Todos los libros a la mano

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Alejandro fundó Alejandría soñando en una nueva Atenas, y su general Tolomeo (que en el reparto del imperio se quedó con Egipto) fundó una dinastía que continuó ese sueño. Los Tolomeos (que reinaron del 305 al 30 a. C., cuando murió Cleopatra sometida a Roma) crearon el Museo (lugar de las musas): una especie de think tank donde alojaban espléndidamente a poetas, artistas y sabios, con una gran biblioteca adjunta, la famosa Biblioteca de Alejandría. Se valieron para esto de Demetrio de Falera, discípulo de Aristóteles (como Alejandro); que se inspiró en la biblioteca del Liceo (al parecer, la primera biblioteca concebida y organizada como tal, no un montón de libros). Se dice que Cleopatra participaba con inteligencia en las tertulias del Museo.

Para reunir todos los libros del mundo griego, los Tolomeos tenían agentes viajeros que salían a buscarlos y comprarlos. Además, los barcos que pasaban por Alejandría eran abordados por inspectores para confiscar los que tuvieran. Si la biblioteca los tenía, eran devueltos. Si no, copiados tan cuidadosamente que, al entregar la copia en vez del original, muchos pasajeros ni cuenta se daban (Mostafa El-Abbadi, La antigua Biblioteca de Alejandría. Vida y destino).

La biblioteca llegó a tener cientos de miles de volúmenes (rollos) en griego y otros idiomas. Fue la más importante del mundo antiguo, y la cuna de la bibliografía, la filología y la crítica textual. Ahí se cotejaron múltiples versiones de los poemas homéricos para llegar a la mejor lección de cada hexámetro. Consumía tanto papiro del Nilo que se prohibió la exportación, lo cual favoreció el desarrollo del pergamino (la piel para escribir usada en Pérgamo, que tuvo una biblioteca importante).

Los libros copiados a mano en rollos de papiro eran caros, y más aún copiados en pergamino. La impresión en papel desde el siglo XV bajó tanto los costos que muchas personas pudieron tener libros en su casa. Las bibliotecas personales y las tertulias de lectores animaron el Renacimiento. Aldo Manucio publicó ediciones cuidadosas, bonitas y baratas de los clásicos griegos y latinos con ayuda de Erasmo, que celebró su empresa: La Imprenta Aldina supera a la Biblioteca de Alejandría porque pone los libros en las manos de todos, no sólo en manos de la corte (“Festina lente”).

En 1974, la Universidad de Alejandría propuso revivir la antigua biblioteca, y el proyecto fue apoyado por la UNESCO y los países árabes. Fue inaugurada en 2002, y aunque ya tiene tantos volúmenes como la antigua, eso hoy representa menos del 1% de los libros que se han escrito. Cosa simpática: en México existe una Asociación de Amigos de la Biblioteca de Alejandría (www.aabamexico.org.mx).

Resulta notable que por los mismos años aparecieran tantos proyectos afines: el Proyecto Gutenberg (1971, www.gutenberg.org), el Thesaurus Linguae Graecae (1972, www.tlg.uci.edu), la nueva Biblioteca de Alejandría (1974, www.bibalex.org), el Proyecto Perseus (1987, www.perseus.tufts.edu), Amazon (1994, www.amazon.com) y Google Books (2004, www.google.com/books). Tienen en común el propósito de poner todos los libros a la mano, electrónicamente.

Con diferencias: La Biblioteca de Alejandría ofrece versiones digitales, pero su meta es reunir todos los libros impresos de todos los países. Amazon no es una biblioteca, sino una librería que vende libros impresos y digitales. El TLG se limita a los libros clásicos en griego; y, como ya los tiene todos, ahora se propone incluir los de Bizancio y posteriores. El Proyecto Perseus incluye papiros, clásicos griegos y latinos así como libros árabes, germánicos, renacentistas y del siglo XIX norteamericano. El Proyecto Gutenberg no tiene límites, aunque de hecho predominan los libros en inglés.

Siguen apareciendo muchos otros proyectos (véase List of digital library projects en la Wikipedia). El Instituto Cervantes (www.cervantesvirtual.com) ofrece una buena colección de clásicos españoles e hispanoamericanos. Hace falta un proyecto que digitalice todos los libros publicados en México desde el siglo XVI hasta 1900. No son tantos: quizá 20,000. Serviría, entre muchas otras cosas, para documentar los mexicanismos: su aparición y evolución.

