El siglo XX a través de sus músicos

Una idea de felicidad

Maitane Beaumont Arizaleta

Temporal

Barcelona, 2023, 140 pp.

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No sé muy bien por dónde empezar a hablar sobre este libro que acabo de leer. Una idea de felicidad es un título muy bueno, muy adecuado, pues combina la vaguedad del comienzo con la rotundidad del sentimiento que invoca, y a veces la música es así, escurridiza e incontestable, y este libro, como indica su subtítulo, se dedica a algunos Momentos fulgurantes de la música en el siglo XX.

Presentemos lo primero a su autora, Maitane Beaumont Arizaleta, titulada superior en música por el Conservatorio de Navarra y profesora, violinista y cantante, como leemos en la solapa, y como comprendemos durante la lectura, extraordinaria escritora capaz de devolver a la vida algunos personajes y escenas que han determinado la historia no solo de la música, sino también de la peripecia humana, a lo largo del siglo pasado. Beaumont elige a una docena de personas que en algún momento de sus vidas fueron traspasadas por la música y además fueron capaces de devolver ese impulso al mundo, transformándolo en algo. En el índice aparecen por sus nombres de pila. Voy a seguirlo.

Lenny es Leonard Bernstein, que se nos presenta enfrente de la Filarmónica de Viena en 1983 a punto de dirigir una sinfonía de Haydn, pero con quien viajamos hasta cuarenta años antes, cuando con veinticinco aprovechó esa oportunidad que solo parece darse en las películas de sustituir a la actriz principal, que se pone enferma justo el día del estreno y permite que el mundo, por un golpe de azar, admire nuestras magníficas dotes, desconocidas hasta entonces.

Imogen Holst, hija de Gustav, precoz y dotada compositora ella misma, recibe en 1940 el encargo del cema (Comité para el Fomento de la Música y las Artes) de viajar por Gran Bretaña organizando conciertos para animar a la desmoralizada población. La multitud de coros y orquestas de aficionados que existen por todo el país recibe las enseñanzas y la ayuda de Imogen, que acabó dirigiendo el festival de Aldeburgh, fundado por Benjamin Britten.

El capítulo dedicado a Béla Bartok cuenta el encuentro azaroso del compositor con la joven niñera Lili Dosa cuando esta cantaba a los niños una tonada transilvana que le había enseñado su abuela, y cómo encontró así en la música popular una vía para el desarrollo de una voz propia.

El capítulo dedicado a Nadia Boulanger, aquella alucinante mujer a la que la música del siglo XX se lo debe prácticamente todo, comienza con el primer encuentro entre ella y Astor Piazzolla, que aspiraba a ser admitido como alumno suyo y que se dice “¡La vieja se las sabe todas!” en cuanto cruza unas pocas palabras con ella. Se explica que Boulanger, rigurosa y entusiasta, “cree que cada alumno debe perseverar en la búsqueda de su propio camino”.

Albert es Albert Einstein, cuyo compositor preferido era Mozart, la belleza y gracia de cuya música se compara aquí con la teoría de la relatividad. Pero además se cuentan escenas como la de la Nochebuena de su primer año como profesor en Princeton, en la que vemos al físico acompañar con su violín a los niños que salían a pedir el aguinaldo cantando villancicos de casa en casa.

Seguimos con Wanda Landowska, cuya vocación fue muy clara desde niña, cuando ya amaba la música de Bach, de Mozart y de Rameau, que estudió a fondo el repertorio barroco, tanto el conocido como el más olvidado, que fue una entusiasta defensora de la interpretación historicista y que tuvo que abandonar todas sus cosas para huir cuando los nazis entraron en París. Cómo recuperó el clave se cuenta al final del capítulo.

Winnaretta Singer, princesa de Polignac por su segundo matrimonio, moderna y cultísima, aparece aquí como mecenas y promotora de las artes, especialmente de las musicales. Se hace un repaso de los asistentes a sus salones y de las piezas que encargó y financió, y se recuerda su asistencia a las clases de análisis de Nadia Boulanger y sobre todo su gran generosidad, de las que se beneficiaron no solo artistas y compositores sino melómanos coetáneos o posteriores (¡nosotros!).

Entre la electrónica y lo soviético, el capítulo dedicado a Lev, Lev Serguéievich Termen, nos cuenta la historia a veces disparatada del inventor del theremín. Lenin lo probó en el Kremlin con una canción de Glinka: “estaba muy feliz de poder tocar ese instrumento él solo”. Termen emprendió una gira por Estados Unidos, donde se quedó a vivir varios años, y a su vuelta a la urss siguió inventando cosas bastante asombrosas.

Erik es Erik Satie, y aunque su excentricidad ha hecho de él un personaje muy conocido, aquí todavía podemos sorprendernos con la historia del desarrollo de su ballet Parade, puesto en escena por Cocteau, y con la mención a la pieza Vexations, lo que nos lleva a su interpretación por parte de John Cage en Nueva York en 1963.

Los últimos tres capítulos se dedican a la prodigiosa contralto estadounidense Marian Anderson, que como era negra se vio desde niña discriminada, a la bailarina rusa Anna Pávlova, muy flaquilla y tenacísima, y al pianista canadiense Glenn Gould, que tanto se alegró cuando dejó de tocar en directo. Por conocidas que sean las figuras que ha elegido, Beaumont siempre logra contarnos algo nuevo, vivo, dar un punto de vista sorprendente y fascinarnos y divertirnos con su relato de la historia de la música en el siglo pasado, lleno de detalles asombrosos, expuesto con gracia musical. Ya nos ha avisado, al comienzo del libro, de algo fundamental: “Los momentos fulgurantes pueden anidar en cualquier parte, a cualquier hora y bajo cualquier circunstancia.” En Spotify, la autora ha montado una lista de reproducción de ocho horas que ilustra todas estas curiosas aventuras. ~

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).


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