YA LO HABÍA INTUIDO SPINOZA: hay que reconocer que el libre albedrío es un bien escaso. Con esto quiero decir que no todos los actos humanos son fruto de la libertad: solamente una pequeña parte de la actividad humana se escapa de los mecanismos deterministas. Lo importante aquí es subrayar que sí son posibles los actos libres y que una fracción de lo que hacemos forma parte de un espacio social donde la voluntad conciente es un elemento causal importante. Esta voluntad conciente no se puede reducir a una escala neuronal (o molecular) ni al nivel de los pequeños actos (como mover un dedo) que han estudiado algunos neurocientíficos. La podremos entender solamente como parte de un sistema, al nivel de las interacciones sociales y culturales, en las cuales por supuesto intervienen las redes neuronales de los individuos implicados. La voluntad conciente sería una propiedad o una condición del sistema de redes cerebrales y exocerebrales. Además, quiero afirmar que el proceso de elegir libre y concientemente no es instantáneo: puede durar horas y días (o mucho más). Si lo descomponemos en una serie de microdecisiones instantáneas perderemos la imagen de conjunto. En el caso de experimentos como los de Libet, de los que hablé en la columna anterior, podemos comprender que la decisión de moverse se inició en realidad en el momento en que las personas estudiadas aceptaron participar voluntariamente en las pruebas.
Es necesario, por tanto, colocar el problema del libre albedrío a un nivel más alto de complejidad, sin por ello olvidar que subyacen estructuras neuronales, químicas y físicas. Ciertamente, elevar el nivel de complejidad al introducir las estructuras sociales y culturales no resuelve el problema: lo coloca en un contexto en que es posible realizar investigaciones más fructíferas. Pero hay que reconocer que, aparentemente, las cosas se complican, pues al aceptar que la conciencia es también un fenómeno exocerebral se introducen nuevas variables, la más importante de las cuales es la red de procesos simbólicos sin los cuales una voluntad conciente no puede existir. El problema se complica para quienes quieren abordar el tema de la conciencia solamente desde la neurología, y suponen erróneamente que la introducción de variables exocerebrales es como abrir la puerta a la metafísica. La red de procesos simbólicos exocerebrales no es un fenómeno metafísico, sino una sólida realidad fincada en la materialidad del mundo, pero que no puede ser reducida a explicaciones bioquímicas y físicas. El estudio de la interacción entre las redes neuronales y las simbólicas nos enfrenta a una situación más compleja, pero puede facilitar –no complicar– el entendimiento de los mecanismos mentales del libre albedrío.
Quiero poner un ejemplo de lo que puede significar una visión reduccionista. El neurólogo Mark Hallett sostiene que el libre albedrío no es una fuerza que determina el movimiento (“Volitional control of movement: the physiology of free will”, Clinical Neurophysiology 118 (6), pp. 1179-1192). El proceso que desencadena los movimientos –según Hallett– ocurre de manera subconsciente y la sensación de voluntad surge después de iniciado el movimiento. Hallett concluye que el movimiento es iniciado probablemente en el área motora media bajo la influencia de las áreas prefrontal y límbica. La orden de moverse va a la corteza motora primaria y culmina con descargas en el área parietal. Es en el seno de esta red neuronal que se genera la percepción ilusoria de que el movimiento es fruto de la voluntad. Así, son los mecanismos motores del cerebro los que generan la sensación de que hay decisiones libres que provocan el movimiento. Para terminar, Hallett se pregunta si las personas son responsables de su conducta, al no ser el libre albedrío la fuerza motriz del movimiento. Dice que parece un problema difícil, pero que en realidad no lo es. La solución es sencilla: “El cerebro de una persona es completa y claramente responsable, y siempre responsable, de la conducta de una persona.” La conducta, cree Hallett, es un producto de la experiencia y de la genética de una persona. En los circuitos neuronales funcionan los mecanismos que ocasionan el movimiento, albergan experiencias, perciben sensaciones, generan emociones y producen impulsos homeostáticos. Allí no hay libre albedrío.
Así pues, sí hay un inocente y un culpable de nuestras acciones: el cerebro. Este neurólogo llega a una conclusión sintomática: la conducta de una persona es influenciada por intervenciones externas, como el premio y el castigo. Reconoce que hay decisiones sociales que pueden corregir la conducta que emana de los cerebros de las personas (cuya fuerza de voluntad no es más que una ilusión). Si seguimos la lógica de su argumentación, estaríamos ante una regresión casi infinita: los premios y los castigos serían solo las aparentes decisiones libres de una multitud de cerebros asociados que responden a las determinaciones de las redes neuronales de cada uno en el proceso de juzgar.
No estamos obligados a seguir esta lógica conductista. Podemos explorar otros caminos, como los que he señalado y que nos llevan a examinar la relación entre las redes neuronales y su entorno sociocultural. ~
Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.