Dios no es tema de la ciencia

Los argumentos “científicos” sobre la existencia de Dios son argumentos filosóficos sin valor de prueba. Que algunos los encuentren persuasivos dice más de sus fuerzas retóricas que de su solidez lógica.
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No deja de sorprender que un tema tan trillado como el de la ciencia y Dios vuelva cada cierto tiempo a la palestra, como si hubiera novedades que contar. Esta vez ha sido por la aparición de un libro que ha tenido un gran éxito en Francia y que también está creando revuelo en su traducción al español. Me refiero a Dios, la ciencia, las pruebas. El albor de una revolución (Funambulista), de Michel-Yves Bolloré y Olivier Bonnassies. El tema es rescatado en él no para sostener la incompatibilidad de la ciencia y la religión, como sido la tónica casi general desde los clásicos de John William Draper y de Andrew D. White a finales del XIX, sino todo lo contrario, para defender que la ciencia actual puede proporcionar pruebas convincentes de la existencia de Dios. No voy a hacer una reseña crítica del libro en lo que sigue, entre otras razones porque no lo he leído en su totalidad. Lo tomo solo como excusa para intentar clarificar algunos puntos sobre este asunto, aun cuando ingenuamente pensaba que ya no daba mucho más de sí.

Desde una perspectiva epistemológica y metodológica, la ciencia no sirve para demostrar que Dios existe, ni para demostrar que Dios no existe. Dejemos de lado la cuestión de si tiene sentido emplear el término “demostración” en ciencias empíricas. No es desde luego un término que se emplee en filosofía de la ciencia como sinónimo de confirmación, o de argumentación a favor, o de mero apoyo o indicio, como parece usarse muchas veces en este contexto. La cuestión principal es otra. Sencillamente, desde sus orígenes mismos, la ciencia moderna se intenta construir como un conocimiento empírico que deja fuera todo lo que vaya más allá de la experiencia controlable. Es verdad que Newton todavía recurre a Dios para explicar algún fenómeno natural, como que todos los planetas del Sistema Solar se muevan en el mismo sentido, y que antes de Darwin en biología también se hacía. Pero desde entonces, tanto la física como la biología tomaron un rumbo epistemológico y metodológico distinto, que es el que hoy sigue presentando la ciencia.

Ese rumbo, que se convierte ya en el siglo XIX en una característica definitoria de la ciencia, viene marcado por el naturalismo metodológico, según el cual, en la ciencia hemos de proceder como si solo hubiese entidades y causas naturales. Solo las causas naturales y las regularidades que las gobiernan tienen auténtica capacidad explicativa. Aclaremos que un científico no tiene por qué ser obligatoriamente un naturalista ontológico, que es una posición filosófica discutible, como todas, pero sí tiene que ser necesariamente un naturalista metodológico, porque si deja de serlo, deja de hacer ciencia. Así pues, por su propia naturaleza, la ciencia no puede decir nada acerca de Dios, porque entonces estaría asumiendo la existencia de lo sobrenatural, lo que queda excluido por su modo característico de explicar la realidad. Dedico un capítulo a todo esto en mi libro La ciencia en cuestión (Herder, 2024) y remito al lector interesado a las justificaciones filosóficas e históricas que allí detallo. Nadie encontrará jamás como consecuencia de los principios y leyes de una teoría científica el enunciado “Dios existe” o el enunciado “Dios no existe”. Y cualquier salto desde una hipótesis o una teoría científica a alguna cuestión relacionada con lo sobrenatural, se hace ya solo con base en la creencia personal del científico, no en lo que la ciencia autoriza.

La falsabilidad, por cierto, no tiene nada que ver con esto. La clave –insisto– es el naturalismo metodológico, no la falsabilidad. La falsabilidad es la posibilidad de refutar una hipótesis o teoría a partir de la experiencia. Fuera de la ciencia hay cosas falsables (como la idea pseudocientífica de que el agua tiene memoria o que los seres humanos convivieron con los dinosaurios) y dentro de la ciencia pueden aceptarse cosas infalsables (el segundo principio de la termodinámica lo es en la práctica, la teoría de cuerdas lo es por el momento, los multiversos también lo son). Por eso, la falsabilidad propuesta por Popper no es aceptada en la filosofía de la ciencia actual como una característica definitoria de la ciencia, aunque pueda ser ciertamente un rasgo muy deseable y buscado en las hipótesis científicas.

