Ahora –con la distorsionante perspectiva de los años y la creciente precisión de la leyenda– pueden teorizarse ciertos hechos y asegurarse unos cuantos rumores: por entonces –mediados de esa compleja década de los setenta que, para el mundo de la música popular, ya no era tan acuariana y podía diagnosticarse como más bien cancerosa– el hombre no estaba en problemas pero sí se sentía muy problemático. Su aguileño perfil de icono contracultural se había desafilado; sus últimos álbumes (Nashville skyline, Self-portrait y el infravalorado New morning) sonaban a sus adoradores como postales de un burgués incómodamente acomodado; su reciente hit (“Knockin’ on heaven’s door”) era música de película; su para muchos retorno a la protesta (“George Jackson”) se recibía como algo calculado y topical-by design… Y acaso lo más irritante de todo: su matrimonio estaba en problemas y su relación con la cbs Columbia (su discográfica desde el principio) ya tenía el autómata-rutinario ritmo de una pareja demasiado asentada. ¿Qué hizo Bob Dylan entonces? Sencillo: irse de casa y volver a la carretera (con todo lo que eso implicaba), buscarse nueva amante discográfica (la flamante y de moda Asylum Records de David Geffen) y reencontrarse con viejos colegas de juergas (The Band) en tour orquestado por el super-impresario Billy Graham. Y, sí, The Band –Rick Danko, Levon Helm, Garth Hudson, Richard Manuel y Robbie Robertson– también estaba en una situación complicada. Habían arrancado como The Hawks junto a Ronnie Hawkins; se habían convertido en la banda de Dylan durante esa gira en la que el cantautor se electrificó para electrocutar a buena parte de sus de pronto indignados adoradores; le había acompañado en su retiro/exilio interior en Woodstock que dio lugar a The basement tapes; y luego se había convertido en un milagro de multinstrumentistas que inventaron la pionera-fronteriza idea del género americana con Music from Big Pink (1968) y The band (1969) y Stage fright (1970), y demostraron su poderío en directo en Rock of ages (1972). Pero el vital y mosqueteril quinteto comenzaba a crujir por consumo de sustancias y egos consumidores. Así que por qué no juntarse no a lamerse las heridas a solas sino a todos juntos enorgullecerse de las no tan viejas pero sí muy gloriosas cicatrices. Entonces, pack perfecto: gira-monstruo multimillonaria especialmente diseñada para estadios/arenas con Dylan –descartando muy contadas y breves apariciones en conciertos benéficos y festivales para su beneficio– volviendo al frente de batalla. En 1974 y por primera vez desde 1966. Y, además, acompañar con álbum souvenir de canciones nuevas registradas en menos de una semana como parte del merchandising. Así, las entradas se agotaron en tiempo récord, la recaudación fue millonaria y el flamante lp, Planet waves, se convirtió en el primer número uno en las listas de ventas del responsable de “Blowin’ in the wind” y “Like a rolling stone”. Y así Bob Dylan también inventó el mega-corporate-big- return-tour para grandes superficies, con avión particular y suites deluxe y venta de entradas por correo y reventa puerta-a-puerta y portada de Newsweek –además de Rolling Stone– con el titular “dylan’s back”.
Y, de acuerdo, Planet waves a muchos les pareció un poco by numbers y con piloto automático (aunque contenía tracks-hits más que atendibles como la abandónica “Going, going, gone” y la paternal “Forever young”, joyas casi secretas como la preciosa “Hazel”, la autobiográfica-selectiva “Something there is about you”, el magnífico bosquejo pero muy inspirado “Never say goodbye”, la carnal “Tough mama” y, de algún modo y ya prefigurando esa cima que al año siguiente, ya de regreso en la cbs, sería Blood on the tracks, sanguíneos surcos divorcistas como “Wedding song” y “Dirge”). Y Before the flood –doble álbum live, primero para Dylan, también de 1974– alcanzó el número tres en Billboard. Pero, digámoslo, el momentum no tenía la trascendencia en directo de sus inicios denuncia-folkie-joker, de su visionarios y anfetamínicos giros de 1966 (o –aún por delante– de la procesión cuasi gitana marca Rolling Thunder, de la elegancia à la Las Vegas en Tokio, de la furia bíblica de su transformación en cristiano renacido, de su éxodo por fértiles tierras baldías del Never Ending Tour en los ochenta-noventa, hasta su presente y gloriosa encarnación como cowboy crepuscular que todavía nos debe una gran caja en toda regla de sus shows desde principios de milenio hasta ahora mismo. Reconocerlo, admitirlo, confesarlo: hay boxes y bootleg series de más peso y altura.
