Daniel Mordzinski

Cenizas

Un relato del escritor español Hipólito G. Navarro con motivo del "Festival Benengeli 2023. Semana internacional de las letras en español".
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En fin, que yo ahora me pregunto, sin poderlo remediar: ¿cómo es que tengo en la mesa de trabajo siete ceniceros si yo no fumo? Uno, el más grande y principal, de rudimentaria terracota con un lecho interior de vidrio azul, regalo de una cuñada ceramista, la mayor, porque cuñadas ceramistas, de momento y que se sepa, tengo dos; otro, producto de la cleptomanía en el monasterio de Sobrado porque era precioso y de piedra y me pudo la ilusión de esconderlo a la vista y al negocio de los monjes en aquel viaje de fin de curso hace ya tanto; otro, en plástico muy duro y bien churrigueresco, de una resina sintética indestructible al parecer, publicitario él de una marca de vermú extinguida mucho tiempo atrás, ya habitaba en el piso cuando me vine a vivir aquí y me dio una pena enorme jubilarlo, a saber qué historias contaría también si pudiera comunicarse con nosotros, los bípedos humanos; otro, recuerdo de mi padre, la herencia de mi viejo, una porcelana de Meissen que lucía siempre en su mesita de noche con los cigarros quemados enteros después de una sola primera calada, sus tres o cuatro fósiles exactos de ceniza tendidos en paralelo cada amanecer; también el más sólido y contundente que utilizo de pisapapeles porque en verdad me gustó con su cristal agarrotado y barroco y lo compré en aquella feria porque siempre hay que comprar alguna tontería, ¿no?; otro que es cenicero y no lo es a la vez, que quiere serlo y no puede, improvisación cerámica mía en el torno de mi cuñada que me salió un verdadero churro y que con esas hechuras insolentes sigue ocupando su lugar en un filo de la mesa, a la espera del Isaac Newton de las manzanas que lo mira ansioso todo el rato desde el suelo, y todavía otro más, el último de estos siete, el que me trajo con todo su amor recién estrenado mi amada Julia de un viaje a la Alpujarra y la cerámica granadina le gustó tanto con esos azules y blancos que no lo pudo evitar y se decidió al final por un cenicero, claro, es el regalo más fácil para ti…

Así que, bueno, entonces yo me pregunto, por supuesto, con toda esa bonita colección desplegada ahí delante de los ojos, oyendo su mudo griterío, me pregunto: ¿cómo es que no me ha dado todavía por fumar? Demonios, es cierto, me respondo con urgencia, debería fumar, debería fumar, aunque solo fuese un par de cigarrillos al día. No solo porque desde la mesa de trabajo me contemplen esas siete historias tan concretas, tan cóncavas y desocupadas, sino también por consideración con los otros dieciséis ceniceros más repartidos por el piso, a saber: tres en la mesita de noche, cuatro en la mesa ovalada del salón, dos en el cuarto de baño, dos en la habitación tan fría de los invitados, tres más en la cocina, y dos, ¡ay, pobres!, en el cubo de la basura, hechos añicos, los que se me cayeron ayer con los nervios que tengo desde anteayer, cuando dejé de fumar.

Me lo propuse de firme esta vez, debo confesarlo, sin haber previsto ese accidente ni otros muchos que pudieran estar acechándome con toda seguridad, y en ello sigo. Pero esto es ya espantoso, me muevo por la casa y nada más que veo ceniceros huérfanos por todas partes mirándome afligidos. ¿Por qué lo has hecho?, ¿qué culpa teníamos nosotros?, me interrogan, me suplican. Uno de ellos incluso, no contabilizado en la retahíla anterior, de puro mohíno se ha vuelto del revés, y me interpela boca abajo, rebelándoseme en su oficio primigenio, de jícara de aislamiento de los cables de alta tensión de un poste de electricidad. ¡Han abusado tantísimo mis colillas de su dulce abrigo en grueso y doble vidrio verde oscuro…! Así que yo, corrigiendo entonces, me pregunto a mi vez, sin más remedio: ¿cómo es que tengo en la mesa de trabajo siete ceniceros si yo ya no fumo? Y reparo, es obvio, en lo más lamentable de todo, en lo más triste: el cenicero nuevecito, por estrenar aún, que me regalaron Emi y Luis Manuel –otra pareja a punto de quebrarse; al tiempo, si no–, tan apropiado para la mesa baja junto al sofá, con su cazoleta adornada de flores verdes y amarillas y azules y rosas, y ese mecanismo tan psicodélico del pistón en medio, que una vez pulsado arrastra a la colilla dando vueltas en una plataforma metálica hacia sus mismísimas entrañas, esperando el pobre ahí las primeras cenizas suaves de un ducados salvador que tengo escondido en el cajón de mi escritorio, aquí bien cerca de la mano, previsoramente, por si las moscas, por si la ansiedad ya bastante desbordada se tornara en un ataque de pánico definitivo… Ay, Julia, Julia… Los ojos se me ponen cuadrados ante la posibilidad de que la nicotina pudiese viajar por mis venas de nuevo libremente, y mis venas a su vez completan la tarea de acelerarme un verdadero chaparrón de taquicardias hasta el cuello… No, no, el cigarro no puede ser, eso sí que no. Antes soy capaz de ponerme un parche de nicotina, de atiborrarme de chicles de lo mismo, de chupetear un puñado de aparatos de esos de vapor con ñoños sabores infantiles, los estúpidos recursos últimos para el adicto arrepentido que siempre me he negado a ser. Pffff.