Lo que suele ocurrir cuando se dice que la ciencia apoya o demuestra la existencia de Dios (o todo lo contrario, que demuestra su no existencia) es que se utilizan argumentos filosóficos, cuando no claramente teológicos, que introducen en las premisas algún dato o hipótesis tomado de la ciencia, y todo ello para obtener conclusiones filosóficas o teológicas. Pero el hecho de que utilicen contenido científico en las premisas no los convierte en argumentos pertenecientes a la ciencia. Es claro que no es la ciencia la que establece las conclusiones, sino las interpretaciones filosóficas que algunos hacen de ella y que casi siempre han recibido cumplidas respuestas en el seno de la filosofía.

Al biólogo ateo John B. S. Haldane le preguntaron una vez qué podía decir la biología acerca de Dios, y este contestó que, dado que hay unas 9.000 especies reconocidas de aves y más de 300.000 especies de escarabajos, lo que la biología puede decir es que, si Dios existe, tiene una afición desmedida por los escarabajos. Interpreto la boutade de Haldane como una manifestación clara de que la pregunta misma carece de sentido en la ciencia.

Eso no significa que no haya determinadas creencias religiosas que sean incompatibles con la ciencia. Claro que las hay, y muchas. Por ejemplo, si uno acepta la teoría de la evolución, no puede aceptar que las especies biológicas, incluyendo la humana, fueron creadas por Dios tal y como son ahora, o no puede aceptar que la distribución del registro fósil en los diferentes estratos se debe al lugar en el que estaban los organismos durante el diluvio universal. No estoy defendiendo, por tanto, la tesis de Stephen Jay Gould del no solapamiento de los magisterios, porque creo que sí hay solapamientos entre las conclusiones de la ciencia y muchas creencias religiosas que tienen implicaciones sobre el mundo natural, como la del ejemplo evolutivo que acabo de poner.

El Gran Diseñador no es necesario para explicar la evolución de los seres humanos

Uno de los argumentos más esgrimidos para sustentar en la ciencia la existencia de Dios es que el ser humano presenta rasgos (la consciencia, las capacidades cognitivas fiables, los ojos, el lenguaje, la cultura, etc.) que no pueden proceder de la evolución por selección natural y que, por tanto, tienen que ser obra de un Gran Diseñador. El asunto de la singularidad humana frente al resto de los animales es complejo, no lo vamos a negar, y la discusión está presente ya en Darwin y en sus contemporáneos. Y, por supuesto, es un tema en el que las creencias religiosas han jugado un papel fundamental, aunque las aguas parecen ahora mejor encauzadas que hace 150 años.

El punto en el que, en efecto, puede radicar la discrepancia mayor entre muchos creyentes (de diversas religiones) y lo que mantiene una visión naturalista evolutiva es la mente humana. Como afirmó el papa Juan Pablo II en su “Mensaje a los miembros de la Academia Pontificia de Ciencias” el 22 de octubre de 1996, aunque el creyente puede aceptar que el cuerpo humano es producto de la evolución biológica, ha de asumir la existencia de un “alma” que no es producto de la evolución, ni surge de la materia, sino que es creación de Dios. Y entonces, importará lo que entendamos por “alma”. Si se trata de un principio espiritual, indestructible por la muerte, y en el que reside lo que de especial y valioso hay en el ser humano, incluyendo la autoconsciencia y la razón, entonces el creyente asume una idea que, por respetable que sea, no pertenece a la ciencia, puesto que presupone la existencia de lo sobrenatural y de Dios, y, en consecuencia, no puede utilizar esa misma idea como base para intentar demostrar desde la ciencia que Dios existe. No tiene sentido decir que lo singular del ser humano reside en un alma espiritual e inmaterial y concluir de ahí que la singularidad del ser humano prueba la existencia de Dios, puesto que lo que está en cuestión es si se da tal singularidad y, en caso de darse alguna, si esta es explicable sin recurrir a lo sobrenatural. De hecho, si por “alma” entendemos lo que la ciencia llama mente, o, de forma menos comprometida ontológicamente, procesos mentales, entonces no hay más remedio que discrepar de la posición que mantiene que no puede ser el resultado de la evolución por selección natural. Los estudios actuales sobre cognición animal, etología cognitiva, primatología y paleonantropología muestran de una forma muy convincente que la mente humana, igual que la mente de los animales, es producto de una historia evolutiva en buena parte compartida. Está bien documentado al respecto en la literatura científica la existencia en los grandes simios de un grado bastante alto de autoconsciencia, de metacognición (es decir, de acceso a sus propios estados cognitivos) y de capacidad para realizar inferencias causales y de otros tipos. Se discute incluso, con evidencias cada vez más favorables, si poseen una Teoría de la Mente, es decir, si saben interpretar a los otros como agentes intencionales, agentes cuya conducta obedece a estados mentales.

