniana sigue siendo, por decirlo con Kojeve, material de relleno de la historia, y acaso solo marque el largo alejamiento de una Europa en la que Rusia se ha resistido a encajar. Por más que el Rus de Kiev mirara a Bizancio y que Pedro El Grande hiciera levantar, en la desembocadura del Nevá, un gran decorado continental: “San Petersburgo se diferencia de las demás ciudades europeas en que es igual a todas ellas”, dijo Alexander Herzen. 

Quizá Rusia pueda ganar la guerra, pero no parece que pueda ganar con la guerra. En lo económico, el empobrecimiento será inmediato, y en lo político, se atisba ya el camino que describió Wittfogel hacia un “despotismo oriental” sostenido sobre el control del gas. 

En cuanto a los europeos, no cabe duda de que sufriremos las consecuencias económicas de la invasión y que estas causarán un malestar disruptivo que podrían rentabilizar los populistas. Pero todo eso no debería oscurecer el momento fundacional que vivimos, y que demanda líderes capaces de galvanizar la renovada pasión europea. Europa ha descubierto a Zelenski. A Zelenski y el ardor.  

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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