Foto: Secretaría de Cultura

La poesía, un camino de salvación

Dice Gorostiza que la sustancia poética está en todas partes, solo es necesario quererla ver.
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No soy como Gorostiza que decía que él sólo escribía versos y nada más. Eso lo leí en una extraña entrevista que Adolfo Castañón encontró en el Diorama de la Cultura del 20 de agosto de 1961. El extrañísimo diálogo, propuesto al poeta por María Martín, es muy largo y habla más María que Gorostiza. Casi al final de la entrevista, que se tituló “José Gorostiza habla de Muerte sin fin”, la autora le preguntó al poeta si seguía escribiendo y Gorostiza le respondió que no. Tenía algunos apuntes en los que había trabajado más de diez años, pero entendía que el oficio del escritor requería de toda su dedicación. “¿Se trata de poemas?”, preguntó la inquisidora María y fue cuando Gorostiza contestó, y lo cito, “Sí, yo sólo hago poemas. Es lo único que sé hacer.” Pasarían cuatro años más para que Gorostiza fungiera como presidente de la Comisión Nacional de Energía Nuclear, rarísimo encargo que desempeñó hasta 1970, pocos meses antes de que yo lo conociera. Es un decir, eso de que lo conocí. Entré a su oficina, porque ese día mi papá, que era físico, me dijo “¿Quieres conocer el reactor nuclear?”, y me llevó a un edificio que recuerdo vagamente, y me presentó al director, cuya figura he olvidado, pero que, me dijo mi padre, “es un poeta muy importante”.

Pasarían muchos años antes de que leyera a Gorostiza. Lo recuerdo con toda claridad porque un amigo nos invitó a hacer una revista literaria que, como casi todas las revistas estudiantiles, fue un fracaso rotundo. Su nombre sería Sierpe, en honor al ensayo de Lezama, “Sierpe de Luis de Góngora”, y en cada ocasión cambiaría su título, de acuerdo al autor al que se dedicara el número. Así, el primero se llamaría Sierpe de Gorostiza, a quien yo no había leído porque solo me interesaban las novelas rusas y las francesas. Me tocó analizar Canciones para cantar en las barcas. Escribí diez cuartillas al contado violento, como diría Gonzalo Rojas, y después del silencio breve pero ominoso que siguió a mi lectura frente a mis compañeros, el brillo de sus carcajadas me sigue hasta aquí.

Voy a referirme a las “Notas sobre poesía”, que Gorostiza escribió como su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua, lo que ocurrió el 22 de marzo de 1955. Respondió su alocución nada menos que Alfonso Reyes quien, tres días antes, había escrito en su diario: “Hoy de mañana completé mi discurso de recepción académica de Gorostiza, haciendo inmensos esfuerzos por no rabiar ante las muchas superficialidades que dice”. Al leer ese párrafo me pregunté si era correcto citarlo esta tarde, pues mi memoria decía que tal vez el polígrafo tenía algo de razón, pero entonces recordé mi desdichado inicio como crítica de poesía y me dije a mí misma: “pero, bueno, don Alfonso no escribió nunca Muerte sin fin”.

Las “Notas sobre poesía” podrían ser como las “Canciones para cantar en las barcas”. Uno las lee, y piensa que sí, que ahí está toda la sencillez del mundo o el hoy vejado sentido común que va cantando: “No es agua ni arena / la orilla del mar”. Hermana de esa pretendida sencillez, leemos en las “Notas” que el poeta no puede analizar la poesía pues, “simplemente la conoce y la ama. Sabe dónde está y de dónde se ha ausentado”. Por supuesto, me declaro adoradora de Gorostiza, porque prefiero creer que pienso exactamente lo mismo y no que soy un asno. Lo único cierto es que nunca tuve las capacidades de don Alfonso y ahí, justo ahí, se encuentra la superficialidad que lamentaba. ¿De veras lo es? ¿Existe, en poesía, el sentido común? ¿o es que su hallazgo –sílabas y letras que se dan la mano y cantan– nos parece sencillo, algo de tan común, liviano, trivial? Dice Gorostiza que la sustancia poética está en todas partes, solo es necesario quererla ver. Es omnipresente y se manifiesta como nitidez y transparencia: una especie de luz que baña lo que toca.

El poeta nos revela esa luz con las palabras pero no podemos ir más lejos en su explicación pues asegura que ignora por qué la palabra es el instrumento para la cabal expresión de la poesía. Dice que el interés del poeta “no está en el por qué, sino en el cómo se consuma el paso de la poesía a la palabra”. Me parece muy extraño que diga algo así, cuando más adelante asegura que “bajo el conjuro poético la palabra se transparenta y deja entrever, ya no lo que dice, sino lo que calla” y son los poetas los encargados de ese ministerio cuyo propósito es sacar a la luz “la inmensidad de los mundos que encierra nuestro mundo”.

Yo me pregunto si eso es posible, en realidad. Si, de veras, el poeta hace esas cosas por todos nosotros, si pone a nuestro alcance el horror y la belleza de su mundo y en un juego de espejos, nos dice el poeta, las palabras se ven y se reflejan; es decir, digo yo, se reconocen y se ayuntan, casi en su sentido bíblico. Cuando esto sucede, cuando esa especulación ocurre, el poeta, cito a Gorostiza, “se adueña de los poderes escondidos del hombre y establece contacto con aquel o aquello que está más allá”.

