Como finale del primer recorrido que durante doce meses hemos hecho a los diarios y cuadernos de Salvador Elizondo, brindo con “Dry martini”, texto inédito e inconcluso que esbozó en Nueva York en 1965. Es naturalmente un texto sin pulir, alla prima, tal cual lo escribió en su cuaderno (Cuaderno 11, págs. 5-24), que sin embargo nos da una clara idea de lo que aún permanece inédito en este océano de escritura, al que curiosamente se refiere más adelante en el mismo cuaderno: “A veces pienso que quizá la grandeza de muchos escritores todavía está inédita en sus obras inconclusas, en sus fracasos…”~
– Paulina Lavista
Sucede a veces que nuestras esperanzas se ven colmadas en una medida que sobrepasa, en mucho, nuestra capacidad de ser felices por ello. Esto quiere decir, desde luego, que nuestra felicidad tiene un límite más allá del cual nos es imposible experimentarla. Tal fue, exactamente, la circunstancia en que se vio envuelta mi vida el día en que conocí a Joy.
Era alta, esbelta, clara como esos paisajes de Nueva Inglaterra que salen en The Trouble with Harry y, como las hojas de los castaños en el otoño, su pelo tenía fulgores rojizos rodeando la limpidez de su rostro alargado, equino quizá, en la mitad del cual brillaban, tanto como sus ojos vivaces, unos dientes blanquísimos e infinitamente largos y estrechos que cada vez que sonreía le daban una apariencia antigua, como de algo salido de una moneda romana, una divinidad silvestre, pánica, o quizá también como algo salido del Vogue, algo como esas maniquies que caben entre las páginas de un libro, que en realidad carecen de existencia para todo, menos para el elemento sensible del negativo fotográfico. Su voz era clara como todo en ella y sus palabras casi siempre tenían el entusiasmo de su sonrisa, una sonrisa alargada y precisa como su boca, y el énfasis de sus dientes que, perpendicularmente a la longitud de sus labios, los cruzaban verticalmente formando una cruz en la que el mejor cristo que se hubiera podido sacrificar hubiera sido un cristo hecho de besos lentísimos, con el aroma de un perfume discreto y el dejo de un dry martini hecho conforme a todas las reglas.
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Grateful Memories, Inc. ocupa un piso entero de un elegante edificio de construcción moderna situado en una de las esquinas que forman el cruce de Park Avenue y la calle 59. Las oficinas, el piso sesenta y nueve, están discreta y hasta elegantemente decoradas con un criterio ecléctico. La sala de espera, que se confundiría con la de una próspera agencia de publicidad, cuenta con todas las comodidades y hasta ciertos lujos, como lo requieren tanto la continuidad del status como la eficacia del salesmanship. Frente al gran ventanal ante el que discurren las estaciones del año pormenorizadamente registradas por los follajes de Central Park a los lejos, la simplicidad violenta y cristalina de un enorme Kline que pende sobre los divanes, tapizados de lana blanca, interrumpidos a todo su largo por pequeñas mesas en las que se encuentran, cuidadosamente dispuestos, los ceniceros de Tiffany, las lámparas de bronce con base de mármol negro y pantallas verdes, de estilo inglés, las revistas que ofrecen un rato de esparcimiento a los atribulados clientes que nunca acuden previa cita: Esquire, Time, Saturday Evening Post, Status. Al fondo del salón, el busto en bronce de Mr. Ahab J. King, el finado fundador de Grateful Memories, Inc., sobre un zócalo de cedro, contra un muro forrado de madera oscura y frente al cual, viendo hacia la puerta de entrada, está colocado el escritorio Knoll Associates detrás del que Miss Minkowsky, la recepcionista, contesta los teléfonos de diferentes colores con acento y expresiones británicos. Bueno es recalcar que la diferenciación cromática que rige la clasificación de los teléfonos de Minkowsky no es debida al azar. El blanco es para las primeras llamadas, para el requerimiento de los servicios de la compañía, y su número aparece tanto en las guías telefónicas de Nueva York y Nueva Jersey como, mediante inserción pagada, en el Belune Hospital Services Directory. Los demás tienen números privados. El rojo sirve para que los empleados llamen a la compañía en momentos críticos o de manera urgente. El azul es para comunicación local entre diversas secciones de la oficina. El negro –cuando su campanilla con sordina suena– generalmente trae el grato mensaje que participa del feliz término de una operación y la satisfacción de una misión cumplida.
