Algunas páginas de la vida están llenas de muerte y de muertos; otras están ocupadas por el silencio y la incapacidad de las palabras en torno al final de la existencia; las últimas, que nunca son las últimas, aguardan la voz que las lea e interprete.
El silencio no nace de los muertos. La muerte siempre acompaña. Los muertos siempre hablan. Tienen nombre, historia, lugar, tiempo. Algunos son inmortales. Otros abandonan el pasado y regresan al presente. Aunque muchos renglones de la literatura de la vida nacen de la realidad de la muerte, la insonoridad es una triste constante. La muerte enmudece. El sigilo alarga el olvido y profundiza los túmulos.
Repito ad nauseam la palabra muerte. No me disculpo. Es única. Los diccionarios de sinónimos carecen de términos adecuados: fallecimiento, deceso, defunción, óbito, tránsito o fin son expresiones que no significan lo que significa muerte.
La soledad de los moribundos es profunda. Carecen de lugar en las paredes de la modernidad y no tienen espacio en las casas de los sanos. La sordera, cavada día a día, el desmoronamiento de la empatía y el tiempo escaso para atender las reflexiones de los enfermos terminales son algunas razones. Esa trama no ofusca la realidad: la voz de los pacientes es escuela.
Muchas páginas de la literatura de la vida están ocupadas por las voces de las personas que padecen enfermedades graves. Hablan de tiempos desconocidos, del tiempo hambriento, de la muerte como brazo indisoluble del universo, de lo que sólo ellos ven. Sus palabras alimentan el tiempo vacío y recobran el presente de otros tiempos. Enmiendan dolores ajenos con sus propios hilos.
Algunos enfermos trazan murmullos, otros escriben bosquejos. Llenan cuadernos. Escucho. Escribo. Borro algunos, guardo otros. Los toco. Los hago míos. Robo sus voces. Las comparto con quien sigue. Su lenguaje abre puertas. Son maestros. De cuando en cuando hablan. Esa es la última razón de su existencia: hablar antes de partir. Con notas breves: “como la vida que nunca es igual, cada muerto es distinto”. Con renglones desperdigados: “la nada estaba desbordada, la ausencia era total. Te hablaba, no escuchabas. Escribía, no leías. Azotada por la crueldad del silencio, la voz, mi voz, de nada servía”. Con el dolor de las heridas abiertas: “no había luz, ni oscuridad, ni almas, ni otros habitantes. No había nada. Sólo estaba yo”. Por medio de trazos inconexos que finalmente se unen ante la indefinible normalidad: “cuando se es enfermo, el instante de la existencia es infinito”.
Frente a la certeza del final las palabras acercan, mueven. Dan vida al instante y ayudan a entender el profundo e insondable enigma de la inexistencia. Es la sombra de la última etapa la que atemoriza. Penetrarla, con palabras, con la escucha de los seres queridos, permite enfrentarla y entender la muerte gracias al pequeño, pequeñísimo suspiro de la existencia. Esas ideas buscan unir los fragmentos de la vida que se extingue, de la realidad fracturada que se rompe, que se apaga.
Las lecciones de los muertos subrayan el pesado silencio de los vivos. Leerlas desvela la torpeza de las personas para acompañar y entender a quien se aproxima a su muerte. La literatura contiene innumerables páginas, páginas de vida, acerca de la imposibilidad del ser humano para confrontar el problema de la muerte.
Los versos de T.S. Eliot disecan los tropiezos del ser humano. El poeta pregunta y reabre heridas. Una de ellas, quizá la más dolorosa, expone la fragilidad de nuestra especie:
Anda, anda, anda, dijo el pájaro; la especie humana
no puede soportar mucha realidad.*
La incapacidad de los seres humanos avistada por el pájaro de Eliot tiene incontables lecturas. Una es la distancia cada vez más larga entre quien muere y quien no escucha. Otra es la delgadez del ser humano. Una más es la dificultad para aprehender la realidad. Las páginas de vida, que en ocasiones escriben o dicen los enfermos, son testimonio de ese fracaso y del endeble refugio que se ha construido alrededor de la conspiración del silencio en torno a los moribundos.
No pocos momentos de la vida y de la muerte están llenos de ausencia. La frecuente inutilidad del lenguaje, “la insuficiencia del idioma –escribe Thomas Bernhard– como medio de comunicación”, encuentra palabras adecuadas en la voz de los moribundos. Muchos saben de la vida más que la Tierra. ~
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* Traducción de José María Valverde
(ciudad de México, 1951) es médico clínico, escritor y profesor de la UNAM. Sus libros más recientes son Apología del lápiz (con Vicente Rojo) y Cuando la muerte se aproxima.