Pero la poesía, que es palabra, es canto y, si leemos en voz alta las “Notas” –que es como debe leerse, pienso– vamos a escuchar una canción, una melodía que repite, aquí y allá, ciertas estrofas musicales. La diferencia entre la poesía y la prosa, dice Gorostiza, “consiste en que, mientras una no pide al lector sino que le preste ojos, la otra necesita de toda necesidad que le entregue la voz”

Ahora recuerdo que hace algunos ayeres, un querido maestro e ilustrísimo poeta platicó conmigo sobre esas “Notas”. Expuse mi entusiasmo y con la maravillosa elocuencia de las palabras que dejan entrever, no lo que dicen, sino lo que callan, mi maestro me contestó que yo era muy generosa con esa sarta de vacuidades. Fue un golpe terrible para mi ego crítico cuando sin carcajadas y con elegancia me dio a entender que yo no entendía nada. Definitivamente, Gorostiza no era lo mío y tal vez Reyes tenía razón. Arrastrando mi incapacidad teórica, traté de explicarle que hay quienes construyen enormes catedrales sobre lo que la poesía y los poetas son, pero que también hay quienes ven en la poesía una planta imperecedera, un ser vivo, una luz poderosa que nos baña, pero no levantan aquellos edificios, sino unas simples notas.

En nuestro lenguaje actual, las convicciones de la hora y el desencanto que el mundo nos produce nos hace ver algunos arrebatos de Gorostiza como llanas cursilerías: efluvios, esencias y bellezas derramadas sobre la faz de un mundo terrible, donde el poeta, soberbio y  vanidoso, pero al mismo tiempo inocente e intenso es “uno de los pocos elegidos a quien se puede llamar con justicia un hombre de Dios”.

¿Y quién cree en Dios en esta hora infame en que vivimos? Y quién se cree el poeta, así ungido, si ya no hay dios, ni mundo, ni belleza, ni siquiera el amor, que ya se encuentra prohibido entre poetas, o al menos está prohibido enunciarlo, a riesgo de que nos digan cursis, ridículos, poetas. 

Hace 15 años, algunos poetas entonces jóvenes, decidieron desterrar a Gorostiza del panteón literario de sus querencias porque representaba a los poetas serios, a esos poetas ridículos que creían en las esencias. Los poetas siempre se están peleando por cosas tan estúpidas como esas y, además, vivíamos tan cómodos en nuestro pretendido jolgorio que no sabíamos que el grillo trazaba “sus órbitas de oro /en la desolación etérea”, como podemos leer en las Canciones. Aquellos poetas reclamaban una poesía social y qué era eso de “Lleno de mí, sitiado en mi epidermis”, qué egoísmo el de Gorostiza, cuánta perversa individualidad y qué aburrido, decían, pero lo decían en inglés, claro, sentados en una terraza en la Condesa: bored.

Yo no pude seguirlos porque ya no era joven y porque me gustaba mucho esa parte de las Notas, donde Gorostiza explicó la necesidad de reconocer, en la escritura de un poema, su inicial desarrollo plástico, el siguiente, que es dinámico y un extraño proceso en el que no se nota el crecimiento del poema, exactamente igual que el desarrollo, lo cito, “de un fruto o de una flor, hasta que alcanza sin esfuerzo, naturalmente, el tamaño, la estatura, la proporción que le dicta su propio aliento vital” ¿Quién pone un hasta aquí a ese crecimiento? El poeta. El bueno, claro. Aquel que conoce la materia de su encargo y es capaz de darle una organización inteligente. 

Tampoco seguí a aquellos jóvenes poetas porque yo amo los poemas largos y pasé muchas horas comparando las notas de Gorostiza al respecto y su largo y maravilloso poema. Es curioso que lo hayan desterrado, porque detestan también la poesía lírica y el propio Gorostiza señaló que estábamos, no tan afortunadamente, bajo su imperio; que habíamos olvidado la construcción de los “vastos poemas de otros tiempos”, donde tenían cabida “el diálogo, la descripción y el relato”. No puedo más que reírme, porque si se leyeran, advertirían que le hicieron caso al poeta serio. 

Una tarde de lluvia torrencial, a través de una pantalla, como ahora, escuché a Guillermo Sheridan decir de memoria Muerte sin fin en El Colegio Nacional. Era una tarde donde el desasosiego había hecho su casa en la mía. Recuerdo la magnífica voz de Guillermo, el timbre de su aliento y las palabras prodigiosas y terribles del poema. Entonces, en un instante mágico, o quizá porque yo sí creo en los conjuros, comprendí –sin saber explicarlo– que la poesía sí era un camino de salvación. 

Yo no sé hablar de poesía. Sólo sé contar historias. Pago ahora una deuda de amor con el poeta José Gorostiza. ~

Texto leído durante la mesa redonda 120 años del nacimiento de José Gorostiza, organizada por David Huerta para la Cátedra Octavio Paz, Colegio de San Ildefonso, 20 de octubre de 2021.

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(Ciudad de México, 1961) es poeta, ensayista y editora de poesía en Letras Libres. Este año su libro Estrella de dos puntas. Octavio Paz y Carlos Fuentes: crónica de una amistad (Ariel, 2020) recibió los premios Mazatlán de Literatura y Xavier Villaurrutia.


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