Ha de admitirse, sin embargo, que no todos los que aceptan una visión naturalista de la mente están dispuestos a asumir que es el producto de la selección natural. Hay quien piensa que es un subproducto de la evolución (una exaptación), o quien piensa que es más bien una lenta construcción social. Hay hasta quien piensa que no tiene sentido hablar de mente desde un punto de vista científico. En mi opinión, estas explicaciones no adaptacionistas son mucho menos parsimoniosas y plausibles que la explicación adaptacionista, pero, en todo caso, el tema de la evolución de las capacidades cognitivas humanas está en auge.

La percepción del abismo ontológico entre seres humanos y animales (que cuando se refiere a las capacidades cognitivas quizás sería mejor llamarlo “abismo epistemológico”) puede ser debida a que han desaparecido todas las especies de homínidos descendientes del ancestro común que tenemos con los chimpancés, y que existió hace algo más de 6 millones de años.

Este aparente abismo en lo que a las capacidades cognitivas se refiere ha llevado a algunos, como al filósofo creyente norteamericano Alvin Plantinga, a sostener que solo la acción de Dios puede explicar la fiabilidad de las mismas. Una fiabilidad tal que nos permite conocer el mundo con la precisión con la que la ciencia lo hace. Según Plantinga, la probabilidad de que la presión selectiva conduzca por sí sola a la posesión de capacidades cognitivas tan fiables es –según su tesis– baja o inescrutable y, por tanto, tenemos buenas razones para aceptar la intervención sobrenatural en la aparición de las mismas. Este razonamiento se basa en la idea de que, incluso si asumimos el adaptacionismo evolucionista, la selección natural no puede explicar la fiabilidad de dichas capacidades, puesto que para la supervivencia y reproducción bastan capacidades cognitivas efectivas en la consecución de esos fines, aunque no sean fiables en su representación del mundo. Nuestras capacidades cognitivas tienen un grado de fiabilidad que va mucho más allá de lo que necesitamos para la lucha por la supervivencia y el éxito reproductivo. La debilidad del argumento es que no es en absoluto evidente que la fiabilidad de las capacidades cognitivas humanas no pueda ser explicada de una forma naturalista. De hecho, la epistemología evolucionista, una corriente de pensamiento fundada por Quine, sostiene justo lo contrario. Sin esas capacidades cognitivas fiables los primates y, entre ellos, los seres humanos no habrían podido, por ejemplo, adaptarse al ambiente social complejo en el que viven. En un ambiente social complejo el éxito reproductivo depende en gran medida de lo correctas que sean, por ejemplo, las creencias sobre las relaciones dentro del grupo.

El creyente, si así lo quiere, puede hacer compatible su aceptación de la evolución del ser humano, incluida la evolución de la mente humana, con su creencia en Dios. Hay creyentes evolucionistas que consideran que el proceso general de la evolución por selección natural está últimamente regido de algún modo por la voluntad de Dios. Un ejemplo notable fue el biólogo evolucionista Theodosius Dobzhanky, que era un creyente fervoroso. Lo que no puede hacer (y me parece que muchos creyentes estarían de acuerdo con esto) es basar una supuesta demostración de la existencia de Dios en que hay algo en el ser humano que escapa a una explicación científica evolucionista, porque, aunque por ahora lo hubiera, en nada probaría esa carencia la existencia de Dios. Digamos de pasada que la evolución biológica es un hecho bien establecido por la ciencia, y que la supuesta crisis de la teoría de la evolución a la que algunos aluden cuando se discuten estos temas consiste únicamente en ver si la versión actual de la teoría de Darwin, la Teoría Sintética, necesita de una ampliación bajo los mismos supuestos fundamentales o debe introducir algunos supuestos nuevos que complementen la acción de la selección natural en la explicación de la aparición de ciertos rasgos novedosos.