Aun así, este recién aparecido The 1974 live recordings medio siglo después –y de paso esquivando así la entrada en dominio público– reúne, en 27 cd, 431 versiones de un menú de unas 32 canciones, 417 de ellas hasta ahora nunca editadas oficialmente (pero no incluyendo, a diferencia de Before the flood, canciones de The Band haciendo lo suyo sin Dylan). Todo esto a lo largo de cuarenta conciertos que incluyen matinés, treinta noches y veintiún ciudades norteamericanas y que posee, como todo artefacto dylaniano, su imprescindible fascinación. Así, una banda que parece rodar cuesta arriba desarmándose y armándose al mismo tiempo. Y un cantante como escupiendo versos y por momentos (sobre todo en el set acústico y en solitario, a destacar “Just like a woman”) sonando casi asqueado por sentirse por primera vez un interpretador de greatest hits para un público que lo visita como si fuese esa Mona Lisa con sonrisa de highway blues en “Visions of Johanna”. Ya no icono generacional, Dylan parece bandido degeneracional. Y no: este no es aquel “delgado y salvaje sonido mercurial” sino, más bien, una robusta y domesticada resonancia plomiza (pero de plomo disparado a quemarropa y con puntera puntería). “Dylan luce y suena como alguien subido a un camión más que dispuesto a atropellar a lo que para tantos son algo así como himnos nacionales”, definió alguien. Tal vez, por eso, este feroz y despectivo “Most likely you go your way and I’ll go mine” –según el dylanólogo Greil Marcus uno de los momentos imprescindibles del artista en escena– abriendo y también cerrando buena parte de los shows y mostrando los dientes con regocijo y asco casi punk.
Años después, Dylan despreció todo el asunto con un “no fue otra cosa que Bob Dylan actuando de Bob Dylan y The Band actuando de The Band. Fue pesado, fue lo más difícil que hice hasta entonces: me tuve que poner mis zapatos de Bob Dylan”. Y The Band reconoció que “fue bueno para nuestros bolsillos pero no tan bueno para nuestras almas”. En 2016, en su memorioso Testimony, Robbie Robertson pareció más complacido al evocar la última fecha del tour en Los Ángeles: “Entonces Bob no tomó prisioneros y The Band flotó como una mariposa y picó como una abeja.” Afuera, lo más pirateado eran las Watergate tapes; Dylan le respondía a un periodista que “No me interesan mucho los presidentes, prefiero los reyes y reinas”; y el público enloquecía cuando, a la altura de “It’s alright, ma (I’m only bleeding)”, proclamaba que “Hasta el presidente de los Estados Unidos a veces tiene que mostrarse al desnudo.” La leyenda cuenta que entonces, en el primer concierto de la gira, el público encendió sus encendedores: y que esto era la primera vez que sucedía. Verdadero o falso, el fotógrafo oficial del tour, Barry Feinstein, fotografió ese paisaje y lo utilizó para la portada de Before the flood. Cincuenta años después, el cálido resplandor de esas pequeñas antorchas ha sido reemplazado por la frígida luz de los teléfonos móviles. Y cualquier noche como estas Bob Dylan –siempre revolucionario y revolucionante– no los permite en sus conciertos y los decomisa a la entrada y los devuelve a la salida; cuando lo más seguro es que, como desde siempre y hasta el final, nosotros nos iremos por nuestro lado y él se irá por el suyo. ~
es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).