Otra pregunta que me formulo entonces, obviamente, es esta: ¿cómo es que llevo en los bolsillos dos mecheros si yo no fumo? ¡Dos! Uno recargable que más bien parece un lanzallamas porque tiene el mecanismo averiado y enciendes el cigarro y te quemas las pestañas todas, y las cejas, y el flequillo, de tal manera que es un buen mechero para los que te piden fuego de continuo en el trabajo, se les presta tranquilamente y se observa por el rabillo del ojo, con disimulo: fffffffhhhhhhhsssssss, fuera bigote, fuera pestañas, fuera cejas, joder, vaya mechero que tienes, tío, uy, perdona, perdona, no te avisé; y otro de los famosos clíper planos pequeñitos con la publicidad de la empresa de mi hermano toda borrada ya, pero que sigue funcionando aún después de tantos cigarrillos, un prodigio de la tecnología más elemental. Esos dos en los bolsillos, amigos íntimos, inseparables de mi persona se pudiera decir, y aparte siete mecheros más repartidos por diferentes rincones de la casa: uno de yesca de los años bohemios que es a la vez una delicia y un peligro público porque apesta al encenderlo; otro un zippo falsificado regalo de Reyes de Sebastián que le echas la gasolina y lo enciendes y entonces pasa a ser una bola de fuego en la mano, la gasolina se sale por todas partes, se derrama en la mesa, en los pantalones, por las mangas del abrigo, todo envuelto en llamas en plan bonzo, kamikaze; otro un mechero que no funcionó nunca, si acaso una semana o dos, regalo de una antigua novia, que sigue ahí como único recuerdo al tacto de un año y medio perdido en la memoria; otro, de lujo, regalo de los suegros, los padres de Julia y Sebastián y mis todavía cuñadas ceramistas (se supone), mechero de relumbrón que pesa equis kilos y que al meterlo en el bolsillo de la camisa, bastante indiferente él, me proporciona una desviación de columna irreversible para los restos (esa sí); y otro más aún, mechero de súper lujo, con un baño de oro de equis quilates, escondido en la peinadora (donde jamás me he peinado) bajo una montaña de pañuelos, también de lujo ellos, con iniciales bordadas en oro, a su vez escondidos bajo otra montaña de calzoncillos vulgares, de los de todos los días; y después, está claro, los mecheros clíper de las charlas en casa de los amigos de madrugada últimamente, mecheros comunes que se te meten en los bolsillos ellos solitos, como cachorros desamparados que huyeran a sus madrigueras, y cuando te quitas los pantalones casi amaneciendo caen con estrépito junto a un puñado de monedas al suelo, y mientras las monedas se van rodando tan contentas con las pelusas de debajo de la cama, ¡tantas semanas ya sin pasar la aspiradora!, tres o cuatro te miran bastante inquisidores desde el parqué: tú no eres mi dueño, proclaman; pues ahora lo seré, malditos, que en otras ocasiones les tocó a los míos, el argumento de urgencia lógico con cuatro güisquis y tres rones en la cabeza y una cama abierta sola, impúdica y devoradora a un palmo de la borrachera. ¡Qué bueno el último cigarrillo en la cama…!