El Gran Diseñador no es necesario para explicar la evolución de rasgos complejos

Un planteamiento similar al que acabamos de exponer es el que encontramos en el llamado “Diseño Inteligente”. Dentro del ámbito protestante, en especial de las iglesias evangélicas de los Estados Unidos, lleva tiempo arraigando esta corriente. Según la doctrina del Diseño Inteligente, la biología nos muestra la existencia de fenómenos que presentan una “complejidad irreductible”, es decir, que contienen mecanismos que solo pueden ser funcionales si están completos, y no sirven de nada si falta alguno de sus elementos. Esos fenómenos no podrían ser el resultado de un proceso de evolución por selección natural, puesto que la evolución darwiniana requiere que cualquier sistema complejo se haya ido formando gradualmente a partir de elementos más simples. Tales fenómenos de complejidad irreductible, como el que presentaría, según los defensores de esta tesis, el flagelo bacteriano o la cascada química de coagulación de la sangre, serían, por tanto, pruebas de un “diseño inteligente” en la naturaleza que debe ser obra de un Diseñador.

No puede decirse que el argumento sea nuevo. Un antecedente claro lo encontramos en 1802, en la obra Teología natural, de William Paley. Si encuentro un reloj en la playa –decía Paley, al que Darwin admiraba mucho–, aunque no sepa lo que es, solo con ver su estructura compleja, puedo inferir que no está ahí de forma espontánea, como lo está cualquier guijarro, sino que es obra de un diseñador que lo ha realizado para un fin determinado. Según Paley, los seres vivos presentan signos de diseño comparables o más sofisticados que los de un reloj y eso debe llevarnos a concluir que son criaturas diseñadas por Dios. La analogía falla, puesto que, desde la perspectiva evolucionista, la selección natural, junto con algunos otros mecanismos evolutivos, es la que genera esa apariencia de diseño, sin necesidad de un diseñador.

Desde que surgiera esta propuesta, han sido muchos los biólogos y filósofos de la biología que la han rebatido con buenos argumentos. El concepto de “complejidad irreductible” es confuso y carece de rigor científico. Es evidente que la mera complejidad no exige una intención (muchos sistemas complejos, en física, por ejemplo, tienen explicaciones no intencionales). Lo que parece exigir la existencia de un Diseñador, según los defensores del Diseño Inteligente, es la “irreductibilidad” de dicha complejidad; pero esa “irreductibilidad” lo único que significa es que ellos creen que nunca se podrá mostrar que el sistema en cuestión es el resultado de un proceso gradualista de selección natural. Ahora bien, el evolucionista no acepta dicha “irreductibilidad” como un dato bruto.

De hecho, ha habido estudios que han ofrecido una explicación evolutiva de los dos ejemplos favoritos del Diseño Inteligente que hemos mencionado. El flagelo bacteriano comparte una buena parte de la estructura de su rotor con los poros activos de la membrana celular de las bacterias conocidos como Sistema Secretorio Tipo III. A través de este tipo de poros las bacterias inyectan proteínas en las células del organismo infectado. De las 22 proteínas que componen el flagelo de Salmonella, por ejemplo, veinte son homólogas de proteínas que forman parte de otros sistemas. Hay indicios sólidos obtenidos mediante análisis filogenéticos de los genes de cuarenta y un especies de bacterias flageladas que apuntan la posibilidad de que el flagelo bacteriano surgiera por duplicación y modificación sucesiva de unos pocos genes, quizá de uno solo. En cuanto a la cascada química de coagulación de la sangre, se ha comprobado que puede seguir funcionando en ciertos animales aun cuando falten algunas de sus partes.

El defensor del Diseño Inteligente quizás no acepte esa explicación, o busque nuevos ejemplos, pero lo importante es que su afirmación de que no hay explicación evolucionista posible de los ejemplos que pone de sistemas de “complejidad irreductible” no se sostiene y que, si por definición considera que la complejidad irreductible jamás podrá tener una explicación naturalista, sea la que sea, asume una posición que se autoexcluye de la ciencia, a la que, por cierto, no ha hecho ninguna contribución.

Hipótesis científicas acerca del origen de la vida

Otro de los argumentos que suelen aducirse para basar en la ciencia la existencia de Dios es el de la extremada improbabilidad del origen de la vida por causas puramente naturales. No solo no hemos sido capaces de crear vida en el laboratorio, y quizás nunca lo seamos, sino que la forma de vida más simple, una bacteria, es de una complejidad enorme que –según el argumento– no puede surgir por mera combinación aleatoria de componentes materiales (abióticos) más simples. La información contenida en el código genético, que rige la estructura de cualquier ser vivo, sería una manifestación muy clara de esa complejidad irreductible al mero azar.