Jeff Bezos reinventó en Amazon la venta de libros por correo (que siempre ha sido un negocio difícil), y lo más difícil de todo: el espíritu de servicio de los buenos libreros. El problema de la venta por correo es el costo de pepenar a los posibles compradores, hacerles llegar información sobre los libros que pudieran interesarles, tramitar y surtir sus pedidos. Si se divide el costo de todo el proceso entre el número de ejemplares vendidos, el costo por ejemplar puede ser desproporcionado y hasta mayor que el precio de los libros.

Gracias a la tecnología (usada con creatividad servicial), Amazon redujo el costo de la información y de la transacción de compra y pago (no tanto el costo de recibir libros de los editores, almacenarlos, tomar los ejemplares correspondientes a un pedido, empaquetarlos y llevarlos al correo). Y aprovechó para ofrecer más información que nunca: del editor, del autor y, sobre todo, de los lectores de cada libro. Esto último es un mérito de los voluntarios, en una tradición participativa muy animada en los Estados Unidos. (En las filiales de Amazon en otros países, la participación es pobretona y el comprador dispone de muy pocas opiniones de los lectores previos del libro que le interesa.) Siempre se ha reconocido la importancia de la recomendación personal en la compra de libros, pero nadie había logrado incorporarla con tanta eficacia en el punto de venta.

También invitó a los editores a dar mucho más que las solapas: la oportunidad de “hojear” el libro electrónicamente: ver la portada, leer el material de presentación, apreciar las ilustraciones y la tipografía, leer algunas páginas (especialmente la lista de capítulos) y hasta revisar si el texto incluye una palabra o frase significativa (con un buscador). Esto último requiere tener el texto digitalizado, y abrió la posibilidad de vender el libro en formato electrónico, con todos los ahorros y ventajas de que el lector lo baje de inmediato, sin esperar a que le llegue por correo un paquete costoso de imprimir, encuadernar, almacenar, empacar y transportar. Amazon ofrece unos 300,000 títulos explorables (Search inside) y unos 100,000 descargables (ebooks) a la computadora del comprador, o a su pantalla portátil (ebook reader), o a su iPhone. Suena maravilloso y lo es, aunque los detallitos prácticos dejan mucho que desear.

Para competir con Amazon, la cadena de librerías Barnes and Noble (www.barnesandnoble.com) desarrolló un sistema parecido y dice tener en venta 700,000 libros electrónicos. A su vez Sony, que produce la pantalla portátil más vendida (Sony Reader) hasta que apareció la de Amazon (Kindle), se ha desquitado negociando con Google Books el acceso a un millón de libros electrónicos en su pantalla, de donde pueden también pasarlos a su computadora (//ebookstore.sony.com).

Amazon perdió dinero durante los primeros siete años y, para evitar la quiebra, fue ampliando el surtido de libros y extendiendo su oferta a discos, videos, software y, finalmente, toda clase de mercancías. Una de esas extensiones fue ofrecer libros usados, no comprándolos y concentrándolos en sus bodegas, sino actuando como intermediario de miles de libreros de viejo que anuncian lo que tienen, surten directamente al comprador y le cobran a Amazon, que a su vez cobra al cliente y se queda con una comisión. Esto puso de golpe en circulación, no sólo millones de libros usados (más baratos), sino más de un millón de títulos agotados (no siempre baratos). También permitió que los lectores vendieran libros de los cuales quisieran deshacerse, y que los escritores distribuyeran sus propias ediciones de autor (ganando regalías del 35%).

Amazon dice tener más de cinco millones de libros en venta (diez veces más, digamos, que la Biblioteca de Alejandría). Una librería que tuviese la centésima parte (más de 50,000) tendría un surtido notable. Pero se trata de acervos y servicios distintos. La mayor parte del catálogo de Amazon interesa a muy pocas personas: libros para especialistas, ediciones de autor, libros pasados de moda, publicaciones estadísticas y obras semejantes (por ejemplo: el directorio telefónico del condado de Natchez, Mississippi, 1951). Lo que ofrece en venta es como el acervo de las grandes bibliotecas universitarias o nacionales, donde la mayor parte de los libros no son solicitados ni una vez al año (Philip M. Morse, Demand for library materials. An exercise in probability analysis). Por eso, precisamente, la oferta es un gran servicio. Hace posible que un investigador desde un lugar remoto en cualquier parte del mundo pueda localizar y recibir a vuelta de correo un libro muy difícil de conseguir o consultar sin hacer viajes costosos. En cambio, el acervo de una buena librería está orientado al lector que vive relativamente cerca, que sale de paseo a ver libros físicamente (no virtualmente), que puede hablar con el librero (en vez de teclear) y sentarse a ver el libro que le interesa, teniéndolo entre las manos.