Y todo esto sin contar con otra preguntita penúltima que me hago, para intentar reír quizá, para no llorar, por más señas la siguiente: ¿cómo es que tengo siete cajas de cerillas en casa si yo no fumo? Y como respuesta otra enumeración, otra retahíla, otra recapitulación de sus breves historias adosadas, más intensas unas que otras, más o menos inculpadoras: una caja de cerillas hotel Metropol, reclamo para que al recordar las minivacaciones del verano haga memoria de lo bien que lo pasamos allí y vuelva de nuevo, pero ¿con quién?; otra, caja de cerillas de mi hermano que se empeña en que sea hombre anuncio y lleve publicidad de su empresa a toda costa, ¡una funeraria muy famosa, por lo demás, menuda gracia!; otra caja un poco tontorrona, recuerdo de Granada, también de Julia, caja estándar subestándar con dos tablitas pegadas con incrustaciones de hueso, nácar, hilos de alpaca y maderas de colores, la taracea mudéjar mínima que se puede regalar cuando el sueldo no da para más; otra, una de esas cajas planas, por supuesto publicitarias también, con apertura de solapa y dos ristras de cerillas de cartón que hay que arrancar antes de usar, en el momento justo que leemos por la parte de adentro una inicial manuscrita, repasada una y otra vez, una J, ciertamente, y un número nuevo de teléfono, no aprendido aún, a los que los ojos se acercan en plan zoom, mientras resuenan por el cráneo unos acordes oscuros, una música chan, chan, chan, tres notas graves de trompeta o fagot o violonchelo, de misterio y terror, de pura anticipación de los problemas por venir o algo parecido; otra más enseguida, para amortiguar la zozobra, una caja de esas gorditas en la cocina, nunca fallan, fósforos de seguridad en envase con protección antigrasa y con ensalada Kaiser, cuatro personas (¡cuatro personas!), media lechuga, dos cucharadas de vinagre de manzana, cuatro de aceite, dos de hierbas mezcladas, sal, pimienta, ajo en polvo, cuatro tomates, dos cebollas, una cucharadita de limón, un cigarrillo, por Dios, medio pepino, media taza de leche agria y rabanitos, la literatura para el amo de casa solitario con el delantal asando manteca, copos de nieve, vete a freír espárragos; y después las cajas de cerillas de las charlas en casa de los amigos de madrugada, cajas que se te meten en los bolsillos ellas solitas, como cachorrillos desamparados que se escabulleran a su más cálido cubil, y cuando te quitas los pantalones casi amaneciendo caen junto a las monedas etcétera, etcétera, etcétera, Tarzán en la selva, seguro, y yo con el mono, el síndrome, la abstinencia, la paciencia, la percepción hecha unas migas, adoquinada, los pellejitos de los labios todos arrancados, los nervios como alfileres, y una bombilla al final del pasillo de la angustia con una pregunta más, ya definitiva, que me expreso en mis adentros de esta forma: ¿y si yo no fumo, y es verdad que no fumo, que ya no fumo, qué demonios hago con todos esos ceniceros, con todos los mecheros y esas cajas de cerillas?, ¿los regalo?, ¿los tiro sin más?; pero cómo va a tirar uno su historia, sus recuerdos, sus armas arrojadizas mejores, uno mismo que son esas cosas. Todo es cuestión de fuerza de voluntad, se supone. La voluntad me abandonó del todo con las volutas de humo. Las fuerzas, me van quedando cada vez menos, Julia. Pero tengo suficientes para con esta mano que tiembla abrir el cajón y verlo ahí, cilindro aromático, ducados que me va a salvar toda esta herencia de mecheros y cerillas, este revoltijo de contundentes ceniceros por la casa esperando a que me fume con urgencia los cigarros que dejé de fumarme ayer y anteayer, estos días tan graves, para que vaya dejándoles una capa suave de cenizas y de historia que voy a seguir consumiendo hasta que resuelva dejar otra vez el maldito tabaco, esa decisión tan sencilla que ya he tomado tantas y tantas veces, tú lo sabes, lo sabías.

Bueno, ya estoy fumando otra vez, Julia querida. Tragándome todo este humo. Matándome más despacio si cabe. Poniéndolo todo perdido de cenizas de nuevo, Julia. Hoy volveríamos a discutir muy fuerte, como antes de anteayer, me temo. Así que yo ahora me pregunto, ahora ya sin remedio de verdad, sin escapatoria posible, sin el más mínimo disimulo: ¿cómo es que tengo en la mesa de trabajo tantos bolígrafos…, si yo ya no escribo, tan solo apenas esto quizá, que ya no cuenta, que ya no vale nada en verdad, que no serviría siquiera como una miserable y torpe nota de despedida?

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Hipólito G. Navarro (Huelva, 1961) es autor de una novela, Las medusas de Niza (Premios Ciudad de Valladolid 2000 y de la Crítica andaluza 2001), y de los libros de relatos El cielo está López (1990), Manías y melomanías mismamente (1992), El aburrimiento, Lester (1996), Los tigres albinos (2000), Los últimos percances (2005, Premio Mario Vargas Llosa NH a mejor libro del año) y La vuelta al día (2016, Premios de la Crítica andaluza 2017 y de la Feria del Libro de Sevilla 2017). En 2022 publicó un cuento largo, El mueble inquieto, ilustrado por el pintor Jordi Garriga y prologado por Eduardo Mendoza. Sus relatos, traducidos a doce idiomas, están recogidos en numerosas antologías del género en España y Latinoamérica. Las antologías El pez volador (2008), en España, y Tantas veces huérfano (2021), en Argentina, ofrecen cuidadas selecciones de sus cuentos.


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