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Rosswell Stevens se había quedado dormido después de una ardua lucha contra el sueño en la que las imágenes remotas de su juventud habían acudido, como las huestes de un ejército intangible, a contener esa sensación cálida que lo distraía de su tarea febril. Era preciso terminar la obra, coronarla de brillantes conclusiones y de colofones certeros. Envuelto como vivía en la nebulosa de la parálisis parcial, alentaba aún en Stevens la urgencia por concretar de una manera definitiva su visión espléndida de la civilización, una civilización de la cual él, Rosswell Stevens, formaba parte, pues quién en nuestros días invocaría las imágenes alucinadas de Blake sin conceder que era Stevens quien, a través de sus brillantes percepciones críticas, les había dado una esencia “contemporánea”, quién se atrevería a negar la grandeza de Caravaggio y de los caravaggeschi contra el entusiasmo de Stevens que en The Burning Shadow había revalorado, de una manera definitiva para nuestras generaciones, la grandeza del Barroco. Si bien es cierto que con el ascendiente de su obra crítica se había producido una marcada pérdida de interés por su obra estrictamente literaria, no era posible negar que tanto Flaning Mississippi como Hearts vs. Spades habían dejado una marca indeleble en la historia de la literatura norteamericana de la época de 1920 a 1930, el primero quizá como la novela más ambiciosa que se había intentado en los Estados Unidos y el segundo como una de las más bellas colecciones de cuentos que jamás se habían producido en lengua inglesa.
Sin embargo, Rosswell estaba insatisfecho. Pensaba durante esas horas inquietantes que preceden al alba que tal vez se había dejado hechizar por la contemplación y que en aras de ella había prescindido de muchas cosas buenas de la vida –fundamentalmente de la euforia de la acción, de ese compromiso que los hombres de su generación, y especialmente los artistas, habían adquirido con la lucha. Qué importaba, en realidad, que ellos hubieran abusado del alcohol o de una visión políticamente demasiado radical si todo ello les había permitido dejar una obra, quizá menos refinada que la de él, pero más efectiva en el orden de la creación literaria. Cierto que su The God on Fire no sólo había hurgado en los resquicios más profundos de la poesía de Blake más que ningún otro trabajo crítico, sino que además había sentado las bases de un neo-demonismo literario cuyas expresiones todavía se manifestaban en la obra de algunos jóvenes, cierto que Rosswell Stevens era el maestro de una generación, pero a pesar de sí mismo, pues la nueva literatura, en el fondo, le resultaba insoportable.
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Había yo llegado a Nueva York auspiciado por una beca de la Fundación Gugenford para “entablar contacto con mis colegas norteamericanos y estudiar las últimas tendencias de la literatura de los Estados Unidos”. Esto era lo que decía la carta en la que me comunicaban que contaría yo con seiscientos dólares al mes para seguir mis estudios y convivir con mis colegas al amparo confortable de la hospitalidad americana. Debía yo inscribirme en la New School, sacar una credencial de la New York Public Library, asistir a los cocteles de los lunes, en el Hotel Pierre, del pen Club. Sin embargo, mis intenciones secretas eran bien diferentes. Para mí la literatura norteamericana posterior a Rosswell Stevens carecía de interés, me interesaba más la vida agitada de la gran ciudad, sus bares que se multiplicaban al infinito, sus maravillosas mujeres, los pequeños cines de arte donde casi siempre es posible volver a ver Casablanca, To Have and Have Not, Beat the Devil y L’année dernière à Marienbad. Por encima de estos intereses tangencialmente sociológicos y culturales campeaba una urgencia mucho más poderosa. Como Parsifal, emprendía yo una larga peregrinación en busca del Grial. No sé dónde leí una vez que el hombre moderno, al igual que el héroe de la gesta que peregrinó toda Europa en busca del cáliz que habían tocado los labios de Cristo, recorría todo el mundo en busca de un buen dry martini. Y, en efecto, esto es lo que sucedía conmigo, así que cuál no sería mi sorpresa cuando, llegando a Nueva York, una señorita de la Fundación Gugenford me condujo a lo que sería, durante el término de la beca, mi domicilio. Era el Hotel Chelsea, sito en la calle 23, casi esquina con la Séptima Avenida. Mi sorpresa fue grande en verdad y doble, pues en el trayecto desde la terminal de los aviones en la Primera Avenida hasta la calle 23 me enteré de que Rosswell Stevens vivía en el Chelsea, en una de las suites de lujo, claro está, y pude ver, al pasar por la Séptima Avenida, antes de dar vuelta a la izquierda en la calle 23, que a sólo unos cuantos pasos de mi hotel se erguía, majestuoso dentro de su pequeñez, un edificio sombrío de tres pisos en cuya ahumada fachada de ladrillos y adosado a la escalera de emergencia lucía un enorme letrero con esta inscripción: “Bartenders School of New York”. Me bastó leer esas letras fugazmente para darme cuenta de que la realización de mis ideales no era una cosa imposible. Mientras me despedía de la señorita de la Fundación Gugenford en el pórtico del hotel, prometiéndole hacer lo posible por conseguir una entrevista con Rosswell Stevens e inscribirme en la New School a la mayor brevedad posible, reafirmaba, para mis adentros, la posibilidad de dejar al azar el encuentro con el gran escritor y el propósito inquebrantable de inscribirme, a la mañana siguiente, en el curso más intensivo que se impartiera en la Bartenders School of New York.
