Joseph Joubert es un caso insólito en las letras francesas: nacido en 1754, en la pequeña aldea de Montignac, a los catorce años se desplazó a Tolouse para estudiar en el colegio de los Padres Doctrinarios, en donde con el tiempo sería nombrado instructor. En 1778, impelido por su vocación literaria, se trasladó a París. Allí conoció a d’Alembert y Diderot –con quien llegó a intimar– y también a Louis de Fontanes. Espíritu librepensador, ateo y anticlerical, recibió con alborozo el estallido de la Revolución y más tarde ocupó, durante un breve intervalo de tiempo, el cargo de juez de paz de Montignac. Recién comenzado el siglo XIX, Joubert trabó amistad con Chateaubriand –que acababa de regresar de su exilio londinense– merced a Fontanes y fue partícipe de la pequeña comunidad de escritores y artistas conocida posteriormente como “Grupo de Chateaubriand”. A partir de 1806, tras la creación de la Universidad Imperial, desempeñó el cargo de Inspector General de Universidades y también el de Consejero, puesto del que sería depuesto tras la abdicación de Napoleón. Murió en París en 1824, después de haberse convertido resignadamente en un hombre creyente, monárquico y conservador.
Lo más asombroso de Joubert, con todo, no es su biografía sino su fama póstuma dentro del Olimpo de la literatura francesa, hecho insólito si se considera que no publicó nada en vida. En efecto, Luis Eduardo Rivera –responsable tanto de la presente edición como de esa otra joya de la editorial Periférica titulada Pensamientos y rivarolianas de Antoine de Rivarol– nos informa en el prólogo que encabeza el libro de que, en el momento de su muerte, “Joubert no había publicado un solo libro, ni dejó nada para publicar”. Todo lo que legó a la posteridad se redujo a sus papeles personales, más de nueve mil páginas, “rescatados del olvido gracias a la devoción de su esposa y de sus amigos”. Y así fue: catorce años después de su muerte, Chateaubriand publicó a instancias de la viuda de Joubert una selección de esas notas manuscritas bajo el título de Recueil des Pensées de M. Joubert, lo que le garantizó –no obstante tratarse de una edición no venal dirigida a los círculos íntimos del autor– un lugar de honor en las letras francesas. Algo que, por otro lado, no debería extrañarnos si convenimos con Rivera en que los aforismos de Joubert constituyen una de las “reflexiones más sutiles y coherentes que haya producido hasta hoy el pensamiento francés”, además de una suerte de tratado literario cuya fecunda originalidad convierte a su autor en un “precursor del pensamiento estético contemporáneo”.
Dada su escasísima obra, parece natural que Joubert no haya gozado de apenas difusión en nuestro país. Hasta la fecha sólo podía encontrarse una edición de Carlos Pujol de 1995 –reimpresa en el 2002– además de una traducción al catalán de 1918 (debida principalmente a Eugeni d’Ors), a las que se vendría a sumar ahora este pequeño volumen, publicado por Periférica bajo el título de Sobre arte y literatura y que no es, a su vez, sino una selección del Recueil des Pensées que Chateaubriand publicó en 1838. En esta nueva edición el criterio, tal y como subraya el propio título, ha sido simple: se han escogido aquellos pensamientos que discurrían sobre arte y literatura; pequeños párrafos superpuestos sin una solución de continuidad aparente pero que presentan, no obstante, una indiscutible unidad de conjunto.
El libro está compuesto, así, por pequeñas píldoras que versan principalmente sobre el arte de escribir y que han sido escritas con una exactitud de pensamiento, una elegancia de estilo y un encanto dignos de las mejores páginas de Schopenhauer y también de Thomas de Quincey, de los Pensamientos de Leopardi e incluso de algunos de los más memorables párrafos de William Hazzlitt, Voltaire o Diderot. Uno se pregunta cómo un hombre así pudo resignarse al silencio editorial. Pero, en fin, se conoce que a las molestias necesarias para publicar un libro, Joubert prefirió los placeres del paseo, la lectura y la amistad. Sobre arte y literatura podría calificarse como la obra de un espíritu contemplativo que no llega a terminar nunca un libro pero que reflexiona incansablemente sobre el oficio de escribir. Y lo hace con tal rigor y lucidez, que al final uno tiene la sensación de haber comprendido esa reticencia suya a publicar sus palabras: debió de sufrir tantos escrúpulos que prefirió guardar silencio a incumplir los preceptos que trataba de atribuir al arte de la escritura.
A todas esas cualidades cabría, finalmente, sumar otra que no debe ser menoscabada; a saber, el indudable valor de la obra de Joubert como antídoto contra toda esa pléyade de pensadores galos de penúltima generación (Deleuze, Lipovetsky, Kristeva) que tantas horas nos han hecho perder tontamente con su afectada cháchara culturalista. Porque entre las muchas virtudes de Joubert, no es la menos importante la pasmosa claridad con que expresa pensamientos profundos, principio que rige toda su escritura y que queda asimismo reflejado en muchos de sus más significados aforismos: “Ciertos escritores se crean noches artificiales para dar un aspecto de profundidad a su superficie y más relumbre a sus luces mortecinas.”; “Los buenos libros filosóficos son los que exponen con claridad lo que es oscuro en el mundo, y para todo el mundo.”; y de remate “No hay peor cosa en el mundo que una obra mediocre que aparenta ser excelente.”
Bueno, pues he aquí justamente lo contrario: una obra de apariencia modesta pero riqueza incalculable, un hermosísimo conjunto de pensamientos que son además un prodigio de hondura, síntesis y elegancia. No se permitan perdérselos. ~
Barcelona, 1970) es profesor de la Universidad Politécnica de Cataluña. Ha colaborado con la revista Lateral y con Cultura/s, suplemento de La Vanguardia.