La Riviera Maya en general y Playa del Carmen en particular eran una oportunidad de oro para construir un proyecto de desarrollo turístico y urbano distinto a la atroz degradación de nuestras costas y otros enclaves. Tenía a su favor las sucesivas experiencias fracasadas (la sola enunciación de la palabra “Acapulco” me produce erisipela, dolor, rabia) y cierto potencial económico. Una costa prácticamente intocada, de una belleza tan obvia que podría caer en el lugar común, una selva virgen con cientos de ruinas mayas por descubrir y documentar, y un peculiar y único sistema de aguas subterráneas volvían a ese rincón de México algo cercano a la noción monoteísta del paraíso. ¿Y qué hemos hecho con eso? El horror, el hastío, el asco. Sobreexplotación, privatización ilegal de la línea de costa, fealdad manifiesta, falta de planeación y una avidez por dejar a los turistas sin un céntimo, en una suerte de mexican for export que logra el milagroso objetivo de que la mayoría de extranjeros que visitan el Caribe no regrese. Más caro que Hawái, la Riviera Maya va a camino de convertirse en un elefante blanco más de la manada alba de nuestro subdesarrollo.
Cuando se dice que México es uno de los países que más masa forestal destruye en el mundo, junto con Indonesia y Brasil, la imagen que nos viene a la cabeza es la de los bosques de las zonas altas, la de la agricultura de roza, tumba y quema y la ganadería extensiva, y es un pensamiento correcto: eso está pasando de una manera imparable (por no hablar de las mafias madereras y de la impunidad policiaca y política que las cobija). Pero en términos de hectáreas esto es mucho menor a lo que sucede en el Sureste, en concreto en la costa de Quintana Roo, donde todo lo que no es construcción es selva y las construcciones avanzan a un ritmo desaforado.
Conocí Cancún en los primeros años de la década de los ochenta, y la sensación de esplendor natural era poderosísima. Ahora que regreso de un viaje a Playa del Carmen, no puedo más que lamentarme de la idea de progreso que hay detrás de nuestra civilización. El nivel de cemento que le hemos echado a esa frágil costa es inaceptable: los hoteles y fraccionamientos privados no respetan el precepto constitucional de la playa pública, se asientan sobre manglares, degradan el medio ambiente con sus descargas incontroladas y, al despreocuparse de sus trabajadores, que no participan de esa mina de oro pese aportar la energía que la hace posible, los obligan a vivir en los alrededores de los hoteles, en pueblos y villas de una eterna precariedad, valga la paradoja. Así, los grandes inversionistas degradan la costa (muchos de ellos tienen el timbre de orgullo de haber destruido previamente el Mediterráneo español) y la masa laboral degrada la selva con toda suerte de asentamientos irregulares y paupérrimos.
Playa del Carmen era hace veinte años un pequeño oasis en la ya irremediable masificación de Cancún, con una especie de prohibición tácita de los grandes desarrollos: pequeños hoteles de servicio personalizado en las líneas paralelas de la línea de costa más una interesante oferta gastronómica e incluso cultural. Hoy es un horror. Tiene tráfico a todas horas, en calles que son trampas mortales para los automovilistas; el crecimiento ha desbordado toda lógica y está poblada por casi cien mil personas. La selva se arrasa sin control ni sentido, con esta idea tan mexicana de que el progreso necesita chapopote, cemento, varillas desnudas. Destruimos la selva para poner talleres mecánicos, nuevos y grandes supermercados que requieren potentísimos aires acondicionados y a los que solo se puede acceder en coche –si es una camioneta con vidrios polarizados, mejor. Las escasas playas públicas están presionadas por todos lados y los servicios que en ellas se ofrecen son todos privados, a precios ridículamente altos: las palapas, reservadas al consumo de una botella de alcohol y los baños, exclusivos de los poseedores de una pulsera azul turquesa, que dice a los cuatro vientos del Caribe que has pagado tu botella. Para que nos entendamos, estoy hablando de un lugar en donde una botella de 250 mililitros de agua sin gas cuesta 75 pesos. ¿Qué han construido las autoridades para los visitantes? Nada. ¿Qué beneficios reciben los trabajadores cuando en su único día de asueto quieren ir a la playa? Ninguno. ¿Dónde están los jardines respetando la flora y fauna autóctonas? ¿Dónde están los paseos arbolados? ¿Dónde están las albercas públicas? ¿Dónde están los baños y las regaderas de uso público en las playas? ¿Dónde están, en una ciudad que nace ante nuestros ojos, el transporte ecológico, el uso de la bicicleta? El ayuntamiento de Solidaridad, cuya cabecera se asienta en Playa del Carmen, es uno de los mayores esperpentos arquitectónicos en los que he estado en mi vida, que combina la arquitectura del tardopriismo y la degradación del medio ambiente. La contaminación auditiva en la llamada Quinta Avenida de Playa del Carmen es digna de estudio, lo mismo que el acoso al turista extranjero, con ofertas y propuestas de todo tipo, que van de las lícitas a las ilícitas. Un aire a prostitución domina las calles, y una sensación de fragilidad permanente, como si todo el pacto social que permite la llegada de los turistas estuviera en el aire, a punto de desmoronarse. ¿El plan de las autoridades ante este esperpento en guayabera?: Un entronque carretero para que la vía Cancún-Chetumal no cruce Playa del Carmen, lo
que implica miles de hectáreas más de degradación y de cemento, y, ¿adivinaron?, un paso a desnivel: sí, señores, un segundo piso. Pero todos estamos felices.
Coda: Vine al Caribe mexicano con Thomas Bernhard bajo el brazo. Como odio los paraísos obligatorios pensé que quizás necesitaría mi metadona de pesimismo y malestar. Tras unos días en un hotel todo incluido, Bernhard me parece un tibio, un burgués feliz, un retratista amable. Un amigo de Salzburgo. ~
(ciudad de México, 1969) ensayista.