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Del prospecto de Grateful Memories, Inc.:
“Nadie, absolutamente nadie, está exento de la posibilidad de requerir los servicios de Grateful Memories, Inc. Nuestra organización ha tomado a cuestas uno de los apostolados más excelsos que la mente del hombre ha podido concebir y, fieles al ideal de nuestro venerable fundador Ahab J. King, sus sucesores no sólo hemos continuado su obra misericordiosa, sino que además, en el cumplimiento de nuestro sublime deber, hemos incorporado todos los recursos de la ciencia y la tecnología, todas las facetas de la caridad, del amor y de la hermandad humanas para hacer de nuestra tarea un acto de consolación y de alegría incomparables en los momentos en los que todos nuestros semejantes más lo requieren.
“Ud. que está leyendo este folleto, recuerde, tarde o temprano se verá en el trance aflictivo de necesitar una mano amiga, una palabra de aliento, una dulce sonrisa, una visión gratificante, un consuelo lleno de ternura. No desaproveche esta oportunidad. No tire usted este folleto que en la última página contiene un cupón que puede significar para usted la diferencia entre el terror y la paz, entre el dolor y una forma sublime de la felicidad. Haga extensivos nuestros servicios a sus seres queridos, mediante nuestro plan ‘Don del más allá’ o salvaguarde la serenidad y la alegría de sus últimos momentos suscribiendo nuestra póliza ‘Firme y Olvide’.”
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INFORMACIÓN DETALLADA
Objeto de la organización
Grateful Memories, Inc., con sucursales en todas las principales ciudades de la Unión Americana, es una organización incorporada al régimen jurídico del Principado de Lichtenstein, con sede principal en el Seagram’s Bld., Park Ave. and 59th St., N.Y.C. y oficinas técnicas y contables 76 Wall St. Grateful Memories fue fundada en 1932 por Mr. Ahab J. King con el fin de proporcionar consuelo y alegría a todas aquellas personas que por diferentes circunstancias están a punto de abandonar este mundo.
Grateful Memories, Inc. garantiza a los tenedores o usufructuarios de sus pólizas la felicidad o la ignorancia –o ambas– de sus últimos días u horas de vida.
Grateful Memories, Inc. no escatima absolutamente ningún esfuerzo, ninguna posibilidad, ningún recurso de la ciencia, la técnica, el arte para cumplir la noble misión que se ha impuesto. Nuestros archivos pueden dar fe de miles de casos en que los servicios de Grateful Memories, Inc. han traído a los que se van la alegría de la vida o la sensación de que se quedan. Millares de cartas testimonian el agradecimiento de nuestros deudos satisfechos por las atenciones que Grateful Memories ha proporcionado a sus clientes. Para ser uno de ellos basta con abonarse a cualquiera de nuestros cómodos planes que a continuación se detallan…
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Joy era, además de un arquetipo de su raza, una mujer de grandes aspiraciones. Estas aspiraciones se concretaban en asumir, llegado el momento, la responsabilidad de una gran empresa o la irresponsabilidad de un matrimonio holgado. En Grateful Memories había entrevisto la posibilidad de realizar sus aspiraciones por la vía corta. Desde hacía un año trabajaba como ejecutiva de algunas cuentas menores de la empresa, pero tanto su belleza como su habilidad estaban en espera, y esta era la opinión del más sutil de sus protectores, Mr. Ahab J. King II, uno de los jóvenes vicepresidentes de Grateful Memories que, armado de esa paciencia jovial que caracteriza a los que trafican con irremediables, no cesaba de invitarla a su cama con renovado ardor después de cada vez que Joy le negaba este gusto. Tal vez un hondo sentido de la caridad cristiana lo impulsaba, después de cada tentativa infructuosa, a concederle a la más efusiva de sus empleadas pequeñas prebendas inocentes que permitían a Joy disponer a veces, para su usos personales, del Rolls-Royce negro de la compañía, destinado oficialmente a los directivos. Otras veces Joy prolongaba el coffee-break más allá de lo debido y otras, en fin, nos hacía participar de la bonanza de su carte blanche avalada por Grateful Memories. Y no fueron pocos los martinis que bebimos a expensas de las cuentas bancarias de esta empresa y, por los extraños designios de la sociedad, de los bolsillos de felices mortales que habían patrocinado los servicios de esta empresa. Por cierto que la estrella ascendente de Joy se manifestó por primera vez, cuando sólo era recepcionista, con la acuñación, para los efectos publicitarios del negocio, del slogan inolvidable de Grateful Memories: ¡Sea usted un feliz mortal!
