José Luis Martínez, escritor/lector

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En un libro de 64 páginas y doscientos cincuenta ejemplares titulado Bibliofilia, publicado en MMIV por el Fondo de Cultura Económica y elegantemente impreso y encuadernado por el ya legendario Taller Martín Pescador (que sigue vivo, me gusta decirlo, en Hacienda de Santa Rosa, Las Jollas, Tacámbaro, Michoacán), José Luis Martínez nos dio un avance de la autobiografía que, en su único rasgo de avaricia, se empeña en negar a sus lectores, es decir sus admiradores, es decir sus amigos. El incipit, escrito en la tercera persona gramatical como para indicar que se trata de un otro José Luis Martínez (puesto que en el distante ayer todos somos distintos a lo que somos en el hoy), bosqueja un portrait of the book-lover as a young man:

Con buena letra, anotó la fecha y el lugar, ‘23-iii-Guadalajara. Jal.’ en uno de los primeros libros que compró en una librería de viejo en la capital tapatía un mozo estudiante de secundaria que entonces contaba dieciocho años y sólo disfrutaba los pesos que le enviaba su padre, el doctor Martínez.

Y unas páginas después, además de revelar su original lugar de iniciación en el cosmos (Jules Renard: “Mi pueblo es el centro del mundo, pues el centro del mundo está en cualquier parte”), va más hacia atrás y, en dos párrafos, traza con sobria y límpida prosa el retrato del book-lover as a little boy:

Yo vengo de un pueblo del sur de Jalisco, Atoyac, situado al margen de una laguna de temporal. Al otro lado de la laguna se encuentra un pueblecito encantador, llamado Amacueca, famoso por sus nogales, así como Atoyac se envanece por sus pitayas y un jabón especial. Pues bien, el cura de Amacueca, don José del Carmen Méndez, fue mi padrino de bautismo y a su curato me llevaba el doctor Martínez, mi padre, a visitarlo. Recuerdo un caserón ruinoso asolado por los revolucionarios en el cual vivía mi padrino. Debo haber visto en una mesa un librote que resultó ser la gran edición de las Obras espirituales de San Juan de la Cruz. A pesar de mi corta y escasa instrucción, el libro me encantó. No creo haberlo pedido, pero debo haberlo simplemente visto con tal codicia que mi padrino me lo regaló.

Es un libro imponente, de 32.5 x 24 x 6 cm.; lo imprimió Francisco Lelfdall, en Sevilla, en 1703, y es una edición notable porque en ella se recogen por primera vez toda la poesía y las obras en prosa de doctrinas mayores de San Juan de la Cruz (1452-1591), así como las alegorías dibujadas por el santo y poeta místico y sesenta láminas grabadas por Mathías Arteaga. El libro está encuadernado con modestia. Allá por los años cincuentas, en las librerías de viejo de la avenida Hidalgo, encontré otro ejemplar, bien conservado y encuadernado de esta soberbia edición que regalé a mi viejo amigo, Alí Chumacero. Espero que la conserve y la aprecie como yo lo hago con mi padrino de Amacueca.

Y así dio muestras JLM de iniciarse en la pasión a la vez egocéntrica y generosa de los libros, esos silenciosos amigos íntimos (unos sesenta y tantos mil) que hoy con él conviven en su biblioteca de la cual suele “hacer los honores de casa” a quien lo visita por primera vez; y mientras lo guía a uno por el laberinto librario, desplegado por cuartos y pasillos de tres amplios pisos, parece estar abriendo su intimidad al visitante. Esa casa-biblioteca es su palacio del placer… y aun su jardín de los tormentos, pues sufre atrozmente si se le extravía un libro: hace poco me hablaba del extravío de uno de García Icazbalceta y su tono era el de aquel a quien le falta un ser querido.

Más que un hombre de letras, JLM es un hombre de libros. Y, aclaremos, tanto de los libros como de sus libros.

“Este laberinto de ediciones y reimpresiones ha sido hasta ahora mi obra. Espero que en los pocos años que me queden de vida pueda cerrar ciclos y escribir obras útiles para el conocimiento de nuestras letras”, ha dicho JLM acerca de esas funciones que ha cumplido de manera ejemplar dedicándose por medio siglo a reciclar, a considerar, a revisar, como historiador y crítico y prologuista y editor, a una multitud de autores, obras, momentos y aun instantes, convirtiéndose, como ha dicho Gabriel Zaid, en el Curador de las letras mexicanas. 

Esa declaración, hecha en su discurso de recepción del homenaje de la Academia, es una manifestación más de la escandalosa modestia de José Luis Martínez. Y califico de escandalosa la modestia que tímidamente JLM despliega en ese texto porque esa quizá virtud puede ser un escándalo cuando proviene de alguien que hasta tal punto la goza o la sufre (y sospecho que JLM la goza) como para llegar a compartir el desdén de otros por alguno de los propios méritos. Hombre discreto por carácter, buena educación y sentido de la elegancia, hombre del Jalisco profundo, coterráneo de personajes brillantes como Orozco, Yáñez, Rulfo y Arreola, aunque también de ese tan sabroso como bravo e indiscreto plato (que no platillo): la birria jalisciense, Martínez parece empeñado en ningunearse él mismo. Si implícitamente suele reconocerse en el título de Curador de la literatura nacional, por otra parte es cómplice en el silencio que en el medio literario mexicano suele hacerse en torno a su excelencia como escritor. Grave injusticia, enorme autocastigo, porque JLM escribe una admirable prosa clara, clásica y moderna, muy precisa y elegantemente ceñida a los asuntos que trata el historiador y ensayista. Y es así en sus libros de crítica y ensayísticos (Literatura mexicana. Siglo XX, o Problemas literarios, o El trato con los escritores y otros estudios, etc.) como en su monumental e imparcial y por lo tanto valiente biografía de Hernán Cortés (apoyada, no hay que olvidarlo, en cuatro gruesos tomos de documentos minuciosamente explorados), como en los textos introductorios de sus muy sapientes y sabrosas antologías literarias: La Luna, El mundo antiguo (seis tomos que abarcan Mesopotamia, Egipto, la India, Grecia, Hebreos y Cristianos, Roma, China, Japón, Persia, el Islam, la América Antigua: nahuas, mayas, quechuas, otras culturas), como en su estudio de Los inmigrantes en Indias, y su vasta contribución junto a Christopher Domínguez en el tomazo La literatura mexicana del siglo XX, además de innúmeras páginas dispersas por todo el revisterío cultural mexicano y esos dos pequeños y discretos, íntimos libros autobiográficos, existentes en ediciones casi secretas: la mencionada Bibliofilia y el Recuerdo de Lupita (recuerdo de su segunda esposa, Lydia Baracs, “Lupita”).

Implícito encargo de Alfonso Reyes muy bien cumplido: José Luis Martínez, ¿acaso hay que insistir?, lleva más de medio siglo sirviendo y honrando a la literatura mexicana como Curador, historiador, crítico y excelente e imprescindible escritor. ~

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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