Google es la manifestación más obvia del extraordinario potencial de los índices para el desarrollo cultural: multiplican el aprovechamiento de los libros. Así como las redes carreteras, eléctricas y telefónicas son la infraestructura física que permite la prosperidad de una multitud de cosas, los índices (y las obras y servicios afines: reference books, reference desks, linkotecas) son la infraestructura del desarrollo cultural.

Google es el catálogo virtual de la Biblioteca de Babel. Es conocido como buscador (Google Search). Pero también funciona como buscador el índice de nombres y de temas que viene al final de los libros editados civilizadamente (retrasando un poco la edición y aumentando un poco su costo, a cambio del beneficio para la lectura, la relectura y la investigación).

Google es una máquina de preparar índices al instante (defectuosos y excesivos, pero rápidos) de todos los textos disponibles en ese momento en la red. No produce un índice de cada texto, sino al revés: produce conexiones a los textos donde venga una palabra que se busque, por ejemplo: anteojos. Fue desarrollado por dos jóvenes estudiantes de computación, Larry Page y Sergey Brin, con el apoyo de inversionistas que supieron ver el potencial de la idea desde un ángulo comercial: los índices de productos y servicios en venta, una especie de sección amarilla virtual que no presenta más que los anuncios clasificados bajo anteojos. Los anunciantes de anteojos pagan una pequeña cantidad cada vez que alguien hace clic en su anuncio, y esto es suficiente para que todas las búsquedas sean gratuitas, aunque no sean comerciales.

A diferencia de Stewart Brand (The Whole Earth Catalog),
Michael Hart (Project Gutenberg) y Jimmy Wales (Wikipedia), que actuaron como empresarios, pero no le dieron un giro comercial a su empresa, Jeff Bezos, Larry Page y Sergey Brin se volvieron multimillonarios. Google se cotizó en la bolsa casi de inmediato, y con las ganancias se lanzó al desarrollo de nuevas ideas, algunas notables como Google Images, Google News y Google Maps. Además, compraron una empresa afín: YouTube. Su proyecto más controvertido ha sido Google Books.

Google Books pretende poner en la red todos los libros del mundo. Dice tener diez millones. Ha celebrado contratos con grandes bibliotecas universitarias y avanza a una velocidad sorprendente, con calidad aceptable. En vez de los copistas alejandrinos y medievales (que también cometían errores de transcripción), pone máquinas a escanear. Es de suponerse que hay correctores profesionales que revisan el resultado, porque los resultados no son tan malos como sería de esperarse, y desde luego son muy útiles. Incluso para los lectores que tienen el libro impreso, que es preferible para sentarse a leer, pero no siempre para buscar una palabra o frase.

El programa de Google Books ha provocado celos (en cuanto rebasa en cantidad todos los otros proyectos de poner libros en la red), críticas (por los problemas de calidad y la forma atropellada de proceder) y hasta demandas judiciales (sobre la propiedad intelectual). Por lo que hace a la cuestión legal, conviene distinguir tres casos.

De los quizá 60 millones de títulos publicados desde el siglo XV, una gran parte está en el dominio público: no requieren permiso para ser copiados ni editados. Ponerlos en la red no crea problemas legales y es de agradecerse, especialmente cuando hay un solo ejemplar disponible o muy pocos en todo el planeta. Más bien hay que lamentar el rescate imposible de los millones que ya no están en una biblioteca pública o nunca estuvieron.

En el otro extremo están los libros que siguen vendiéndose impresos. Es obvio que no se deben ofrecer en la red sin permiso de quienes tengan los derechos; y que lo práctico es negociar contratos parecidos a los celebrados con editores subsidiarios (para colecciones de bolsillo, traducciones, condensaciones, antologías, promociones, etcétera).