En el argumento se suele suponer que el surgimiento de la vida por causas naturales implica que ha tenido que ser por azar. No se considera en tal caso la posibilidad de una evolución prebiótica en la que actuaran factores selectivos adicionales, principios autoorganizativos y constricciones físicas que facilitaran la formación de polímeros necesarios para la vida, lo que, sin embargo, es una hipótesis bastante verosímil. No tenemos, además, seguridad de que la vida sea un acontecimiento tan improbable como establece el argumento. De hecho, es posible –y esto es hoy doctrina común– que la vida hubiera surgido de forma independiente varias veces en nuestro planeta, aunque todos los seres vivos actuales son descendientes de un solo ancestro común, al que se designa como luca (por Last Universal Common Ancestor).

Algunos críticos han señalado que la noción de improbabilidad carece de sentido en este contexto (¿de qué tipo de probabilidad se habla?). ¿Podríamos preguntarnos igualmente por la probabilidad de que uno mismo haya nacido, en lugar de que no naciera o naciera otra persona? Si es así, esta probabilidad sería infinitesimal como quien dice, pues debería incluir a su vez la (im)probabilidad de que hubiera nacido cada uno de nuestros ancestros en lugar de individuos con otras combinaciones genéticas procedentes de otros óvulos y otros espermatozoides, así como la (im)probabilidad de que se hubieran conocido y apareado cada uno de esos ancestros masculinos y femeninos. Sin embargo, tenemos una explicación natural para el hecho de haber nacido que nos satisface, y no consideramos necesario apelar a la intervención divina para ello.

El estudio del origen de la vida es un tema científico cada vez más atendido, pero lo es desde hace no mucho. Es de rigor mencionar el experimento de Stanley Miller a comienzos de los cincuenta, en el que obtuvo aminoácidos y otras moléculas orgánicas a partir de una mezcla química y unas condiciones que supuestamente simulaban las condiciones de la Tierra primitiva. Algo todavía muy alejado de la vida. En los últimos años se han formulado diversas hipótesis para explicar lo que pudo suceder en el comienzo de la vida, aunque son hipótesis que solo pueden contar con evidencias muy indirectas, pero no se olvide que hay disciplinas científicas muy sólidas, como la cosmología o la paleontología, en las que las evidencias indirectas juegan un papel fundamental.

La hipótesis que más aceptación tiene por el momento es la del mundo del arn, a veces conocida como “los genes primero”. Sugiere que la vida surgió como un polímero portador de información (posiblemente arn) capaz de replicarse a sí mismo y de desempeñar en el proceso una función catalítica, aunque sin capacidad de metabolizar. La hipótesis rival habla más bien de vesículas aisladas del entorno por una membrana lipídica que encerraron reacciones químicas automantenidas. Se la conoce como “el metabolismo primero”. No sabemos si alguna de las dos es correcta o si hay otra explicación mejor que aún ignoramos. Quizás ambas tengan su parte de verdad, como sugirió el físico Freeman Dyson, porque la vida, según decía John von Neumann, no es una cosa, sino dos: replicación y metabolismo.

Por lo poco que sabemos, puede haber miles de planetas solo en nuestra galaxia, muchos millones según los más optimistas, que cumplan las condiciones necesarias para que se dé la vida, lo cual no significa, por supuesto, que la vida haya tenido que surgir en ellos. De ahí la importancia de seguir buscando vida o restos de vida pasada (biofirmas) en esos otros planetas, a lo que se dedica la exobiología. Entre las dificultades que encierra todo esto está el que, por no saber, tampoco sabemos qué condiciones serían realmente imprescindibles para el surgimiento de la vida, si es que esta puede tomar formas muy diferentes a las que conocemos. Ni siquiera tenemos una definición consensuada de qué es la vida. Puede que el término “vida” no designe una categoría homogénea, no sea un “género natural”. ¿Es un virus informático capaz de modificarse a sí mismo un ser vivo? ¿Lo es un virus natural o un prión? ¿Lo serían los robots de Asimov o un cíborg como Robocop? ¿Lo es Gaia, toda la biosfera en su conjunto?

