Todos los árboles del mundo

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para Antonio Deltoro

El que plantaste en tu casa con el sol y la risa y te miró amanecido,
el que dejaste afuera de tu largo poema esa tarde de mayo,
el que llegó al sueño de Eolo mientras Circe estaba en tu almohada,
el que se durmió cerca de tu oreja y te dejó un laberinto abierto,
el de juguete que les diste a los niños imaginarios en tu poesía,
el que estuvo antes del alba cuando pasaron los pájaros de la zafra
a ver al guardián del hielo y no lo tocaste porque era de escarcha,
el del poema de Eliseo que te cantó su estruendo hasta tu funeral,
el que llevaste al aire con tus becarios la tarde de los papalotes rojos
y el que trepó en sus ramas a cada cual y se puso a silbar en jueves,
el del grito único que sostuvieron todos tus amigos
y el que se derrumbó de pronto como animal sin cueva,
el que tiene todos los nombres del abismo,
el terrible,
el que está roto por la mitad y guarda ahí los ojos del tecolote ausente
y el que jamás ha recibido un nombre,
al que te subiste a tus cinco años
y te hizo capitán de los aires con plena distinción,
el que te marcó la rodilla en su vara y espanto
y te dio a guardar un secreto absoluto
como absoluto fue tu amor por las barrancas y los páramos,
el de las hojas anochecidas que resguardan al músico,
el que viste junto al río como un pez sin color ni escamas,
el de la bondad aparecida,
el de la gratitud aparecida,
el de la soledad aparecida,
el árbol simple que te asustó al decir
“déjame morir en mi asquerosa rama”,
el de fuego azul en la montaña de Quevedo,
el frutal en los campos del otro Antonio,
el árbol frío y lento en la cresta de la desesperación,
el de la noche mística y simple del eclipse de junio,
el que escuchó a Caronte rodar su última moneda por la mañana,
el que tuvo un nombre tan corto que se perdió en la conjetura
y te hizo escribir sobre su tribu
y escuchar a la tuya los martes imperturbables en su paisaje,
el que te guardó esa pelota de futbol para regresar a su calma
mientras te dijo: vive y te echaste a correr lo más despacio posible,
el que fue sable y apuntó directo al corazón de Martha,
el que no fue nada pero tampoco nadie lo supo,
el que te acompañó en los ojos y los brazos y los pies
como astrolabio delante tuyo,
el que era un salvaje en la noche de la caverna única
y resguardó a los niños de la lluvia y fue lluvia y fue niño,
el que te enseñó a languidecer por la muerte de una paloma seca
mientras pasaban los días de la semana y los meses de otros años,
el que fue cualquiera en el espejo del ropero como un familiar fantasma
cuando salió la luna y escuchaste al coyote con su largo aullido de solo,
el que viste en el fulgor de una muchacha que reía como los tamarindos largos
y el que duró tres siglos y te mostró el amparo de las nubes de tarde,
el vigilante del mar lejano,
el retórico en la casa de la fragilidad y de los pájaros,
el sudoroso en todas las fatigas,
el de los juegos simples bajo la luz de los julios,
el astronauta en el cielo con todas las estrellas incendiadas,
el regente de las pláticas y de los huesos desesperados del insomnio,
el que no tuvo filología pero sí la furia de cada piedra,
el que sostuvo siempre la cabeza baja para soñar la marcha de las hormigas,
el que escuchó el canto en la guitarra azul de los poemas,
el que zumbó hermosamente junto a las más hermosas historias,
el que nació chiquillo como los tejocotes y fue refugio de los zanates,
el de nombre de sal y viento en el monte sudoroso del huizache,
el que guardó la prudencia del hombre justo y la del anónimo,
el que una vez te vio pasar y te robó un pensamiento apócrifo,
el que dijo tus sílabas de alumbre antes del despertar,
el del templo inalcanzable y sublime como los dioses anchos,
el que te dijeron era el fresno en tu cuerda y arco de tu palabra fresca,
el que dejaste afuera en el patio como preludio y forma de todos y tantos
y el de esa noche quieta, primera y última, donde siempre estarás
con todos los árboles del mundo. ~

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(1962) es poeta. Su último libro es Un leve aullido bajo la arena (Ediciones Monte Carmelo, 2023).


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