Unos 30,000 editores y autores con un fondo conjunto de unos dos millones de títulos han celebrado contratos con Google Books, autorizando el acceso a sus libros en uno de cuatro niveles: ver todas las páginas, ver hasta la quinta parte de las páginas, ver fragmentos, ver únicamente el título y el autor. Lo cual es bueno para los lectores y también para vender, como saben los que dicen que el que no enseña, no vende.

En medio quedan los libros que tienen propietario, pero no editor, por cualquier razón. Aquí el acuerdo tiene que ser con el autor o sus herederos. Es de suponerse (puesto que tuvieron editor y ya no lo tienen) que se trata de libros de poca demanda, con raras excepciones (los libros que pudieran encontrar un nuevo público si los descubriera un editor sagaz). También es de suponerse que, en la mayor parte de los casos, los autores prefieren que sus libros agotados estén en la red a que estén inaccesibles, también con excepciones (los libros cuyos autores prefieren que desaparezcan).

La solución negociada por Google (bajo presión judicial) fue publicar anuncios que decían: Si no quieres que ponga tu libro en la red, avísame antes del 5 de septiembre de 2009. Si no lo haces, supondré que me autorizaste. Pero en cualquier momento puedes pedirme que retire el libro y acataré tu decisión. Y si quieres que otros editen el libro o lo pongan en la red, puedes hacerlo: no pido exclusividad.

Lo ilegal y desagradable es que, por lo pronto, ya había puesto el libro en la red y que la carga de la acción pase al dueño. Pero, en términos de interés social, no es razonable exigir que Google busque a cada uno de los dueños y les pida permiso. Millones murieron, quién sabe dónde anden o no tienen inconveniente. Tampoco es razonable imponer la carga de estudiar un contrato y firmarlo a los millones que no tienen inconveniente.

Hay dos cuestiones más: el lucro y el monopolio. Es normal que las ediciones sean lucrativas y que el autor conceda al editor la exclusividad completa o limitada a una lengua, un país y cierto número de años. Este monopolio es deseable. La mayor parte de los libros que se publican son un mal negocio para el autor y para el editor. La situación empeoraría si hubiese dos o más editores legítimos (ya no se diga piratas) en la misma lengua, en el mismo país y al mismo tiempo.

Pero eso no quita que Amazon y Google, aunque empezaron como microempresas, son ahora gigantes que pueden abusar de su tamaño. Ejemplo reciente: Amazon vende Kindle, una pantalla portátil conectada a su centro de servicio; y, aprovechando el acceso, suprimió dos libros (¡de Orwell, para mayor simbolismo Big Brother!), aunque bonificándolos, con el escándalo que es de suponerse. Bezos reconoció de inmediato que fue una arbitrariedad estúpida y aseguró que nunca volverá a suceder. Es intolerable que una librería se meta a la casa de un cliente para desvenderle un libro y llevárselo, aunque le devuelva el dinero.

Google empezó como un servicio gratuito y sigue siéndolo, pero hizo su fortuna con los anuncios clasificados. Es posible que Google Books siga el mismo camino (los anuncios clasificados), pero se reserva el derecho de cobrar al usuario lo que ahora es gratuito, ya sea vendiendo suscripciones (digamos, anuales) a quienes quieran consultar su biblioteca electrónica o vendiendo copias electrónicas de los libros. Propone pagar a los titulares de derechos una regalía del 63% de lo que cobre, pagada a una institución no lucrativa (Book Rights Registry) que registre los derechos y administre los pagos, a la cual entregaría por lo pronto 125 millones de dólares. Los juicios continúan en los tribunales.

Es posible que las grandes bibliotecas nacionales le hagan la competencia con servicios gratuitos y mejor calidad, empezando por la Biblioteca del Congreso en Washington. O que se sumen al proyecto a cambio de intervenir y condicionarlo. La situación tiene cierto parecido con la provocada por Craig Venter, cuando se lanzó atropelladamente (y con éxito sorprendente) a competir con las instituciones no lucrativas que le llevaban años de ventaja en la descripción del genoma humano. También recuerda la ambición admirable, pero atropelladora, de los Tolomeos en Egipto.

Y, con todo, hay que celebrar las iniciativas que están acelerando la compilación del genoma cultural de la especie humana: la Biblioteca de Babel. ~

 

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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