El argumento del ajuste fino

Sin lugar a dudas, el argumento que ha cobrado más fama en los últimos años es del ajuste fino, y hay que reconocer que tiene fuerza. Se ha convertido en la principal pieza de convicción de los que quieren resucitar la teología natural. Según dicho argumento, el universo parece tener un orden especialmente diseñado para poder albergar vida en él. Variaciones muy pequeñas en el valor de las constantes físicas, en las condiciones iniciales del universo o en las leyes de la naturaleza habrían dado lugar a un universo en el que habría sido imposible la vida, cuando no a un mero caos. Tomemos el caso de la constante de estructura fina, que se obtiene de dividir la carga eléctrica elemental elevada al cuadrado por el producto de la velocidad de la luz multiplicado por la constante de Planck, y cuyo valor es aproximadamente 1/137. Una variación de menos de un 1% de ese valor haría que en las estrellas no se produjese suficiente carbono como para que la vida hubiera podido surgir en algún planeta (al menos una vida basada en el carbono). Igualmente, si la fuerza fuerte, que mantiene unidos a los protones y neutrones dentro del núcleo atómico, hubiera tenido un valor ligeramente menor del que tiene, no se habrían formado las cantidades necesarias de carbono y oxígeno que encontramos en el universo y que posibilitan la vida en nuestro planeta. A su vez, la fuerza fuerte ha de estar finamente ajustada con la fuerza electromagnética para que la proporción de carbono y oxígeno producido en las estrellas sea la adecuada para la vida. Si la gravedad hubiera sido más intensa esto habría inhibido también la aparición de la vida. Y en la literatura sobre el tema pueden encontrarse más ejemplos.

Si el argumento del ajuste fino se lleva de la improbabilidad de un universo ordenado que pueda albergar vida a la improbabilidad de un universo capaz de dar lugar a un ser inteligente y consciente como el ser humano, se convierte entonces en lo que se conoce como argumento antrópico fuerte, pero en lo esencial se trata de lo mismo.

El filósofo Richard Swinburne ha proporcionado una variante con lo que podría decirse que es un ajuste fino especial. Swinburne se pregunta por las condiciones que tienen que darse para que un universo sea capaz de albergar seres humanos con libre albedrío, responsabilidad y comportamiento moral. Sostiene que solo la hipótesis teísta puede dar cuenta de algo así. Es dudoso, sin embargo, que esta variante añada algo sustancial. Si aceptáramos que hay una explicación naturalista para un universo con vida, no es un problema teórico insalvable proporcionar una explicación evolutiva del comportamiento moral, como mostró el propio Darwin en su libro El origen del hombre y la selección en relación al sexo. Primatólogos como Tomasello o Frans de Waal lo vienen haciendo desde hace tiempo. En palabras de este último, “toda la moralidad humana es un continuo con la socialidad de los primates”.

Pero volvamos a la versión original del argumento del ajuste fino. ¿Demuestra que Dios hizo el universo de forma que las constantes físicas y las leyes fundamentales tuvieran exactamente ese valor y no otro? Así lo creen, obviamente, sus defensores, que no ven una alternativa mejor. Sin embargo, el argumento no tiene la fuerza probatoria que ellos pretenden. Hay explicaciones naturalistas alternativas del ajuste fino, como la hipótesis de los multiversos, que sostiene que nuestro universo no es más que uno entre una multitud de universos que también existen, aunque no interactúan. En esos otros universos las constantes físicas tienen valores distintos y, por tanto, la gran mayoría o son caóticos o no son lo suficientemente ordenados para albergar vida. Los críticos teístas señalan que la hipótesis de los multiversos es una explicación ad hoc del ajuste fino que carece de cualquier apoyo empírico independiente. Al parecer, no son capaces de ver el mismo problema, y bastante agravado, en su propia explicación. Aunque la hipótesis de los multiversos ha surgido en un debate filosófico, como este que describimos, y por ahora tiene un carácter ad hoc, hay que decir que, en principio, nada impide que forme parte de la ciencia, incluso aunque se considere que no es falsable y probablemente nunca lo sea, porque, como ya dijimos, el criterio de falsabilidad hace tiempo que fue abandonado como criterio de cientificidad.