Una amiga íntima de Joy, después que esta pasó a ocupar una plaza distinguida en el departamento de publicidad, Beth, una modelo empeñosa y desconocida que siempre que le preguntaban de dónde era su juego de sala respondía: “De Bombay, India”, se encargó de decir, en tono soñoliento y lúbrico, a través de todos los televisores del país, que “usted también… tiene derecho a ser un feliz mortal”, mientras señalaba a los espectadores con la punta de su bello índice, luego, al acompañamiento tenue de la marcha fúnebre de Chopin, adaptada por Mantovani, guiñaba un ojo y su bello rostro se inmovilizaba un instante antes de desaparecer, sonriente siempre, de la pantalla, para que comenzara en comercial de Delay.
Fue justamente después de sufrir un repudio más a sus apasionadas solicitaciones, proferidas con voz trémula en el bar del St. Regis, entre gritos y risas en español de los mexicanos que allí se alojaban, que Mr. King II se percató de una posibilidad latente de expansión para su firma. En ese mismo momento comisionó a Joy para que hiciera un estudio mercadotécnico del potencial de “mortalidad feliz” latente entre la población, inquietamente creciente, de habla española en Nueva York.
En abono de su realismo y de su sense of humor, séame permitido el alegato de consignar aquí el hecho de que, cuando estábamos a solas, Joy solía reírse de los afanes inconfesables de Grateful Memories. Una vez que caminábamos por la Quinta Avenida, se detuvo ante el aparador de Van Cleef and Arpels y me dijo en tono nostálgico:
–Nosotros no podemos hablar de nuestros clientes más que en pasado. (Sus palabras exactas fueron “…past tense”.)
Después rió y profirió exclamaciones admirativas acerca de una diadema de brillantes y esmeraldas que había pertenecido a la emperatriz María Luisa.
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La primera vez que vi a Rosswell Stevens fue en el elevador del hotel. Afortunadamente vivía yo en el sexto piso y él en el noveno. Esto me dio la oportunidad de poder observarlo atentamente, de estar, aunque fuera unos instantes, a solas y cara a cara con él. Era un hombre pequeño y enjuto, de pelo blanco. Su rostro nervioso y marcado por una mirada nostálgica estaba rodeado de una barba rala y rizada y su mirada era vaga, como dirigida más hacia el mundo de sus pensamientos que al mundo exterior; sin embargo, cuando se fijaba en algún punto era penetrante, fría y a la vez extática. Su mano temblorosa y afilada se dirigió hacia el tablero del elevador y con la punta del índice, un dedo alargado y sensible, oprimió el botón número nueve. Durante el breve trayecto dudé si abordarlo, pero como en ese momento no tenía nada que decirle, decidí esperar hasta que se presentara una oportunidad más propicia y también más formal. Se había quedado inmóvil ante la puerta del elevador, así es que cuando este llegó al sexto piso y la puerta se abrió, no podía yo salir sin atropellarlo. Le pedía que me dejara pasar, pero durante algunos instantes no pareció percatarse. Excuse me, volví a decir y Stevens pareció, de pronto, volver de ese mundo interior en el que su mirada parecía estar ensimismada. En ese momento pareció percatarse, por primera vez desde que habíamos compartido ese ámbito estrecho, de mi presencia. Oh, excuse me, balbució apenas haciéndose a un lado y cayendo inmediatamente en el mismo ensimismamiento en el que estaba sumido antes de que mis palabras lo sacaran de él. Al pasar frente a él nuestros ojos se encontraron durante una fracción de segundo e involuntariamente esa mirada, en la que se anegaba un ideal hecho de grandes ríos (¿el Mississippi? ¿el Sena? ¿el Yang-tze Kiang?)[…] En la fijeza momentánea de esos ojos penetrantes y soñadores a la vez parecía vagar el recuerdo de una mirada que yo conocía bien y que hubiera querido conocer mejor. La fatiga de mi entusiasmo demasiado prolongado alentaba difusamente en esa mirada que parecía escudriñar atentamente lo que la rodeaba, aunque sólo engañosamente, pues en realidad era una mirada ya sólo capaz de mirarse a sí misma. Al pasar frente a ella no pude menos que pensar que era la mirada de un hombre próximo a morir, pero al meter la llave en la cerradura de la puerta de mi cuarto, súbitamente, como quien de pronto se percata del acontecimiento de un hecho prodigioso, se concretó en mi mente una idea más precisa y más clara acerca de su significado: era, en cierto modo, la mirada de Ishmael; es decir: la mirada de un hombre desencantado que sobrelleva su desilusión con un orgullo secreto, el orgullo secreto de quien ha vivido una epopeya interior y ha sido vencido, no por sus flaquezas sino por la buena suerte de sus enemigos. ~
(ciudad de México, 1932-2006), ensayista, narrador, poeta y traductor, es un clásico de las letras mexicanas del siglo XX.