Por otro lado, hasta donde sabemos, no podemos descartar la idea de que haya alguna o varias causas naturales para que las constantes físicas tengan el valor que tienen, o que, simplemente, estemos enfocando mal el problema. Algunos físicos, como Fred C. Adams, de la Universidad de Michigan, han defendido en diversos estudios que el rango de valores para estas constantes que habrían permitido la existencia de estrellas y de la vida es mayor de lo que se piensa, e incluso podrían haber existido combinaciones de valores más propicias aún que las de nuestro universo.

Una recapitulación

Obsérvese que estos argumentos que hemos presentado, y que son los más socorridos, en realidad no utilizan un conocimiento científico para demostrar que Dios tiene que existir, sino que el esquema argumental parte más bien de la tesis de que hay algo que la ciencia no puede explicar, supone que jamás podrá hacerlo, y de ahí infiere que solo cabe explicarlo apelando a Dios. Son versiones distintas de lo que tradicionalmente se ha llamado “el Dios tapa agujeros” o “el Dios de los vacíos”. Un problema no menor de esta estrategia es que si la ciencia consigue tapar el agujero, como ha ocurrido con el ejemplo del flagelo bacteriano o la cascada química de la coagulación de la sangre, el que se ha basado en ella para probar la existencia de Dios queda en evidencia.

Por eso, para algunos teólogos esta mezcla de la ciencia y lo divino es una estrategia equivocada. Lo expresa claramente el teólogo de la Universidad de Georgetown John F. Haught en su libro crítico con el naturalismo Is nature enough? (Cambridge University Press, 2007, p. 72): “Aunque teológicamente pueda resultar tentador seguir esta línea de investigación, preferiría hacer caso a la advertencia de Paul Tillich de que hay que evitar que las explicaciones teológicas parezcan hacer de la acción divina parte de una serie causal científicamente comprensible.”

Desde un punto de vista lógico, se trata de inferencias abductivas, una forma de inferencia no demostrativa. Las premisas podrían, por tanto, ser verdaderas y la conclusión falsa, al igual que sucede en la inducción, y a diferencia de la deducción, que sí es demostrativa. En las inferencias abductivas, se parte de un fenómeno que necesita una explicación y se concluye aquella hipótesis que mejor explica dicho fenómeno, entendiendo por tal aquella de las explicaciones disponibles que sea más simple, más coherente con otras hipótesis aceptadas, más exacta, más capaz de encajar todos los detalles, más abarcadora, etc. El esquema argumental sería el siguiente: D es una colección de datos; la hipótesis H explica D; ninguna otra hipótesis puede explicar D tan bien como H; por lo tanto, H es probablemente verdadera. Es un tipo de argumento bastante común en la vida cotidiana, y es, por ejemplo, el que utiliza Sherlock Holmes en las novelas de Conan Doyle.

Para que una inferencia abductiva funcione bien hay que tener bastante seguridad de que, en efecto, ninguna otra hipótesis puede explicar tan bien los datos como lo hace la hipótesis que se quiere concluir. Pero esto es precisamente lo que está en cuestión en este caso. De hecho, se puede decir que en estos argumentos la hipótesis teísta no explica nada en realidad, puesto que no aporta ninguna información nueva acerca de ningún fenómeno natural decir que es así justamente porque Dios lo ha querido. No se añade nada con lo que consigamos una mejor comprensión del fenómeno, no aprendemos nada nuevo acerca de él.

Aclaro para terminar que si he hecho referencia a todos estos supuestos argumentos “científicos” en favor de la existencia de Dios no es para rebatirlos aquí, lo que sería pretencioso en tan poco espacio, sino únicamente para ilustrar lo que he tratado de decir, a saber, que son argumentos filosóficos que no tienen en absoluto el carácter de prueba en ningún sentido en que esta palabra puede usarse en la ciencia, y que su aparente fuerza consiste en saltar injustificadamente de hechos que parecen inexplicables por la ciencia a afirmar que solo pueden ser explicados por la existencia de Dios, obviando que esa explicación científica existe en muchos casos. No niego que para algunos creyentes estos argumentos puedan resultar persuasivos; seguro que lo son, y ahí no tengo nada que decir, pero esto no los convierte en buenos argumentos, solo muestra que tienen fuerza retórica. Lo que sí cabe negar es que permitan afirmar que la ciencia actual proporciona pruebas de la existencia de Dios, como algunos pretenden. ~

Antonio Diéguez
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Antonio Diéguez es catedrático de lógica y filosofía de la ciencia en la Universidad de Málaga. En 2021 publicó Cuerpos inadecuados: El desafío transhumanista a la filosofía (Herder).


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